Richard Woodman - El vigía de la flota

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Octubre de 1779. Nathaniel Drinkwater ingresa a sus catorce años en la Armada Real británica como guardiamarina. Su primer destino será la fragata Cyclops, de treinta y seis cañones. A partir de ese momento su vida dará un giro radical; aprenderá la dureza de la vida entrecubiertas, llegará su bautismo en combate frente a las costas del Cabo Santa María y llevará a cabo misiones en el Mediterráneo, en las islas del Canal y, finalmente, en las Carolinas justo en el momento en que los rebeldes americanos presionan más a las tropas leales a la Corona.

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Divisó al capitán Hope y al teniente Devaux, acompañados por el viejo oficial de derrota, el suboficial de señales y los timoneles. También había un grupo de guardiamarinas y de ayudantes del segundo oficial, a la espera de transmitir mensajes y señales. Además de azul, la popa era también escarlata. Wheeler, resplandeciente en su fulgurante abrigo, fajín carmesí y brillante gorjal, como corresponde a un oficial militar, había desenvainado su sable. Se lo había colocado despreocupadamente bajo el brazo, pero el brillo de su hoja era el recuerdo terrible de la muerte. Era muy distinto de la espada de madera de fresno con la que Drinkwater había dado sus estocadas de niño. No había considerado ni la muerte ni la posibilidad de morir. Al principio, le había aterrorizado caerse desde la jarcia, pero lo había superado. Qué pasaría si los cañonazos alcanzaban un mástil, quizás el trinquete. Volvió a mirar hacia abajo, donde se desplegaba la red sobre la cubierta para evitar que cayesen astillas o partes de la jarcia sobre la sufrida brigada de cañoneros. Los cañoneros holgazaneaban aún cerca de la artillería. Nathaniel divisó apenas allá abajo, en la cubierta principal, bajo el enjaretado, al segundo y al tercer teniente deliberando en el centro de la fragata. Su porte era estudiadamente despreocupado mientras aguardaban para comandar las baterías.

Aparte del crujido del velamen, el sonido del viento y el rumor de las olas de babor, la Cyclops estaba en silencio. Más de doscientos cincuenta hombres aguardaban expectantes, al igual que todas las dotaciones de la flota.

A la una del mediodía, el Bedford disparó un cañonazo, hizo señales al Sandwich y soltó las escotas de las gavias. Los buques demasiado alejados para ver la señal consideraron que sus gavias al viento indicaban la presencia de la flota enemiga.

– Se está levantando viento -dijo Tregembo, sin dirigirse a nadie en concreto, pero rompiendo el silencio en la cofa del trinquete.

La batalla del cabo de Santa María

Enero de 1780

La batalla que se sucedió fue una de las más grandiosas que jamás entabló la Marina Real. Las aguas que vieron enfrentarse a los flotas enemigas pasarían a la historia veinticinco años más tarde, cuando Nelson venció y encontró su muerte en la batalla de Trafalgar. Pero la acción de guerra que tuvo lugar en la madrugada del dieciséis al diecisiete de enero de 1780 no sería recordada por los ingleses por su ubicación geográfica, sino como la batalla a la luz de la luna.

En una época en que los almirantes tenían que someterse, bajo pena de muerte, al concepto táctico de una línea indivisible opuesta a la del enemigo, la disposición estratégica de la flota ideada por Rodney supuso una innovación de suma importancia, y la manera en que aplicó su plan, en medio de la feroz batalla del cabo de Santa María, fue un acto de valentía no superado por ninguna escuadra tan numerosa.

Tregembo había tenido razón. Una hora después de que el Bedford avistase los once navíos de guerra españoles y las dos fragatas, el cielo se había cubierto de nubes. El viento cambió de dirección, a poniente, y comenzó a refrescar.

A la señal del Bedford , Rodney emitió la orden de iniciar la «caza general». Los capitanes intentaban sobrepasar a los demás y los navíos, con sus nuevas carenas de cobre, iban escalando posiciones. Los de doble cubierta, Defence, Resolution y Edgar, tomaron la delantera. Los inquietos oficiales comprobaban la velocidad y los capitanes, nerviosos como escolares, se aferraban a las velas. El viento sopló aún más fuerte. Los catalejos enfocaban también ansiosos a los españoles quienes, en minoría, viraron a sotavento para refugiarse en Cádiz.

