Así descubrió el joven Cayo lo ligeras, llevaderas y elegantes que eran aquellas prendas: fuera el calceus, y en los pies el ligero crepis; el desenfadado pallium en lugar de la toga solemne.
– Olvídate del latín -ordenó su padre-, solo hablaremos en griego. El latín, ni lo conoces.
La pequeña comitiva de falsos mercaderes griegos («estamos interesados en telas, piedras duras, perlas y turquesas») llegó por mar ante al inmenso delta del Nilo, costeó hasta el estrecho de Canope y por fin desembarcó en Egipto. Pero Germánico evitó Alejandría, sede del praefectus Aug ustalis con dos legiones, a quien no habría podido ocultar su identidad. Lo que hicieron fue remontar, con una barca de fondo plano, el largo brazo del Nilo en el que surgía la célebre ciudad sagrada de Sais. El ligero viento que llegaba desde el mar soplaba en la vela y ayudaba a navegar contra corriente.
En la mente de Cayo, Egipto era una tierra de sueños gigantescos, pese a que la cultura griega de Zaleucos siempre había hablado de ella con cierta superioridad. Sin embargo, lo que vio a lo largo del poderoso río fueron campos destrozados por las correrías, sin sembrar: árboles cortados, diques derrumbados, presas agrietadas. Aquí y allá, pobres aldeas neciamente devastadas, huellas de incendios, ruinas hundidas en la arena, campesinos con pequeños rebaños, una manada. La gran crecida anual del Nilo se aplacaba despacio entre las infinitas ramas del delta; pero en los canales subterráneos avanzaba perezosamente una corriente verdusca, junto a la cual asnos vendados daban vueltas en redondo, atados, para levantar las palas de la noria con el agua fangosa.
– Aquí se ha combatido mucho tiempo -murmuró Germánico.
Se trataba, en realidad, de la rebelión egipcia de la que en Roma se había discutido con distraído y despiadado tedio. A lo largo de infinidad de millas, no se veía otra cosa. Por fin, hacia el crepúsculo, entre la arena y las palmeras emergió una lejanísima estela de piedra, con la cúspide dorada en la que se reflejaba el sol. Luego, de la arena empezó a surgir una descomunal muralla de granito.
– Sais -se limitó a decir el guía, señalándola.
Se refería al templo famoso en todo el Mediterráneo por su biblioteca milenaria y sus leyendas esotéricas. La muralla lo rodeaba como si fuese una fortaleza. Más lejos se entreveían las ruinas de una ciudad que debía de haber sido muy grande y que el desierto estaba invadiendo. A medida que uno se acercaba, la altura del templo aumentaba, cubría todo el campo visual. Una ancha escalinata descendía desde el costado del templo hasta las aguas lentas del río; en los peldaños más altos asomaban los detritos de la última crecida, en las esquinas se habían depositado montones de arena. Alrededor del edificio no se movía nada, ni un animal ni un hombre. Atracaron la barca y comenzaron a subir los escalones.
En el templo solo se podía entrar recorriendo una anchísima vía, entre dos filas de imponentes animales alados, esfinges y leones esculpidos en granito. Dos titánicos machones, construidos con piedras ciclópeas, lisas y perfectamente encajadas, enmarcaban la entrada. Las dimensiones de lo que abarcaban los ojos eran desmesuradas hasta el punto de causar vértigo. En la fachada de los machones había esculpidos miles de signos, alineados con rigor: animales estilizados, desconocidas figuras divinas, dibujos crípticos. Habían sido profundamente grabados en la piedra a fin de que resistieran milenios. Pero su significado era impenetrable.
Germánico apoyó una mano en el hombro de su hijo y le susurró en griego:
– ¿Habías imaginado una cosa así?
– No consigo leer nada -contestó Cayo-. Es humillante.
Miles de hombres expresarían ese pensamiento después que ellos.
En la entrada del templo no vigilaba nadie. Germánico preguntó al guía:
– ¿Es posible encontrar a alguien en este desierto que sepa explicar esos signos?
