Para mí, aquellas jóvenes bailarinas eran más altas que yo y que mis contemporáneas, con largas piernas y unos pies preciosos. En el pasado no nos preocupábamos demasiado por la altura ni por tener unos pies blandos y arqueados (los de la Pavlova eran tan largos que sobresalían absurdamente de sus zapatillas). Nos gustaban las bailarinas que se movían con rapidez, y las bailarinas pequeñas se mueven más rápido que las altas… La cara no tenía importancia para nosotros; una podía parecer un monstruo, era el cuerpo lo que importaba, y este estaba encorsetado, como los cuerpos de las mujeres del público. Ahora, los cuerpos de aquellas jóvenes bailarinas ondulaban como el agua. Y sus rostros… bueno, la Pavlova tenía la nariz ganchuda, y la extraña costumbre de quedarse entre bastidores y engullir bocadillos poco antes de que levantaran el telón, y le olían los dedos y el aliento a rosbif o a jamón, pero las caras de la Karsávina y la Spessivtseva eran realmente bellas, con los ojos oscuros, bonita nariz y labios delicados. Llevaban su pelo auténtico peinado en suaves moños, y no esas historiadas y rizadas pelucas que yo prefería. Cuando finalmente bailé para Diághilev en 1911, como parte de su temporada, los gustos de los críticos europeos habían cambiado tanto, alimentados por esa dieta de nuevas bailarinas, que me llamaron gorda, pasada, estereotipada, y lo peor de todo, «competente», y especularon en la prensa: «Si uno no supiera que llevaba las joyas del zar y era la mujer más rica en escena, ¿nos fijaríamos en ella por un solo momento?».
Pero en 1909 además me sentí insultada. Si Diághilev y Fokine no querían que bailase para ellos, entonces esa no era realmente la temporada de los bailarines del zar… porque, ¿qué mejor bailarina del zar que yo misma? Y en ese caso, ¿por qué iba a pagar la factura el zar? De modo que susurré esa idea a Sergio, que a su vez se la pasó al zar, quien retiró repentinamente su mano llena de rublos. Aunque el zar había retirado su persona de mi presencia, mantenía bien seguro mi lugar en el teatro. Una semana los bailarines estaban ensayando en el teatro Hermitage, y los sirvientes de palacio les servían té y chocolate con librea completa. A la semana siguiente tenían que encontrar un espacio para ensayar en un pequeño teatro alquilado en el canal Ekaterinski, con enormes bastidores de escenografías de otras producciones apoyados en las paredes para que tuvieran espacio para moverse. Sí, casi conseguí frustrar esa primera temporada de Les Ballets Russes, pero Diághilev consiguió reunir unos pocos rublos de todos modos, corriendo sudoroso con su chistera en la mano, suplicando, y recogió el dinero suficiente incluso para renovar el teatro Châtelet, en París, que había limpiado, repintado y forrado con nuevas alfombras color rubí, para presentar mejor sus joyas rusas, con su propia temporada no oficial y no sancionada por la corona.
