Lorenzo Silva - Sereno en el peligro

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Sereno en el peligro. La aventura histórica de la Guardia Civil ofrece un recorrido por el devenir español, desde 1844, en busca de una línea vertebradora que nos explique lo que de excepción tiene un cuerpo de seguridad pública que se conoce con el apelativo de benemérito: sus peculiaridades, sus claroscuros, sus miserias y, pese a todo, sus glorias. Lorenzo Silva, que ya conoce el éxito con sus novelas sobre los guardias civiles Bevilacqua y Chamorro, se aventura por el ensayo en busca del «carácter de esta peculiar institución y de los hombres, y más recientemente mujeres, que la integran». Contra los tópicos más arraigados, que sobre el Cuerpo existen, esta obra presenta una interpretación personal del papel histórico de la institución. Muchos españoles todavía la ven como una entidad reaccionaria, cuando en realidad es una creación de la España liberal y ha sido históricamente motor de progreso.

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contra los trabucaires, que en seguida se percataron de que hacían frente a un ene

migo mucho más organizado, motivado y capaz que el ejército. Esa experiencia

sirvió a los guardias para tomar conocimiento del terreno, lo que les sería extremadamente útil para enfrentar la revuelta de los matiners, término con el

que se conocería la segunda guerra carlista y que procede de la premura con que se alzaron y de la necesidad que tenían estas partidas guerrilleras de levantar los campamentos de madrugada para no ser sorprendidos.

La revuelta fue instigada por Montemolín desde Londres, donde estaba refugiado tras haberse fugado de su confinamiento en Francia. Las primeras acciones, a comienzos de 1847, encabezadas por los jefes guerrilleros Tristany y Ros de Eroles, tuvieron como objetivo preferente a los destacamentos de la Guardia Civil, que se defendieron con denuedo. Tomaron el relevo jefes como los autonombrados coroneles Boquica Gonfaus, contra los que lucharon los generales Pavía y Gutiérrez de la Concha. Este, como había hecho en Galicia frente a los rebeldes progresistas, recurrió a los disciplinados guardias, que entraron con frecuencia en refriega con los montemolinistas y fueron, de nuevo, profusamente condecorados. El gobierno trató de combinar la dureza con las ofertas de indulto, pero los recalcitrantes matiners no solo no cedían, sino que se permitían provocaciones como la entrada en abril en la ciudad de Barcelona, en lo que hoy es el barrio de Sants, donde sembraron el pánico. En julio, Ramón Cabrera, designado por los rebeldes como capitán general de Cataluña, Aragón y el Maestrazgo, cruzó la frontera de Francia. Traía con él unos mil montemolinistas, que pronto aumentaron hasta diez mil, con la recluta que iba haciendo a su paso por los pueblos. Formó cuatro pequeñas divisiones y diecisiete partidas que denominó batallones. Al frente puso a los jefes guerrilleros que habían brillado en las escaramuzas previas.

En el mando de las tropas gubernamentales se sucedieron los generales Pavía y Fernández de Córdoba, con resultados bastante poco alentadores, que culminaron en el descalabro de noviembre en Aviñó. Ello condujo al nombramiento, de nuevo, del general Gutiérrez de la Concha, que empezó a invertir el curso de la campaña, hasta que, en abril de 1849, Montemolín, que pretendía pasar a España para alentar la revuelta, fue detenido por unos aduaneros franceses. Su captura provocó el desánimo de sus partidarios. En el Maestrazgo, las partidas de Gamundi y Rocafurt sucumbieron ante el destacamento especial que la Guardia Civil envió a Caspe, donde el sargento del cuerpo José Buil se distinguió en la defensa del castillo, asaltado por los montemolinistas aprovechando que el grueso de las tropas se hallaban en misión de reconocimiento. En Cataluña, Cabrera logró eludir el acoso gubernamental, pero el 18 de mayo de 1849 se vio obligado a cruzar nuevamente en retirada la frontera. Los hombres del duque de Ahumada, el mismo que ya lo pusiera en fuga una década atrás, tuvieron no poca intervención en su derrota. Y no solo en el teatro de operaciones donde actuaba el llamado Tigre de Tortosa, sino en los demás lugares donde logró prender la rebelión montemolinista. En Burgos mantuvieron a raya al coronel Arnáiz, más conocido como Villasur que en Hontomín trató en vano de reducir a los pocos guardias que defendían la casa-cuartel a las órdenes del cabo Juan Manuel Rey. Incluso llegó a fusilar ante sus ojos al guardia Calixto García, puesto de rodillas para la ejecución. En León, el capitán Villanueva acabó con la partida de Muñoz Costales, después de que este se apoderase de dos cuarteles. En Toledo los beneméritos neutralizaron al comandante Montilla y al brigadier Bermúdez. Y en Navarra y País Vasco, los hombres del cuerpo desmantelaron la partida de Andrés Llorente en Estella y apresaron en Zaldivia al jefe de la rebelión en ese territorio, el general Alzáa, gentilhombre de Montemolín, que fue expeditivamente fusilado.

