Azote de bandoleros
Entre el último trimestre de 1844 y los primeros meses de 1845, la Guardia Civil fue constituyendo y desplegando sus tercios por el territorio nacional. Especialmente relevante, y primero en formarse, sería el 1 erTercio, con sede en Madrid, y a cuyo mando puso Ahumada al coronel Purgoldt competente militar de origen suizo de su absoluta confianza que ya lo había acompañado en su tarea de inspector general militar por tierras catalana y valencianas. También se organizaron con prontitud, atendiendo a la necesidad que planteaban los elementos criminales y/o sediciosos que pululaban por sus territorios, el de Cataluña, el de Andalucía Occidental, con sede en Sevilla, y el de Levante (números 2 o, 3 oy 4 o, respectivamente) a cuyo frente se situaron, asimismo, jefes experimentados y carismáticos. El coronel José Palmés, procedente de la Guardia Real, y comandante-gobernador del Fuerte de Atarazanas, se hizo cargo del tercio catalán, que se procuró dotar en lo posible de naturales del país, para facultar la coexistencia del cuerpo con sus gentes y con el cuerpo regional de los Mossos d'Esquadra, fundado a comienzos del reinado de los Borbones por un acérrimo partidario de estos, Pedro Antonio Veciana, bayle (juez) de Valls (paradójico origen, para una institución que andando el tiempo se convertiría en signo identitario frente al centralismo de origen borbónico). En Sevilla asumió el mando coronel José de Castro, a quien acreditaba su experiencia contra los caballistas de la campiña andaluza al frente de los Escopeteros Voluntarios de Andalucía. Vemos pues que, también en este punto, el duque distó de improvisar. Cada tercio fue ocupando sus sedes, en lugares estratégicos de las respectivas ciudades. El de Madrid se ubicó al principio en el Teatro Real, todavía en obras, y el de Barcelona en el Convento de Jerusalén. Por lo que toca a la Inspección General, con los años se trasladaría al Cuartel de San Martín (solar en la actualidad ocupado por las oficinas de Cajamadrid) desde su sede inicial del palacio de los inquisidores de la calle Torija.
Sucesivamente fueron dotándose el resto de tercios, hasta doce de los catorce inicialmente previstos (el de Baleares no se formaría hasta agosto de 1846, y el de Tenerife hubo de esperar hasta 1898, aunque como tal no quedaría constituido hasta 1936). A finales de 1844 eran apenas 3.000 los guardias sobre el terreno, de los 5.500 en que quedó fijada la primera dotación del cuerpo. En mayo de 1845, aún sin cubrir esa cifra, se dispuso el aumento de la plantilla a 7.140 hombres.
El trabajo de Ahumada y de su equipo para lograr este rápido despliegue, con tan justos recursos (teniendo en cuenta además que buena parte de los reclutados quedó en Madrid) debió de ser febril, ya que las tareas logísticas hubieron de simultanearse con el trabajo de labrar el carácter del cuerpo y de sus gentes. Tarea esta que el inspector general asumió muy personalmente, imbuido de un talante a la vez severo y paternalista, que lo llevaba a vigilar y corregir con celo las desviaciones en que pudieran incurrir sus hombres respecto del camino trazado, pero también a estar pendiente de hacerles sentir vivamente su apoyo, tanto a los propios guardias como a sus familias, cuando por motivo del servicio alguna de ellas quedaba desamparada. Esta meticulosidad la extendía, además, a la previsión de cómo debía actuar, para su mayor eficacia y lustre, la Guardia Civil en todos y cada uno de los muy diversos ámbitos a los que se extendía su servicio.
En efecto, si algo sorprende, y aun impresiona, es la multitud de frentes a que tuvo que atender la Guardia Civil apenas fue creada, y durante su primera década de existencia. Y sorprende e impresiona, en no menor medida, la solvencia con que afrontó todos y cada uno de estos retos. No solo se trataba de limpiar de bandoleros los caminos, con ser esto ya bastante tarea. En lo que a este desafío respecta, su acción fue verdaderamente espectacular. Le bastó esa década, de 1844 a 1854, para convertir los caminos de España en vías seguras, en vez de despensa de malhechores. Y desde el primer momento pudieron los bandidos comprobar que tenían un grave problema.
