Maria Siliato - Calígula

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En el fondo de un pequeño lago volcánico, muy cerca de Roma, descansan desde hace veinte siglos dos barcos misteriosos, los más grandes de la Antigüedad. ¿Cómo llegaron estas naves egipcias a un lago romano? Una inscripción en el interior de los barcos puede ser la clave: el nombre Cayo César Germánico, más conocido como Calígula, sea tal vez la respuesta. Esta extraordinaria novela ofrece una nueva visión de la excéntrica y controvertida figura del emperador Calígula, tan despreciada y cuestionada por la historia. Un niño que logró sobrevivir y aprendió a defenderse en un medio hostil, un muchacho que veneraba a su padre y que junto a él descubrió y se enamoró de Egipto. Un joven marcado por la soledad, el dolor, arrastrado a la locura por el asesinato de toda su familia, víctima de las intrigas del poder. ¿Cabría ahora preguntarse si el gran verdugo, el asesino brutal, no fue en realidad una víctima?

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Zaleucos, que mentalmente vivía entre sus libros, dijo:

– Según Aristóteles, la ciudad estado perfecta no debía superar los diez mil habitantes. Ni siquiera Atenas ha contado nunca con más de cien mil. Pero a Alejandro, el gran macedonio, se le apareció en sueños Homero, ya anciano, con el cabello blanco, y le recitó estos dos versos de la Odisea : «En el mar agitado de la costa de Egipto emerge una isla que llaman Faros». Después añadió: «Ve a construir allí una ciudad que te recordará por todos los siglos».

En la isla con la que Alejandro había soñado tres siglos antes, surgía ahora una torre altísima. Su inmensa base cuadrada se estrechaba formando escalones que subían hacia el cielo. Arriba de todo estaba permanentemente encendido un fuego, y una cámara forrada de espejos de bronce multiplicaba su luz, según el refinado diseño de Dinócrates de Rodas: en cualquier momento y estación, desde muchas millas mar adentro, los navegantes lo veían. Y en los siglos futuros todas las torres luminosas que señalan la ruta llevarían el nombre de «faro».

– Según el sueño de los dos que se mataron -dijo el sacerdote-, en esta ciudad debía recogerse el espíritu de Atenas, Roma, Jerusalén, Antioquía y Menfís.

Las aguas del puerto de Oriente estaban absolutamente en calma. Junto a la ensenada del antiguo embarcadero real, emergían dos pequeñísimas islas en las que se entreveían edificios que parecían en ruinas y desiertos.

– Después de la noche de Sais -dijo el sacerdote-, nadie volvió a ver al romano. Ese era su palacio -añadió, señalando la primera isla-. Lo llamó Timonium, y se encerró ahí hasta el último día.

El palacio, al que Marco Antonio había puesto el nombre del eremita filósofo Timón, estaba unido a la tierra firme por una lengua de escollos donde habían construido una vía flanqueada por columnas de granito.

– Está prohibido entrar -avisó el sacerdote, con la impalpable ironía de los viejos que han visto muchas cosas-, pero tú no eres romano.

Germánico desembarcó con impaciencia y una emoción que hizo inseguros sus movimientos. Tuvo que dar más de cuatrocientos ansiosos pasos para llegar al final de la vía, ante el palacio.

– Estaba construido para resistir el paso de los siglos -dijo el sacerdote-, pero solo ha quedado lo que Augusto quiso dejar.

El palacio llevaba décadas abandonado, había sido saqueado y presentaba señales de un antiguo incendio. Puertas y ventanas estaban atrancadas. No se veía a nadie y era imposible entrar.

Los ruidos de la inmensa Alejandría se perdían en el agua. Quién sabe qué caminos habían tomado, en aquel silencio irreal de muchos días, los pensamientos angustiados, quizá resignados, quizá por primera vez filosóficos, de Marco Antonio, el hombre que había soñado con el pacífico reino de Egipto pero había perdido y al final solo esperaba que su enemigo, implacable hasta la muerte, decidiera ir en su busca.

– Se mató el primer día de agosto. Me dijeron que junto a su cama encontraron el Libro de los Muertos, que explica el viaje del alma hacia la otra orilla. Había pedido que se lo tradujéramos al griego y lo hicimos. Me dijeron que no consiguió morir enseguida. En la agonía, pidió que lo llevaran con su reina; dejó la vida cutre los brazos de ella.