La efectividad de la Benemérita para librar al gobierno de todos sus adversarios políticos quedaba pues acreditada, hasta extremos que llegaron a preocupar al propio Ahumada. La significación de los guardias en la lucha contra progresistas y carlistas los hizo tan queridos a los ojos de los afines al gobierno como objeto de aversión por buena parte de la población, lo que iba en perjuicio no solo de su misión esencial, el mantenimiento del orden público, sino de su necesaria aceptación por parte de la ciudadanía. El duque así lo advirtió al Gobierno, que desoyó sus protestas, lo que movió al fundador a pedir el relevo de su cargo, aunque su petición no fue atendida.

Otro frente, más neutral desde el punto de vista político, pero no menos exigente para los hombres del cuerpo, fue la represión del contrabando. Esta tarea, encomendada fundamentalmente al cuerpo de Carabineros, en tanto que responsable principal del resguardo fiscal de las fronteras, también la asumió la Guardia Civil, con arreglo al criterio expuesto por el duque en el capítulo XI de la cartilla: al ser una infracción de la ley, los guardias estaban obligados a perseguir todo contrabando del que tuvieran noticia, sin perjuicio de la competencia del cuerpo fronterizo. Y no se trataba de un empeño de segundo orden. Los contrabandistas de la época estaban bien organizados y eran en extremo violentos. Desde Gibraltar pasaban tabaco y tejidos, por la frontera pirenaica atravesaban el ganado y las armas, y en el interior del país se traficaba con moneda falsa y pólvora. A veces se hacía a gran escala, con alarde cuasi-militar. El 4 de junio de 1846 un contingente de 600 hombres de a pie y 200 a caballo se presentó en el puerto de Guaiños (Almería) para proteger el paso de un gigantesco alijo. Sobra decir que los carabineros del lugar fueron impotentes para evitarlo. Desde su despliegue, los guardias se emplearon en reducir este fenómeno, no muy diferente en su mecánica armada de la lucha contra bandoleros y guerrilleros carlistas, cosechando éxitos como del cabo Molero, del puesto de Huércal-Overa (Almería), que marchando a pie hasta Pechina (es decir, unos cien kilómetros) logró, tras interceptar un contrabando de pólvora, localizar la fábrica que la producía, para luego, sin arredrarse por el esfuerzo, volver a pie al punto de origen. Otra dificultad que hubo que vencer fueron los frecuentes intentos de compra por parte de los contrabandistas, como los tres mil quinientos duros que le ofrecieron al cabo González, comandante del puesto de Alhabia (Almería), tras encontrar en una cueva cuarenta y cuatro fardos. El cabo rechazó el soborno, que representaba unos veinte años de su sueldo, como rechazarían los guardias que apresaron a cuatro contrabandistas en el caserío de Matasanos (Córdoba) los cuatro reales ofrecidos por estos. Según las crónicas, uno de los guardias respondió, despectivo: «No hay oro en todo el mundo para comprarnos».

Pero de todos los servicios que le tocó asumir a la Guardia Civil su década fundacional, quizá ninguno fuera tan ingrato como las condiciones de presos. Antes de que existiera el ferrocarril, los traslados de presos eran una verdadera odisea, que complicaba el sistema penitenciario español de la época: depósitos correccionales para las condenas hasta dos años, cárceles peninsulares para delitos castigados con hasta ocho años y presidios de África para penas superiores. Como consecuencia, los guardias tenían que emprender con los reclusos, prendidos en la famosa «cuerda de presos», viajes de cientos de kilómetros a pie, sometidos a las inclemencias del tiempo y expuestos a toda suerte de accidentes. Una experiencia infrahumana para unos y otros, como lo eran las prisiones a que los conducían. Bien podía suceder que antiguos cómplices de algún prisionero los atacare en despoblado, para liberar al compinche, como le sucedió en julio de 1848 al guardia Miguel Prades, de Valencia, que resultó gravemente herido en la refriega, pero mantuvo al reo bajo su custodia. Tampoco cabía excluir que la gente reaccionara con violencia hacia los así conducidos, lo que llevó al duque de Ahumada, siempre escrupuloso y previsor, a dictar sus instrucciones para el particular: «Todo preso que entre en poder de la Guardia Civil debe considerarse asegurado suficientemente y que será conducido sin falta alguna al destino que las leyes le hayan dado: así como ellos mismos deberán creerse justamente libres de insultos, de cualquiera persona, sea de la clase que fuese, y de las tropelías que a veces suelen cometerse con ellos. El guardia civil es el primer agente de la justicia, y antes de tolerar que estas tengan lugar, debe perecer, sin permitir jamás que persona alguna los insulte, antes ni después de sufrir el castigo de la ley por sus faltas» (art. 2 del Capítulo XII de la Cartilla). Viendo el espectáculo que en nuestros días se produce con los detenidos a la puerta de los juzgados, se comprende que, todavía hoy, Ahumada sería un adelantado a su tiempo, en punto a la protección y respeto debido a los privados de libertad.

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