Cayo pasó despacio a la página siguiente.
«Quiero escribir hoy, a fin de que se conserve el recuerdo -comenzaba-, el caso de Escribonio Libo, joven de veintidós años. Y para quien me lea dentro de un siglo o dos, añado que es el nieto de Escribonia, la primera mujer de Augusto, la madre de la pobre Julia, la que acompañó a esta en su exilio. Pues bien, el infortunado muchacho fue acusado de complot contra la República. El proceso fue instruido con clamor, pero la acusación era anónima, además de débil y confusa. Estaban a punto de absolverlo, pero entonces han aparecido nuevos testigos que han hablado de ritos mágicos y encantamientos contra el emperador. Un juego fácil, en vista de la cantidad de supersticiones sirias y caldeas que Tiberio ha traído de sus viajes. Parece una acusación estúpida. Sin embargo, es tremenda, porque los ritos mágicos son, evidentemente, operaciones secretas. ¿Cómo puedes encontrar a alguien que garantice que no los has realizado nunca? Ese muchacho perderá la vida», había anunciado Druso.
El diario quedaba interrumpido con un borrón y era reanudado con fecha de siete días más tarde. «El proceso del pobre muchacho ha sido horrible: declaraciones de esclavos arrancadas bajo tortura, delaciones de falsos amigos, aterrorizadas asambleas de senadores. Y Tiberio, con su despiadada presencia en la sala, ha inspirado tal miedo que el acusado, pese a haber suplicado de puerta en puerta entre sus poderosos amigos de antes, no ha encontrado un solo abogado que lo defendiera. Desesperado y aterrado, esta noche, primera de la sentencia, se ha cortado el cuello.»
Cayo dejó el codex. El poder que había matado a su padre y a esos parientes a los que no había conocido era una bestia negra, agazapada en no se sabía qué rincón. Ser joven e inocente, estar indefenso no tenía ningún valor; solo contaba la calidad de la sangre que corría por sus venas. «Yo quiero vivir -pensó con rebeldía-. Vivir a toda costa, vivir. No me tendréis.» Se dio cuenta de que se había clavado las uñas en la palma de la mano. Respiró, cogió el codex y lo guardó en el bargueño. Entonces vio a Druso entrar apresuradamente por la puerta del fondo.
– Si buscas tu diario -dijo-, lo he guardado en su sitio.
Druso no replicó. Por primera vez intercambió con su hermano menor una mirada de adultos.
– Lo único que me da miedo es lo que dirán de nosotros dentro de doscientos o trescientos años -dijo después-. La historia la escriben los vencedores.
Desde aquel día, Cayo pudo acercarse mientras él escribía, colocarse en silencio a su espalda, leer una tras otra las palabras que salían de los movimientos iguales y ordenados del calamus. Un secreto exclusivamente de ellos dos, en la silenciosa biblioteca que había sido el refugio de Germánico.
La cueva de Sperlonga y la carrera de Elio Sejano
En aquellos días el emperador Tiberio descubrió en el bajo Lacio, cerca de Fundi, un tramo de costa impracticable, sembrada de arbustos bajos, que descendía hasta el mar. En la orilla se abría una profunda y escabrosa caverna que los contemporáneos llamaron justamente spelunca y el dialecto local transformó en Sperlonga.
De las rocas de la spelunca brotaban algunas finas venas de agua tría. Invisible desde tierra, al lugar se llegaba por un único camino, bien vigilado, abierto en el precipicio. «Nadie que no quiera morir en el acto puede caminar por esa pendiente», decían los marineros. De hecho, el neurótico recelo de Tiberio se calmó porque sabía que no había ningún paso a su espalda, solo una firme pared de roca. Así pues, allí dentro montó un umbroso y a la vez inaccesible triclinio estival.
Se decía que, mil años antes, por allí había navegado Ulises. Al fondo del golfo, efectivamente, emergía la montaña mágica de Circe, la maga: el monte Circeo.