Pero como decimos, no fue esta, con ser quizá la más relevante, y la que en última instancia había motivado su constitución, la única misión que le tocó llevar a cabo a la recién nacida Guardia Civil. Para apreciar la magnitud del logro, quizá convenga repasar antes esas otras encomiendas que recibió, de un gobierno sacudido por todas partes y que vio pronto en los hombres de Ahumada al más competente de sus auxiliares para contener a sus múltiples enemigos.
Ya en octubre de 1844 tuvo que intervenir para liquidar una conspiración esparterista en Madrid, que pretendía el asesinato de Narváez y tras la que estaba, entre otros, Juan Prim y Prats, indultado al final por el presidente, por la amistad que los unía (y las súplicas de su madre). En noviembre fue el general Zurbano el que se sublevó en Nájera, con escasos efectivos, en una intentona suicida que redujo la Guardia Civil de Logroño persiguiendo a los rebeldes hasta el puerto de Piqueras. Tras caer prisionero, el general fue fusilado. En la primavera de 1846, los progresistas, mejor organizados, lanzaron una rebelión a gran escala en Galicia, dirigida por el coronel Solís y el brigadier Rubín, y a la que se sumaron casi todas las guarniciones de la región, excepto Coruña y Ferrol. El teniente general Manuel Gutiérrez de la Concha organizó la resistencia gubernamental, basada en pequeñas columnas móviles encabezadas por guardias civiles, que minaron la moral de los esparteristas y acabaron haciendo cundir el desánimo en sus filas. En menos de un mes, Rubín acabó pasando a Portugal y Solís, desalojado de su bastión de Santiago, capituló en Orense. Sometido a consejo de guerra junto a sus oficiales, murió fusilado el 29 de abril.
La dureza de la represión no impidió que hubiera otras asonadas progresistas. Como el motín de agosto en Madrid, disuelto expeditivamente por el 1 erTercio de la Guardia Civil, que practicó 300 detenciones, o la de noviembre en Valencia, capitaneada por un sargento, también capturado por los hombres del cuerpo. El partido moderado fue generoso con los guardias civiles. Les repartió numerosas cruces de María Isabel Luisa y ocho de San Fernando de primera clase.
Pero los moderados no solo tenían problemas a siniestra, sino también a diestra, y frente a ellos hubieron de emplearse igualmente los sufridos beneméritos. Si la sucesión en el trono de Isabel II dio lugar a la primera guerra carlista, la cuestión de su casamiento abriría nuevas crisis. Al principio la madre de la reina pretendió que desposara al conde de Trápani, su hermano (y tío de Isabel II). Pero Narváez le puso el veto, lo que condujo a la dimisión del presidente en febrero de 1846, aunque siguió controlando el ejército y regresó a la presidencia un mes más tarde, para volver a dejarla en abril. Por otra parte, los carlistas pretendían que la reina se casara con Carlos Luis, conde de Montemolín, e hijo de Carlos María Isidro, que había abdicado en él de sus derechos dinásticos. Pero Montemolín no aceptaba ser solo rey consorte, con lo que al final la reina se casó en octubre de 1846 con otro primo, Francisco de Asís, hombre de voz atiplada y buen carácter, pero escasa energía, a quien se acabaría conociendo con el hiriente apodo de Paquita. La segunda guerra carlista estaba servida.
Los elementos carlistas no habían dejado de infiltrarse en las regiones fronterizas, y por las tierras del País Vasco, Navarra, Cataluña y el Maestrazgo circulaban agitadores y partidas que pronto toparon con la Guardia
Civil. En Cataluña esta se empleó con prudencia (por su escasez de efectivos)
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