Pero para la sorpresa de Diághilev, sus creaciones de Pavillion, Giselle o Las s í lfides -unos ballets que reflejaban la vida cortesana que los propios franceses habían perfeccionado- no fueron los que más cautivaron la imaginación de los parisinos. Se pusieron de pie y vitorearon las antiguas danzas tártaras polovtsianas del Pr í ncipe Ígor , sus guerreros armados con arcos dando vueltas ferozmente por el escenario, con los brazos levantados, con sus abigarrados trajes flotando, cruzándose entre sí, con la boca abierta y la cabeza echada hacia atrás. Diághilev estaba de pie, estupefacto, entre bambalinas, y a partir de entonces cambió de táctica. ¿Por qué mostrar a los franceses los ecos descoloridos de su propia corte? Mostrémosles, por el contrario, rudimentos de antiguos cuentos de hadas rusos sobre el zarevich Iván y Kashchei el Inmortal, y sobre pájaros de fuego. Mostrémosles la vida de los campesinos en las provincias. Sí, después de su primera y cautelosa temporada en París, Diághilev empezó a crear ballets para exhibir lo ruso: Petrushka, con sus marionetas que colgaban de los tenderetes campesinos en la feria de Shrovetide durante el día, pero por la noche, al quedarse a solas, luchaban y amaban; El p á jaro de fuego, un pastiche de diversos cuentos rusos sobre un monstruo, una princesa doncella, un zarevich y un pájaro dorado situado en un jardín suntuosamente exótico; La consagraci ó n de la primavera, la representación de un antiguo sacrificio ritual campesino. Finalmente, los creadores fueron incluso mucho más allá, hasta lugares tan distantes como el velado harén de Persia de Sherezade, el templo montañoso hindú de El diablo azul, donde los miembros y las manos de los bailarines imitaban las esculturas hindúes, hasta las grandes columnas y jeroglíficos de Cleopatra, con todos los bailarines con peluca y vueltos de perfil, como si estuvieran pintados en los muros de una pirámide egipcia. Diághilev, Benois y Fokine creaban un ballet tras ballet otro con cuentos folclóricos como libreto, música folclórica mezclada con la partitura, motivos campesinos de estrellas y animales pintadas en la lona de los escenarios, trajes teñidos de los vivos colores rojo, azul y amarillo de las ropas campesinas.
¿Ballets rusos? No, realmente no. Petersburgo y Moscú nunca habían visto ballets como esos… ni nadie. Y la prima ballerina assoluta de Rusia tampoco estaba por ninguna parte.
Y yo les pregunto, ¿quién representa Cleopatra o El p á jaro de fuego hoy en día? ¿Quién hace La consagraci ó n de la primavera? Son solo las rarezas del ballet, pulidas para alguna ocasión, con grandes esfuerzos de reconstrucción. No, son los ballets Románov los que sobreviven, los de Petipa: El lago de los cisnes, La bella durmiente, Raymonda, El corsario, Copelia, Cascanueces, La bayadera…
Esos sí que son los auténticos «ballets rusos». Esos ballets sobrevivieron al régimen, y me sobrevivirán a mí, y sobrevivirán a los soviets.
Y ya basta.
Ahora les contaré cuál fue mi vida con Sergio y mi hijo durante la gran tregua después de 1905, cuando el país recuperó el sentido y la aristocracia sus costumbres habituales. Si el zar, la emperatriz viuda y los grandes duques habían tenido diecinueve cortes, yo decidí que crearía la vigésima, mi propia corte, igualmente fabulosa, donde mezclaría a los hombres de la familia imperial con los artistas de los Teatros Imperiales. Con el dinero del zar y el de Sergio, y con mi estupendo nuevo palacio, con las águilas de dos cabezas resplandeciendo en sus verjas, podía celebrar entretenimientos que rivalizasen incluso con los de la duquesa Vladímir, la emperatriz viuda, la princesa Radziwell, la condesa Shuvalov, si no en ostentación -después de todo yo no tenía exactamente la misma tesorería que ellas-, al menos sí en diversión. Yo no tenía que competir con la emperatriz Alexandra, porque el Palacio de Invierno estaba oscuro desde el nacimiento del zarevich, aunque el país y la corte no sabían exactamente por qué. Era el palacio Vladímir el que albergaba ahora las recepciones más extraordinarias de Peter, mesas para miles de personas en sus sucesivas habitaciones. Cuando se la felicitaba después de un baile especialmente brillante, la duquesa Vladímir respondía, orgullosamente: «Todos debemos hacer bien nuestro trabajo. Puede decir esto mismo en la Gran Corte». Corte que la suya había eclipsado, por supuesto. Como todos los rusos, no reparaba en gastos cuando tocaba hacer de anfitriona… Un ruso hasta tiraría una pared de su propia casa para recibir mejor a un grupo de huéspedes, y se endeudaría de tal modo que en toda su vida podría librarse de la deuda, solo para alimentarlos. Pero yo no necesitaba endeudarme. Las invitaciones a mis fiestas eran muy buscadas, porque, como mi padre, yo convertía en teatro cada ocasión.
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