Adrienne Sharp - La verdadera historia de Mathilde K

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“París, 1971. Me llamo Mathilde Kschessinska y fui la bailarina rusa más importante de los escenarios reales. Pero el mundo en el que nací ha desaparecido y todos los actores que representaron papeles en él han desaparecido también: muertos, asesinados, exiliados, fantasmas andantes. Yo soy uno de esos fantasmas. Hoy en día, en la Unión Soviética está prohibido pronunciar mi nombre. Las autoridades lo han eliminado de sus historias del teatro. Tengo noventa y nueve años, una dama anciana con redecilla y cara de amargada, y sin embargo aún me siguen temiendo.”
Desde el París de los años setenta, Mathilde evoca su vida. Nace en 1872 cerca de San Petersburgo e ingresa en la academia de danza de su ciudad. A los 17 años celebra su fiesta de graduación con la presencia tradicional del Zar ruso y su familia: se trata del primer encuentro entre Mathilde y el heredero, Nicolás (que se convertirá en el último zar). Un año después, ambos inician una relación que culminará con el nacimiento de su hijo común. Para Mathilde su hijo podría ser el trampolín a la casa imperial ya que, hasta el momento el zar y su esposa sólo han engendrado niñas. Los acontecimientos históricos darán un vuelco radical a la vida de Nicolás II y de Mathilde. El declive del imperio, el estallido de la Revolución rusa, el asesinato de él, la huida de ella y el hijo común a Francia, la vida de los exiliados rusos es narrada con gran poder evocativo en esta novela.

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Ella era el «algún día». Yo era el aquí y ahora, y quizá más allá. Pero hasta 1893, cuando Alix rechazó la primera proposición de matrimonio de Niki, yo no triunfé realmente. En el diario de aquel año, Niki apuntó el relato de su fallida empresa e incluyó en su anotación algunas líneas de la carta de Alix en la cual proclamaba que era «un pecado cambiar las creencias en las que me han educado y que tanto amo». Para casarse con el heredero al trono ruso ella debía convertirse a la Iglesia ortodoxa rusa, y eso no quería hacerlo… aunque yo lo habría hecho en un abrir y cerrar de ojos. ¿Dónde hay que firmar? ¿Ante quién me inclino? ¿Qué estatua tengo que besar? Alix era luterana, y toda su religión era una reacción contra la Iglesia ortodoxa y sus espectáculos, sus ídolos, sus vestiduras historiadas y su insistencia en la necesidad de un sacerdote como intercesión para llegar a Dios. Alix podía hablar con Dios por sí sola, en su propia iglesia sencilla, danke sch ö n, en la cual se había confirmado solo dos años antes, y ese sacramento era tan importante para ella como el del matrimonio. ¿Cómo iba a renunciar a él ahora, de repente? Pero no podía ser luterana y al mismo tiempo la futura emperatriz de Rusia… El emperador era la cabeza visible de la Iglesia ortodoxa, y cualquier heredero al trono debía nacer de una madre ortodoxa. El calendario anual de la corte rusa se regía por las observancias ortodoxas. Era imposible que la emperatriz fuese luterana. De modo que los padres de Niki, a quienes de todos modos no les gustaba demasiado Alix, y que habían estado reservándose su permiso para la unión, se sintieron muy complacidos ante la negativa de esta a convertirse, aunque su placer no podía acercarse ni de lejos al mío, y empezaron a sugerir aquella alianza o esa otra, quizá la princesa Helena de Francia, o la princesa Margarita de Prusia. Pero todo aquello debía considerarse al final, y el final está a un largo día de distancia a caballo del ahora. Por el momento, al menos, el fantasma de Alix con su larga cabellera, que hacía guardia ante Nicolás en la ventana de mi dormitorio, retrocedió, se perdió en la distancia, y desesperado por su desaparición, Nicolás se acostó con la pequeña princesita polaca, en lugar de la alemana. Eso ocurrió el 25 de enero de 1892. Les puedo decir incluso la hora.

Por supuesto, no puedo describirles cómo era hacer el amor con el zarevich porque tales cosas son privadas. Pero su cuerpo desnudo impresionó incluso a los bolcheviques que lo sacaron del agua fría del pozo de la mina a doce millas desde Ekaterinburgo, el día después de su muerte. Antes de cortarlo a trozos y quemarlo, se maravillaron al ver lo bien formado que estaba, con las mejillas tan rojas por el agua helada que parecía vivo. Aquella noche de enero conmigo estaba «vivo», su cuerpo entero y caliente, bajo mis dedos y mi boca, y sus miembros todos unidos a los lugares correctos. Después escribió en su diario: «Volé hacia mi MK… todavía estoy bajo su hechizo, la pluma tiembla en mi mano». No era un Pushkin, no era un Lérmontov, de acuerdo, pero era el zarevich, y por lo tanto, no tenía por qué serlo.

