Lorenzo Silva - Sereno en el peligro

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Sereno en el peligro: краткое содержание, описание и аннотация

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Sereno en el peligro. La aventura histórica de la Guardia Civil ofrece un recorrido por el devenir español, desde 1844, en busca de una línea vertebradora que nos explique lo que de excepción tiene un cuerpo de seguridad pública que se conoce con el apelativo de benemérito: sus peculiaridades, sus claroscuros, sus miserias y, pese a todo, sus glorias. Lorenzo Silva, que ya conoce el éxito con sus novelas sobre los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, se aventura por el ensayo en busca del «carácter de esta peculiar institución y de los hombres, y más recientemente mujeres, que la integran». Contra los tópicos más arraigados, que sobre el Cuerpo existen, esta obra presenta una interpretación personal del papel histórico de la institución. Muchos españoles todavía la ven como una entidad reaccionaria, cuando en realidad es una creación de la España liberal y ha sido históricamente motor de progreso.

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Para los oficiales, se exigía en todo caso que fueran mayores de treinta años, lo que garantizaba la incorporación a la Guardia Civil de personas con la madurez necesaria. La oferta de unirse al nuevo cuerpo no carecía de atractivo para los militares de graduación, aunque algunos de ellos lo veían con desconfianza, por temor a que la inestabilidad política que caracterizaba a la época lo convirtiera en una creación efímera. Con todo, al director general de la organización no le faltaron candidatos, y pudo efectuar una rigurosa selección en la que les dejó bien claro que en el nuevo cuerpo se exigiría un sacrificio en el servicio y una limpieza de conducta superiores a los que se les pedía en sus unidades de procedencia, teniendo además absolutamente proscrita la militancia política (contra lo que era usual en el ejército, después de tantos años de intervencionismo militar en la gobernación del país). La más mínima falta en el expediente, que el director examinaba personal y meticulosamente, conllevaba el rechazo. A Ahumada solo le interesaban hombres de «honor, valor y limpia conciencia».

Para las labores de organización, el director se instaló con su equipo en un edificio del siglo XVII sito en el 14 de la calle Torija de Madrid, todavía existente, y donde habían estado la residencia y las oficinas de los inquisidores madrileños del Santo Oficio, abolido pocos años atrás. En el verano de 1844 se fue recibiendo a los aspirantes en los acuartelamientos de Leganés, Vicálvaro y Alcalá. Pronto se vio que no sería fácil cubrir las plazas de tropa. A comienzos de junio, en los quince batallones que guarnecían Madrid, solo se había podido encontrar once hombres aptos para incorporarse a las unidades de infantería de la Guardia Civil. Ello llevó al duque a proponer la admisión de soldados de menor edad de la prevista en el Real Decreto de 13 de mayo, pero sin hacer concesiones en cuanto a su talla e instrucción mínima. También fue ardua la recluta de las unidades de caballería, con la dificultad añadida de la compra de semovientes y el equipo preciso. El 1 de agosto se contaba ya con 668 guardias de infantería y 368 de caballería, que a mediados de mes se habían incrementado hasta 758 y 415, respectivamente. El 1 de septiembre, el duque de Ahumada, como premio a su labor organizadora, fue nombrado primer inspector general del cuerpo, en analogía de derechos y sueldo con los demás directores e inspectores generales de las armas del ministerio de la Guerra, y la Guardia Civil se presentó en parada militar ante el Gobierno.

El desfile tuvo lugar donde hoy se encuentra la estación de Atocha. En total formaron 1.500 guardias de infantería y 370 de caballería, con todos sus mandos y completamente uniformados, armados y equipados. Revistados por Narváez, con Ahumada a su izquierda, la impresión de marcialidad y disciplina que causaron los guardias fue excelente. Un rasgo que iba a distinguir a la Guardia Civil en todas las paradas militares en que participaría a lo largo de su dilatada historia.

En ese verano de 1844, Ahumada también puso a punto las cuestiones de intendencia, como los haberes del cuerpo, fijados por Real Orden de 30 de agosto, y que arrojaban en conjunto unos ingresos para los guardias civiles por encima del promedio de la clase social de procedencia, y también superiores a los de sus homólogos del ejército. Baste apuntar que un coronel vendría a ganar 36.000 reales de vellón anuales, frente a los 21.600 que percibía en el ejército, diferencia que en los tenientes era de 7.300 a 5.000. Eso sí, con todo y el esfuerzo hecho para aumentar sus ingresos, la diferencia con las clases de tropa era enorme, si tenemos en cuenta que un guardia de segunda percibía 2.920 reales, un cabo 3.285 y un sargento primero, 3.832.

