Richard Woodman - El vigía de la flota

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El vigía de la flota: краткое содержание, описание и аннотация

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Octubre de 1779. Nathaniel Drinkwater ingresa a sus catorce años en la Armada Real británica como guardiamarina. Su primer destino será la fragata Cyclops, de treinta y seis cañones. A partir de ese momento su vida dará un giro radical; aprenderá la dureza de la vida entrecubiertas, llegará su bautismo en combate frente a las costas del Cabo Santa María y llevará a cabo misiones en el Mediterráneo, en las islas del Canal y, finalmente, en las Carolinas justo en el momento en que los rebeldes americanos presionan más a las tropas leales a la Corona.

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La fragata española

Enero de 1780

Las fragatas variaban en tamaño y diseño pero, por lo general, tenían una sola batería de cañones, de proa a popa. Cuando un buque se aprestaba para entrar en acción, se apartaban los mamparos que separaban las cámaras del capitán y de los oficiales. Por encima de la cubierta de cañones se situaba el alcázar, desde donde se gobernaba el barco, que llegaba casi hasta el palo mayor. Aquí había también varios cañones y armas ligeras. A proa se elevaba una cubierta parecida, el castillo, que se extendía a popa siguiendo la base del palo trinquete. El castillo de proa y el alcázar estaban conectados por las bandas por pasarelas de madera que se extendían por encima de la cubierta de cañones, un espacio denominado «combés». No obstante, el espacio abierto que quedaba entre las pasarelas se apoyaba en baos y calzas de soporte destinadas a las embarcaciones menores, por lo que la ventilación que debía prestar a la cubierta de cañones era, en el mejor de los casos, deficiente.

Cuando la batería de babor abrió fuego, ese reducido espacio se convirtió en un atronador infierno sin sentido. Los fogonazos de los cañones hacían pasar la escena del resplandor a la negrura. A pesar de estar en pleno invierno, los marineros pronto estuvieron empapados en sudor al limpiar, cebar y disparar su brutal artillería. La percusión de los cañones y el retumbar de las cureñas en su retroceso era ensordecedor. Los hombres trabajaban amontonados en torno al cañón, y los tenientes y sus ayudantes afinaban la puntería cuando pasaron de las andanadas al fuego a discreción. Moviéndose por aquel espacio cubierto de arena, los pequeños pajes de la pólvora, que no eran más que flacos pilluelos mal alimentados, salían a duras penas del lóbrego sollado para llegar hasta donde se había retirado el condestable, con sus pantuflas de fieltro, para hacerse cargo de los misterios alquímicos de la preparación de cada cartucho.

En cada escala estaba estacionado un centinela de los infantes de marina, con las bayonetas dispuestas en sus mosquetes cebados. Tenían orden de disparar contra cualquiera que no fuese un mensajero reconocido o un camillero en su camino al sollado. Resultaba muy eficaz para disuadir los accesos de pánico y cobardía. La única manera de que un hombre descendiese al interior de la fragata era que lo llevasen ante el señor cirujano, Appleby, o sus ayudantes, quienes, al igual que el condestable, mantenían su particular tribuna esotérica en el sollado de la fragata. En ella, los torsos de los guardiamarinas se convertían en las salas de cirugía del barco que, cubiertas con lona, le ofrecían a Appleby la total libertad de hacer una carnicería con los súbditos de Su Majestad. A unos pocos pies del pantoque, foco de infección infestado de ratas, los hombres de la escuadra de lord Sandwich llegaban en busca de socorro y allí también solían emitir su postrer suspiro.

La Cyclops disparó siete andanadas antes de que los dos barcos acercasen sus costados. Los españoles también disparaban, pero cada vez a intervalos más irregulares, pues la aterradora precisión de los cañones británicos destrozaba la estructura del navío.

A pesar de todo, consiguieron destrozar el palo mesana de la Cyclops por encima de las encapilladuras más elevadas. Continuó destensándose el aparejo y, de pronto, la gavia mayor, que presentaba más de una docena de agujeros, se desvaneció azotada a merced del viento, un amasijo de lona rasgada pues el temporal no hacía sino rematar la tarea iniciada por las balas de cañón.

