Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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Germánico no dijo nada, pero su silencio era fruto de otros pensamientos: se decía que julio César y Marco Antonio debían de haber sido víctimas de un encantamiento igual al que él sentía que estaba atrapándolo.

– Quiero ver Ab-du -declaró, estremeciéndose.

La voz del viejo sacerdote cambió de timbre y lo desilusionó de inmediato.

– Cuando Augusto desembarcó en Canope para traernos la guerra, nuestros sacerdotes tapiaron las puertas y los ciento veinte peldaños de Ab-du. Y todos los que conocían el secreto murieron en la larga matanza de Cornelio Galo. -Escucharlo producía una imprevista vergüenza por la victoria-. Si ahora a mí me fuese concedido -concluyó, como cerrando una puerta- volver a Ab-du, no sería capaz de encontrar nada. Por allí ha pasado la guerra, ha destruido edificios y palmerales, ha hundido los diques de los lagos sagrados; y después, sobre los escombros y los muertos, el viento ha acumulado montañas de arena.

Su memoria, colmada de dolor, convertía cada palabra en una recriminación, y hablaba en el tono irrefrenable de quien ha tenido que callar mucho tiempo. Entretanto, el sol desaparecía detrás de la orilla occidental del gran río.

El sacerdote señaló el interior del templo.

– Ahí dentro -dijo-, por primera vez en la vida de los hombres, fibras de papiro cultivado en el gran río se convirtieron en hojas sobre las que escribir. Ahí reunimos las historias más antiguas. Para leerlas, vinieron también muchos de los vuestros: Pitágoras, Eudoxo, Heródoto de Turios… Ahí dentro, un filósofo muy célebre después, Aristocles Platón, descubrió la historia de la Atlán tida, la isla que en un cataclismo que duró una noche y un día, hace ocho mil años, se hundió en el Gran Mar de Occidente. Algunos dicen que es una leyenda. Pero hasta vuestro Diodoro de Agyrion dice que en el desierto, en Mauritania quizá, existía un enorme lago llamo Tritonio que desapareció, engullido por la arena, cuando la Atlántida se hundió. Todo fue recogido dentro de estos muros, con amor infinito, porque era la memoria viva de todos los hombres anteriores a nosotros -concluyó, pero no invitó a los extranjeros a entrar.

La imaginación de Germánico se emocionó, como le sucedería a la de muchos hombres después de él.

– Dime si el papiro que habla de la Atlántida todavía existe. Dime si es posible verlo.

– Llegas tarde, griego. Los papiros fueron quemados, no sé si debido a la violencia de los legionarios o a la voluntad de Augusto. Pocos pudieron ser escondidos, y no sé dónde. De nuestra historia solo queda lo que logramos esculpir, porque no se puede romper ni quemar. Pero ya no lo entiende nadie.

La noche del desierto descendía deprisa, con una franja purpúrea en el cielo de Occidente. Las sombras de las figuras grabadas en los muros del templo se desvanecían.

– Hazme acceder a su significado un momento -dijo Germánico-, antes de que oscurezca y ya no sea posible leerlas.

– Si tienes tiempo, te diré algo -contestó, vacilante, el sacerdote. No confundas nuestros símbolos animales con dioses, como hacen los griegos. La agudeza del halcón, la crueldad del chacal, la astucia del gato, lo enigmático de la serpiente o el caparazón de un escarabajo representan simplemente fragmentos del poder divino. Porque lo divino se revela a fragmentos. Ha infundido su amor por doquier, desde el buitre que limpia los cadáveres hasta el ruiseñor que canta por la noche. Si contemplas un animal, veneras la mente divina que está detrás de su forma. Veneras la obra maestra del dios. Y nosotros los reproducimos para dar a nuestras débiles mentes la idea del infinito. Y esto vale tanto para los que vivimos aquí como para los que han cruzado a la otra orilla. Porque lo divino está aquí y allí, eternamente. Y su fuerza lo mantiene todo unido.

Germánico sintió en su interior, como algo heredado, la emoción que había arrastrado y perdido a Marco Antonio. Y con dulzura, temiendo una negativa, propuso al sacerdote:

– ¿Vendrías conmigo y con mi hijo para guiarnos por este país? -El impulso que lo empujaba marcaría profundamente los días que le quedaban.