Tiberio hizo decorar la caverna con gigantescas esculturas del finito de Ulises: luminosos mármoles blancos contra las oscuras y húmedas rocas. Pero los mitos que se habían elegido eran los más siniestros. Al fondo, en un nicho, yacía el inmenso cuerpo de Polifemo durmiendo borracho, y Ulises se acercaba para dejarlo ciego con la estaca ardiente. En la esquina opuesta, el sacerdote Laoconte y sus jóvenes hijos se retorcían entre los anillos de las serpientes marinas. En el centro, el agua que brotaba de la roca alimentaba un fresquísimo estanque circular, pero del agua emergía, en un enorme grupo marmóreo, el monstruo Escila. La escultura, naturalmente escogida por Tiberio, era casi una representación de su cada vez más vivo rechazo de las mujeres: el rostro era dulce y sonriente, pero el bello torso femenino se dilataba, de la cintura para abajo, en una maraña de tentáculos que envolvían a los marineros de Ulises para devorarlos.
En aquella spelunca, la muerte pasó junto a Tiberio mientras le servían la comida. Un temblor arrancó de la bóveda una lluvia de piedras. Todos huyeron, algunos fueron aplastados, y el emperador, al que ya le costaba moverse, tardó en reaccionar. Pero un oficial se precipitó sobre él para protegerlo; lo empujó a un rincón y arqueó los músculos de los brazos y de la espalda, haciendo puente sobre él con su cuerpo.
De modo que a Tiberio, en el momento en que creía que iba a morir, se le grabó en la mente el rostro del tribuno militar Elio Sejano. Y este, en aquel instante de riesgo, se ganó confianza e influencia, escaló puestos en la jerarquía, conquistó un puesto privilegiado junto al emperador. Pero nadie imaginaba que iban a llegar años terroríficos para Roma.
El racimo de uvas
Una tranquila mañana, en la residencia vaticana, el joven Cayo estaba jugando con una nidada de pavos reales en la pajarera -un escape del horrible estado mental en que vivían- cuando Zaleucos le susurró con terror que habían detenido a Clutorio Prisco, escritor de pluma vivaz y antiguo compañero de Germánico, que con motivo del asesinato de este había compuesto a vuelapluma un poema doliente y rabioso que fue pasando de mano en mano.
Tiberio había abolido totalmente en Roma los antiguos comicios, es decir, las libres elecciones de los magistrados, y Clutorio había dicho con sarcasmo a los amigos que paseaban por el Foro:
– Id a ver: al pueblo romano se le ha quitado la voz. En los Saepta Julia, el recinto donde se votaba, ahora se celebran espectáculos.
Por desgracia, había hecho ese comentario cortante junto a un oyente peligroso. Se habían presentado en su casa antes del alba y se lo habían llevado.
Nerón, el hermano mayor, reaccionó con arrogancia.
– Es una acusación ridícula. Lo absolverán.
Cayo, en cambio, se alarmó muchísimo, pues el detenido era amigo íntimo de Nerón, vital e imprudente como él.
Y Agripina, con la angustiosa lucidez que le había hecho prever las desgracias de aquellos años, declaró:
– Este es el primer proceso contra nosotros.
Cayo miró a su madre, que se retorcía las manos como en el palacio de Antioquía, vio a sus hermanos que charlaban, inquietos, se acordó de su padre: «Si no es necesario hablar, calla. Nunca sabes realmente a quién diriges tus palabras».
– Entremos en casa -susurró-. Podrían oíros.
En el tribunal, el poeta Clutorio Prisco se encontró con dos sorpresas. Lo acusaron de haber corrompido a unos funcionarios, lo que era falso; pero también de haber escrito -lo que era verdad- un cáustico libelo titulado In morte dell'imperatore, cuando este estaba todavía vivo. A modo de explosivo elogio fúnebre, el poeta había relacionado no solo los delitos políticos sino también las perversiones secretas, de las que entonces sabían poquísimo, empezando todas las estrofas con un irónico: «Nosotros, con la muerte de Tiberio, lloramos por haber perdido…». Y había recitado la composición en un corro de amigos.
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