Sobre las escasas hierbas espinosas, alrededor del palacio abandonado, había escombros desperdigados. Caminaban lentamente, y Germánico miraba el suelo, como en la colina de Actium, porque aquellos mármoles destrozados eran restos de inscripciones y de estatuas. Apareció una pequeña escultura en piedra de Siena del dios Tot, el símbolo del conocimiento. Tal vez le había hecho compañía al dueño del palacio en sus últimos días.

– No toques nada -dijo Germánico a su hijo.

Dejaron a su espalda la estatua del pequeño dios, caminaron por el reducido espacio que rodeaba el palacio y que en su época había sido un jardín. Embarcaron de nuevo. El mar estaba absolutamente límpido. Vieron al fondo, entre los guijarros y la arena, algo que parecía la gigantesca cabeza de una estatua y llevaba el tocado real de los antiguos phar-haoui.

– Debía de ser una estatua grandiosa -dijo el chiquillo.

La cabeza esculpida en granito tenía los ojos ciegos clavados frente a ella, bajo aquel velo de agua. Sin embargo, no tenía los fascinantes párpados alargados ni los labios sinuosos de los antiguos soberanos; una mano reciente le había esculpido una frente ancha, espesos cabellos y barba, una pesada boca sensual, ojos grandes y redondos bajo las tupidas cejas, un marcado aspecto masculino.

– Parece él -susurró Germánico.

Y podía decirlo, porque el único retrato conservado en secreto en Roma estaba en la domus de su madre, Antonia, la hija romana del gran rebelde.

Cayo se inclinó sobre el agua y los remeros empujaron con fuerza los remos en sentido contrario para frenar en aquel punto. ¿De modo que ese había sido el jefe al que tanto querían sus hombres por sus bromas, sus alardes, por comer y beber en abundancia con ellos, siempre comprometido con las mujeres, pródigo, generoso, valiente hasta la inconsciencia? Y podía ser realmente él. Así lo describiría también, cien años después, Plutarco.

– El tocado real -observó Cayo.

– Le correspondía -contestó emotivamente Germánico-. Se había casado con la reina de Egipto. Ninguno de los dos quería que este país se convirtiera en lo que es hoy.

De la grandiosa estatua no quedaba nada más que esa cabeza, separada del resto a mazazos. Debía de llevar todos esos años ahí, entre aquellos escollos.

El sacerdote dirigió la embarcación hacia la pequeña ensenada del antiguo puerto real. En las aguas tranquilas, la quilla de una nave, que debía de haber sido rápida y larga, se pudría semivolcada; entre las algas asomaban elegantísimos toletes, trozos de batayola, el codaste.

– Ahora el agua está turbia, pero cuando las corrientes la aclaran se puede ver, al fondo, una enorme estatua de Isis, la Gran Madre. Créeme, tiene la altura de cinco hombres uno encima de otro; yo la he visto.

No muy lejos estaba la segunda isla, cubierta por un montón de ruinas inidentificables, ahogadas entre una maraña de arbustos y de acacias. Ramas y raíces sobresalían del agua.

– Este era el palacio de ella, de Cleo, nuestra reina -indicó el anciano sacerdote-. Era una gran reina: su voz era fascinante, su conversación, inteligente y fluida. Cuantos la vieron aquellos días, dijeron que incluso un hombre ardiente e inquieto como Marco Antonio quedaba atrapado por ella de por vida. Lo que nos ha quedado de ella son los pocos restos de su biblioteca. Contamos más de setecientos mil rollos de papiro. La reina poseía una mente vasta. Cuando recibía a los embajadores, les hablaba a cada uno en su lengua. Sabía leer y escribir siete. Era joven cuando se reató. Y no quería seducir a Augusto, como han escrito los vencedores. Era la reina de Egipto, quería salvar su tierra del martirio que sufrió.

La isla con el palacio devastado estaba cerca, a unos golpes de remo.

– Como ves -dijo el sacerdote-, Antonio no hubiera podido construir sus estancias lejos de ella.

– Atraquemos, entremos en el palacio -rogó Cayo.

– No se puede -repuso el sacerdote-. Hace más de cinco décadas que no entra nadie. Augusto lo prohibió, bajo pena de muerte. Un día, como se hablaba de no sé qué tesoros guardados ahí dentro, un pescador atracó en el embarcadero y bajó a tierra.

Al cabo de un instante, de las otras barcas lo vieron saltar a la barca precipitadamente, como para liberarse; parecía que llevaba lianas enredadas en las piernas. Saltó hacia atrás en la barca gritando, cayó de espaldas y no volvió a gritar. La corriente empujó la barca hasta la orilla. Trasladaron su cuerpo al templo: vimos las piernas atravesadas por decenas de mordeduras y reconocimos la dentadura de la sagrada cobra real.

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