El guía dudó en responder, como si se tratase de un peligroso secreto, pero acabó diciendo que en las estancias más recónditas del templo -pasados el primero, el segundo y el tercer patio- aún vivía alguien. De hecho, en el enorme y desolado espacio entre los dos machones, vieron a un anciano que andaba despacio, el delgado cuerpo ceñido por una túnica lisa de lino blanco, los hombros desnudos, un pesado collar con pectoral, la cabeza rapada.
– El sacerdote -susurró el guía.
Era el último que quedaba vivo, dijo, y él solo, con un silencioso ayudante, se ocupaba del templo. Y con sincero dolor añadió que «antes de la guerra romana» los adeptos se contaban a cientos.
Entretanto, el sacerdote se acercaba a pequeños pasos mirándolos con tranquilidad, indiferente a su aspecto de extranjeros, como si dispusiera de mucho tiempo.
Germánico lo saludó e inmediatamente le preguntó en griego:
– ¿Puedes explicarme qué dicen estas antiquísimas inscripciones en las piedras?
Su petición había sido demasiado impaciente y directa; el viejo respondió, en un griego fluido, que podía leer esas inscripciones, traducirlas y explicarlas porque, como indicaban sus vestiduras, era un sacerdote. Sin embargo, no leyó ni tradujo nada.
El sol, ya bajo en el desierto, proyectaba sombras en los surcos de la piedra. Cayo recorrió con la mirada los signos, desilusionado, y preguntó a Zaleucos:
– ¿Ni siquiera tú eres capaz de leerlos?
El cultísimo griego permanecía en silencio.
– La lengua sagrada es grande -dijo el sacerdote-. No está compuesta solo de sonidos, como el griego. Tenemos veinticuatro letras, como vosotros. Pero para la lengua sagrada no eran suficientes: a lo largo de miles de años, hemos añadido otras siete. -Por la solemnidad del tono, parecía que supiese que esas siete letras, nacidas del alfabeto demótico, se perpetuarían, siglos y siglos después, en el alfabeto que hoy llamamos copto-. Pero, además de todo eso -dijo-, cada objeto que ves en la tierra, cada acción que realizas, cada idea de tu mente están representados en la lengua sagrada por una imagen. Porque entre el mundo visible y el invisible no hay separación.
Hasta ese momento, Cayo había creído firmemente que la lengua griega -que él dominaba con tanta elegancia- era el modo más elevado de expresarse en la faz de la tierra. Vio que su padre también callaba.
El sacerdote del pueblo derrotado y reducido a la miseria contemplaba su silencio con una sonrisa discreta y cansada que ni siquiera era odio. En su piel de color creta vieja, la cruda luz hacía más profundas todas las arrugas. Dijo que aquel templo había figurado durante milenios entre los más importantes del Alto y el Bajo Egipto.
– Desde donde estás, para llegar al jem, la cámara sagrada, debes contar seiscientos pasos de un andar de hombre resuelto.
Era realmente muy viejo; bajo la piel se entreveía el marfil de los huesos.
– ¿Te preguntas por qué nuestros santuarios están tan destrozados en comparación con las pequeñas cámaras de vuestros templos griegos?
– Sí -respondió impulsivamente Cayo.
– El templo representa el recorrido de tu vida. Mira desde dónde has llegado hasta aquí: tu camino comienza siempre en el septentrión, que es la oscuridad de la ignorancia, pero está flanqueado por esfinges y leones, símbolos de la fuerza divina que te protege porque buscas la luz del conocimiento. Fíjate…, para entrar en el templo solo existe este paso, porque único, y difícil, es el camino del alma. Y desde aquí accedes al jont, el primer patio rodeado de muros, donde tu alma debe separarse del mundo que está fuera. Pero al fondo del jont…, ¿lo ves…?, se abre el segundo paso. Desde allí, cuando estás preparado, entras en la ou-sej ho-tep, la sala de las ofrendas, donde el alma se consagra a sí misma. Y ahí encontrarás el tercer paso, y entrarás en el santuario, el sit ue-rit. Pero allí llegan poquísimos, así que no vale la pena hablar de eso ahora. Al fondo de todo, exactamente en el mediodía, en la luz del conocimiento, se alza el jem de granito, la cámara divina, donde solo puede entrar el phar-haoui, que los griegos -dijo sonriendo- llamáis pharaon.
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