Me temo que durante un tiempo en el teatro me volví insoportable. Recibí un broche de diamantes de Niki, y para señalar el deleite de nuestra consumación, un collar de enormes diamantes, cada uno tan grande como una nuez, que yo llevaba ostensiblemente en escena junto con el broche, ya interpretase a una joven campesina o a una princesa. No era inusual que las bailarinas hicieran tal cosa, llevar en escena las joyas que su protector les había regalado, pero nadie había recibido jamás un collar como aquel. Los Románov tenían unas bonitas joyas, extraídas de las minas de la rica tierra de los Urales, en Siberia, desde el siglo XVII, y los zares elegían primero las mejores de todas. Alix quizás hubiese devuelto su broche de diamantes a Niki, pero yo me quedé mi broche y mi collar, que todos llegaron a conocer como el collar del zar, y que yo valoraba muchísimo y durante años me negué a vender. Con aquel collar en torno a mi cuello yo era intocable en el teatro. Se me había subido un poco a la cabeza, y cuando no conseguía lo que quería, todos en el teatro llamaban a mis ataques de despecho «Su Imperial Indignación».

Nuestro idilio. Déjenme que les hable de nuestro idilio. Niki a menudo dejaba a sus padres en el palacio de Anichkov, por la noche, y venía a mi casa en la Perspectiva Inglesa, su segundo hogar. Todavía recuerdo mi emoción al volver del teatro y ver su abrigo ya en el vestíbulo, y la forma que tenía mi cuerpo de sonrojarse mientras yo me desplazaba desde la calidez perfumada de violeta de mi carruaje (porque la violeta era mi flor), durante un breve momento por el aire frígido de Petersburgo y luego de ahí a mi casa, a mi propia casa, donde me esperaba mi amante, cuando todas las demás chicas de mi edad vivían todavía con sus padres. ¡Qué triunfo! Y en mi casa, en la mesa con tablero de mármol del salón principal, se encontraba el gabán oscuro del heredero del trono ruso. Algunas noches cenábamos a última hora solos; otras noches cenábamos después del teatro junto con algunos amigos del ballet o las compañías de ópera o con sus primos, los Mijaílovich, o con sus compañeros oficiales. Yo servía zakuski (champiñones con salsa de crema, salchichitas pequeñas, huevos y cebolla), esturión y rabihik, perdiz, y brindábamos a nuestra salud con los ocho vasitos de vodka de cristal pintado y piedras semipreciosas incrustadas que el zarevich me había regalado para inaugurar la casa. ¡Ya no tenía que beber en vasos sencillos! Las comidas iban seguidas por juegos de charadas, mientras Niki sujetaba su cigarrillo entre los dientes y fingía dirigir una orquesta que se extendía por encima de nosotros, por todo el techo, mientras los demás teníamos que adivinar qué sinfonía era, y el yeso se iba apartando para acomodar a los músicos e instrumentos. Todavía puedo ver el perfil de su mandíbula, la forma que tenía de tirar el cigarrillo para abrazarme y besarme, mientras sus primos golpeaban la mesa, aprobadoramente. O bien jugábamos al bacará, el inicio, supongo, de mi desagradable afición por las cartas y el juego. Después, a lo largo de mi vida, me convertí en habitual de las mesas de juego de Montecarlo. Me llamaban Madame 17, porque siempre apostaba a ese número. ¿No adivinan por qué? Después de todo aquello, Nicolás y yo nos metíamos en la cama, que yo había hecho de lo más cómoda, no como su lecho de campaña en el palacio Anichkov. Sí, el emperador, para no mimar demasiado a sus hijos, les hacía dormir en catres de campaña y lavarse por la mañana con agua helada. Los primos de Niki lo hacían también, una extraña tradición imperial de privaciones para esos niños que al crecer tendrían tantas cosas, como si un lecho duro y un baño frío pudieran darles humildad y fortaleza de carácter. Mi cama tampoco era como la del Palacio de Invierno, enfundada en un edredón que llevaba bordado el monograma de Catalina la Grande, y con la cubierta tan tiesa y resbaladiza que se caía al suelo en cuanto uno cambiaba de postura. No, yo tenía una cubierta de marta cibelina, que poníamos debajo o encima, y Niki se quedaba conmigo algunas noches hasta la mañana. Yo dormía rodeándole con los brazos, o con los suyos rodeándome a mí, y a veces, justo antes de irse, nos examinábamos el uno al otro a la luz invernal, ante la cual desnudos éramos de distinto color del que habíamos sido la noche antes, a la lámpara de aceite, una versión más pálida de nosotros mismos no menos agradable. Él me llamaba Mala, Maletchka, Panni (abreviatura de Panuschka, un término cariñoso para referirse a una jovencita polaca), o bien «mi M.K.». Yo le llamaba «mi Niki», y ese interludio en los meses antes de convertirse en zar y asumir las responsabilidades que exigía el gobierno fueron los últimos días de su juventud. Él jugaba como un niño hasta un mes antes de la muerte de su padre, al otoño siguiente. Niki y su primo Jorge montaron una gran batalla arrojándose castañas en Gatchina, y pocos días después se enzarzaron en otra con piñas de pino. Castañas, piñas, teatro, cartas, unos cuantos deberes imperiales y yo: así pasó el año 1893 Nicolás II antes de convertirse en Nicolás II. Aquel año, el zarevich me visitaba casi cada semana, en algunas ocasiones dos veces, y entre visita y visita nos escribíamos cartas de amor el uno al otro. Las que me escribió él las perdí en la Revolución, pero las mías a él se conservan aún: están en el Archivo Estatal de la Federación Rusa, en Moscú. Él había conservado mis cartas igual que yo había conservado las suyas, y todas ellas, junto con todas sus propiedades, hasta la última de ellas, fueron confiscadas después de su arresto y muerte. Mis cartas ahora son un testimonio: el último zar vivió y amó en tiempos… ¡me amó a mí!

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