Al ver el cambio de rumbo, Rodney ordenó arribar a sotavento, transmitiendo a sus capitanes la estrategia de superar al enemigo e interponerse entre los españoles y la costa para cortarles el paso.

Había empezado la carrera.

A medida que los navíos británicos arremetían viento en popa, se elevaban nubes de humo en los castillos de proa, pues los artilleros intentaban alcanzar a los españoles. Al principio, las cortinas de agua, que apenas se podían distinguir de las olas, se elevaban muy alejadas de la popa. Pero, poco a poco, cuando los minutos sumaron una hora, se fueron acercando.

En la Cyclops, Devaux se erguía en el castillo de proa, catalejo en mano, y no le quitaba ojo al enemigo, mientras los cañones de nueve libras de la fragata rugían al enemigo al arfar. Por encima, casi en línea recta, Drinkwater observaba atentamente. Sus inexperimentados ojos no alcanzaban a distinguir el alcance de los cañonazos, pero la furiosa escena lo tenía absorto. La Cyclops se estremecía por la intensidad de la persecución y O'Malley, el alocado cocinero irlandés, dio rienda suelta al sentimiento generalizado al sentarse sobre el cabrestante y empezar a tocar su violín. El insensato silbido de la música se mezclaba con el siseo y el chapoteo de la mar, y con el gualdrapazo del viento al chocar contra las jarcias de cáñamo.

El capitán Hope había superado la proa del Bedford y se dirigía hacia el navío español que estaba más al norte, una fragata de tamaño similar a la Cyclops. Al sur de su presa, las imponentes popas de los buques de guerra españoles se disponían en una línea irregular, y la segunda fragata del convoy quedaba oculta hacia el este.

Una inesperada cortina blanca se alzó cerca del agitado bauprés de la Cyclops. Drinkwater levantó los ojos. Bajo las galerías de un doble cubierta español, persistía una nube de humo blanco.

Tregembo juró y exclamó:

– ¡No está mal para ser españoles!

Sólo entonces Drinkwater se percató de que le estaban disparando.

Cuando la Cyclops dejaba atrás la popa de la doble cubierta para ir en pos de la fragata, los buques de guerra habían intentado un cañonazo de aproximación. De repente, se oyó el zumbido de una ráfaga de aire y el sonido del descorche de dos botellas. Al mirar hacia arriba, Drinkwater vio un agujero en el velacho y otro en la vela mayor. Demasiado cerca. Al cabecear las popas, los españoles hacían fuego contra los persecutores británicos, cuyas siluetas recortaba el sol poniente.

Drinkwater se estremeció. La breve tibieza invernal fue sustituida por una brisa fresca, ahora convertida en temporal. Una vez más, miró a la flota española. Estaban más cerca. Entonces vio dos columnas de humo blanco surgir de la aleta española. Los cañones habían enmudecido. Miró con ojos interrogantes a Tregembo.

– ¿Qué ha…? -Entonces, el marinero le señaló algo.

A estribor, escondido a los ojos del guardiamarina por el mástil, el Resolution , un setenta y cuatro cañones recién carenado, estaba superando a la fragata. El estado del tiempo favorecía ahora a los buques más pesados. El R esolution se adelantaba a los españoles y tras él, el Edgar y el Defence , acosaban al enemigo. Antes de que el sol se escondiese tras un banco de nubes, los últimos rayos cayeron sobre el Resolution.

La claridad, casi horizontal, acentuó hasta el más mínimo detalle de la escena. Encabritándose al oeste, el mar, de un intenso añil, no cejaba en su arrebato, arrancando reflejos dorados cuando chocaba contra el sol, haciendo que el buque de guerra pareciese casi en calma. El casco del Resolution era oscuro y amenazantes sus baterías de babor cuando superó a la Cyclops a apenas dos cables de distancia. Sus velas se desplegaron, impulsando al gran navío hacia adelante y transmitiendo su fuerza a los mástiles y jarcia, hasta que el gigantesco casco de roble y el peso de su artillería y de los setecientos cincuenta hombres a bordo surcó el mar a diez nudos.

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