De repente, las dos fragatas estaban de través con el negro mar bramando entre sus costados. Apareció la luna tras la sombra de una nube, resaltando pequeños detalles del enemigo que habrían de grabarse en la memoria de Drinkwater. Vio hombres en las cofas, los oficiales en el alcázar y la actividad de las brigadas de artilleros en la cubierta superior. Una bola de mosquete impactó en el mástil, por encima de su cabeza, y luego otra, y otra más.

– ¡Fuego! -gritó exageradamente a los hombres de la cofa. Tras él se soltó la cofa del mayor y, entonces, Tregembo disparó el cañón. Drinkwater vio que la dispersión del bote de metralla desgarraba las cubiertas de los españoles. Contempló, fascinado, como caía un hombre, dando sacudidas, hasta la cubierta, apenas una marioneta a la extraña luz, y como se extendía alrededor una oscura mancha. Alguien tropezó con Drinkwater y se apoyó contra el mástil. Donde antes estuviera su ojo derecho no había ahora más que un agujero negro. Drinkwater asió su mosquete y apuntó en esa dirección, hacia una figura en sombras que recargaba su arma en la cofa del mayor del enemigo. Nathaniel apretó el gatillo con tanta frialdad como si estuviese en la feria de su pueblo. Chispeó la piedra de sílex y el mosquete le golpeó el hombro. El hombre se desplomó.

Tregembo tenía a punto su cañón y la luna desapareció tras una nube al dispararlo.

Una violenta oleada de explosiones sobrecogedoras dominó a los dos navíos e hizo que, durante un instante, los combatientes permaneciesen inmóviles. Hacia el sur, seiscientos hombres habían dejado de existir. El Santo Domingo, de sesenta cañones, había volado por los aires al llegar el fuego a su pañol de la pólvora, que provocó su desintegración.

La explosión les recordó que había otros barcos luchando en esa dirección. Drinkwater aprestó de nuevo su mosquete. Ya no zumbaban a su alrededor las balas enemigas. Apuntó hacia arriba. El palo mayor de la fragata española se tambaleaba hacia delante, hasta que se soltaron los estayes y los enormes mástiles cayeron arrastrando al palo mesana tras ellos. La Cyclops sacaba ventaja.

Hope y Blackmore miraron a popa preocupados, hacia donde se bamboleaba el navío español inutilizado. Los restos colgaban por la borda y se escoraba a estribor. Si el capitán español actuaba con presteza, podría cañonear de enfilada a la Cyclops , su andanada penetraría por la amplia popa y recorrería toda la extensión de las cubiertas saturadas.

La pesadilla de todo comandante era ser enfilado, sobre todo de popa, ya que la fragilidad de las ventanas posteriores ofrecían poca resistencia a los disparos del enemigo. Los despojos que colgaban del costado estaban arrastrando a los españoles en círculo. Uno de sus cañones de babor abrió fuego y arrancó de cuajo astillas de la aleta de la Cyclops. Sin duda, no iban a dejar escapar aquella oportunidad.

Se cerró el timón de la Cyclops en un intento por ponerla en paralelo, pero la cangreja estalló al disparar los españoles, luego se desplomó el palo mesana y la Cyclops perdió el equilibrio necesario para virar su popa.

La andanada fue más irregular, comparada con la británica, pero sus efectos no fueron mucho menos letales. A pesar de que los separaba un cuarto de milla, el enemigo estragado había respondido con un acierto destructor. Mientras el capitán Hope inspeccionaba los daños con Devaux, se escuchó una voz que decía:

– ¡Cubierta! ¡Oleaje en la amura de sotavento!

Aunque la fragata británica había comenzado a virar, la pérdida de sus velas posteriores le impedía maniobrar con rapidez. En el alcázar se veían caras consternadas. Los oficiales observaron la jarcia. El palo mesana seguía en su sitio, resquebrajado a unos seis pies de su tope. Los despojos colgaban del costado de babor, arrastrando a la fragata hacia ese lado, mientras que el temporal seguía inflando las velas de proa y empujando al navío inexorablemente en la dirección del viento, hacia donde les aguardaban los bajíos de San Lucar. Las hachas ya cumplían su cometido de liberar los restos.

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