Pero, después de la invasión romana, el sacerdote había vivido en aquel templo larguísimos silencios, soledades absolutas, pensamientos que se desarrollaban sin sonidos de voces, y se tomó un tiempo antes de decir:

– Ta-ne-si es inmensa. ¿Qué te mueve a conocerla? -preguntó a su vez.

Germánico, ya dux de ocho legiones, no estaba acostumbrado a que lo interrogaran. Las únicas preguntas que era posible hacerle estaban relacionadas con una ejecución más exacta de sus órdenes. Por eso, en lugar de responder, declaró:

– Quiero remontar el curso del río. Busco un guía que me explique lo que mis ojos vean diciéndome la verdad. -Involuntariamente, su voz transmitía órdenes.

– Es un largo viaje -dijo el sacerdote para ganar tiempo-. Nuestro río, Jer-o -añadió para tratar de explicarse-, es el más grande que fluye en todas las tierras conocidas. Los griegos habéis escrito, sin fundamento, que se llama Neilos, y los romanos os copian y lo llaman Nilo.

– Diodoro de Agyrion también ha escrito -intervino de pronto el tímido Zaleucos, y eran sus primeras palabras desde que habían desembarcado- que un rey vuestro antiquísimo se llamaba Neileus, y que por eso el río…

– ¿Qué entiendes por antiquísimo? -El sacerdote sonrió-. Desde hace cuatro mil años grabamos los nombres de nuestros phar-haoui en la piedra, y yo nunca he visto el de Neileus-. Buscó una imagen que ilustrase las dimensiones del río y finalmente señaló el agua que fluía por delante de los escalones del templo, perezosa, luminosamente verde, como los tupidos papiros de las orillas; parecía densa y tibia, olía a hierba húmeda-. Esta agua,.lotes de llegar aquí, ha corrido sin parar durante más de siete lunas. ¿Tú hasta dónde quieres llegar? Porque, cuando encuentres la primera gran catarata, descubrirás que Jer-o, nuestro río, está a menos de la mitad de camino. Ahí empieza el reino de Meroe, los soberanos negros, y el río lo atraviesa todo. Y de cuanto existe más allá, hasta los montes de la Luna, nadie sabe nada.

– Quiero una embarcación cubierta, construida aquí, apropiada para el río, con buenos remeros y velas -decidió Germánico, ya absolutamente impaciente.

Se abstuvo de preguntar qué había sido del grandioso thalamegos, la navis cubiculata, de velas doradas y remeros nubios, en el que julio César había remontado el río con la jovencísima Cleopatra y en el que años después, en su lugar y con una Cleopatra de treinta y nueve años, había embarcado Marco Antonio para correr gloriosas y desesperadas juergas durante las últimas semanas de su vida.

El sacerdote advirtió que la pronunciación griega del extranjero se había endurecido; recordaba las voces de los tribunos de Augusto mientras saltaban a tierra en el muelle de Alejandría. Después miró a Cayo, que contenía la respiración, y pensó que, destruidas las bibliotecas de papiros y devastados los templos, la memoria solo podía confiar en los que sobrevivían.

– Si eso es lo que quieres -se decidió a responder-, te acompañaré hasta donde podamos ir.

En un pequeño codex -uno de esos cómodos cuadernos que, según se contaba en la familia, Julio César, el héroe de la dinastía, había inventado un duro invierno pasado en la Galia, en Bibracto, donde había empezado a escribir los siete libros del De bello Galli co, la historia de su larga guerra-, Cayo escribió uno tras otro los nombres de las ciudades y de los templos que daban al gran río; y, como muchos viajeros después de él, intentó dibujarlos ante la mirada irritada del apacible Zaleucos, que apenas hablaba y cuando lo hacía era porque le preguntaban algo. «Iunit Tentor», escribió Cayo, adaptando las palabras egipcias a los caracteres latinos, y en griego: «Denderah». Y luego, refiriéndose a una isla situada mucho más al sur: «Philac», «Philae».

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