Por Real Decreto de 15 de junio de 1844 quedó fijada también la uniformidad del cuerpo, que variaba para caballería e infantería, pero que como elementos comunes contaba con casaca o levita azul, con cuello, vueltas y solapa de color encarnado, y pantalón de paño o lienzo azul o blanco. Como prenda de cabeza común, el sombrero de tres picos, que en seguida, por galicismo derivado de chapeau à trois comes, se conocería popularmente por el nombre de tricornio. Para los jinetes se disponía que los correajes fueran negros, y para los infantes, de «ante de su color», es decir, amarillento. También se regulaban las armas que debían llevar unos y otros: carabina, dos pistolas de arzón y espada los de caballería; fusil corto, sable de infantería y pistola pequeña los de a pie. Aunque en los primeros tiempos, por estrecheces presupuestarias (hubo que adelantar a los guardias el dinero necesario para que se proveyeran inicialmente del equipo que iba a su costa), se les proporcionó armamento de circunstancias, como fusiles de chispa ordinaria a los infantes, sin pistola, y una sola pistola a los de a caballo.

Otros dos textos cruciales de esta etapa fundacional son los reglamentos para el servicio, aprobado el 8 de octubre de 1844, y militar, fechado siete días después. El primero, redactado por el ministerio de la Gobernación, sobre el borrador que dejara preparado el anterior subsecretario, Patricio de la Escosura, artífice del Real Decreto de 28 de marzo, estaba más en línea con una Guardia Civil sometida a la intervención de las autoridades políticas que con el modelo de autonomía militar, bajo la dirección civil en lo relativo al servicio, que había consagrado por inspiración de Ahumada el Real Decreto de 15 de mayo. Contenía numerosas disposiciones que habían de resultar problemáticas y que condujeron a conflictos entre los guardias civiles y los comisarios y celadores de Seguridad Pública. Dichos funcionarios, dependientes de los jefes políticos, se consideraban delegados de estos y quisieron poner a sus órdenes a los miembros de la Guardia Civil, a los que consideraban como los auxiliares o «empleados de protección» que la ley les atribuía y que no se les había facilitado hasta la fecha. Un sonado incidente lo protagonizó el comisario de Getafe, que ordenó al oficial de la sección, apenas llegaron los primeros guardias, que estos se personaran a la mañana siguiente a la puerta de su domicilio, vestidos de gala para ser revistados. La orden no solo no se cumplió, sino que el incidente 1e costó al comisario el puesto. La Guardia Civil, con el poderoso respalde del ministro de la Guerra, que a la vez era el presidente, dejaba así primer testimonio de su recio carácter.

La dependencia de los jefes políticos que establecía este reglamente para el servicio, y que Ahumada combatiría hasta hacerla desaparecer contrastaba con el limitado recurso que alcaldes y jueces podían hacer a esta fuerza, siempre a través de dichos jefes políticos o de sus delegados. Por el contrario, el criterio del jefe de la fuerza sería el determinante a la hora de elegir el medio para restablecer el orden en caso de que se viera alterado, antes de llegar a las armas, que en último recurso podían usarse para hacer valer el imperio de la ley. El artículo 37 del reglamento concedía a la Guardia Civil la trascendental función de instruir sumarias y atestados sobre la comisión de delitos, de donde vendría en mayor medida la autoridad de sus miembros.

En cuanto al reglamento militar, impulsado y concebido por el inspector general, y por consiguiente muy en línea con su personal concepto del cuerpo, regulaba todo lo relativo a instrucción, organización, reclutamiento, ascensos, disciplinas y obligaciones militares del guardia civil. Remachaba la dependencia del ministerio de la Guerra, y se concedía a la Inspección General la facultad de «establecer y perfeccionar el servicio privilegiado e interesante» a que se dedica el cuerpo, para concluir en «una vigilancia rigurosa acerca de la observancia del reglamento, así como su servicio especial». Únicamente la Inspección General sería la competente para entenderse con los ministerios de la Guerra y Gobernación «en la parte que a cada uno competa». El régimen interior estaría en todo marcado por las ordenanzas generales del ejército, primero y, después, por «lo que para su servicio especial y privativo», le marcase el reglamento especial dictado al efecto.

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