Henri Troyat - La novia eterna de Napoleón

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Cuando decide repudiar a la emperatriz Josefina porque no puede darle un heredero, Napoleón dirige su atención a la familia real rusa. Primero solicita al zar Alejandro I la mano de su hermana Catalina. A pesar de que la seduce gobernar Francia, Catalina elige un noble ruso como esposo. Napoleón no ceja en su intento y pide en matrimonio a la hija que le sigue, la pequeña duquesa Annette, que tiene catorce años. Su madre, la emperatriz viuda María Fedórovna, abriga varias dudas: el “Ogro Corso” es un advenedizo mucho mayor que su noble hija quien, además, aún es pequeña para ser madre. Mientras la familia sopesa los pro y los contra de la alianza, Napoleón se irrita por la demora y, resentido, se dirige a la corte de Austria para solicitar en matrimonio a la archiduquesa María Luisa, hija del emperador Francisco. Esta decisión representa un alivio para los Romanov, pero condena a la duquesa Ana, la fallida prometida, a una vida de ensoñación y espera.
Ana, en quien nadie se había fijado antes, concibe entonces una pasión tan extraña como secreta por ese pretendiente célebre al que no ha visto nunca y a quien, contra sus propios sentimientos patrióticos, esperará hasta que la muerte del Ogro Corso los separe.
Henri Troyat relata con una lengua diáfana y gran ternura los avatares de esa ilusión a través de las memorias de la eterna prometida de Napoleón. Un diario apócrifo donde se combinan excepcionalmente escenas íntimas con vastos panoramas de guerra o de ceremonias reales, y del que bien puede decirse que es casi perfecto.

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Redacto estas líneas en la noche del 18 de enero de 1830, [*]después de festejar mi cumpleaños número treinta y cinco, con júbilo y pompa, en familia. He recibido una gran cantidad de felicitaciones y obsequios. La verdad es que todos me han mimado mucho siempre: mis cajones están llenos de anillos, pendientes, diademas… Sin embargo, mi bien más preciado sigue siendo este modesto cuaderno, con tapas de cuero rojo, que me regalaron cuando cumplí quince años, y en el que decidí dejar de escribir a partir de hoy. En él he relatado, como pude, las transformaciones de los primeros tiempos de mi vida. Al remover esos recuerdos, pude exorcizarme. Lo que sigue no me interesa. Cuando un camino está trazado en forma completa, no sirve de nada comentar las diferentes etapas.

Buscaré un lugar seguro para esconder estas páginas. Y supongo que las releeré, con una sonrisa, cuando sea anciana. Si no las quemo antes. Para estar completamente tranquila, debo convencerme de que nací en algún lugar de Holanda o Bélgica, y que Napoleón jamás pensó en tomarme como esposa.

Epílogo

El 25 de agosto de 1830 estalló una revuelta en Bruselas. Las tropas holandesas, sitiadas en el Parque, capitularon. Se proclamó la independencia de Bélgica. El joven Estado, bajo la protección de Francia e Inglaterra, eligió como soberano a Leopoldo de Sajonia-Coburgo-Gotha. Guillermo I aceptó reconocer las fronteras del nuevo reino por medio del tratado de Londres. En 1840, hastiado, desacreditado, abdicó en favor de su hijo, Guillermo II. Ana se convirtió en reina de los Países Bajos, y se dedicó a revitalizar la corte y ganarse la simpatía de sus súbditos. Su marido tuvo la habilidad de evitar que su país sufriera las consecuencias de la revolución de 1848 en Francia. Al otorgar una constitución parlamentaria, aplacó a tiempo los ánimos más caldeados. Pero no tuvo la oportunidad de proseguir con esa empresa liberal. Al año siguiente, consumido por la enfermedad y las preocupaciones, expiró en su residencia de Tilburg.

Su muerte, que sobrevino después de la de su hijo Alejandro, conmocionó tanto a Ana que decidió retirarse de la vida pública. A partir de ese momento, Guillermo III ocupó, con firmeza, el trono de su padre. En cuanto a Ana, se consagró a la religión y a las obras de caridad. Tal vez se haya conmovido al recibir la noticia de que los restos de Napoleón habían llegado a Francia y serían solemnemente trasladados a la iglesia de Los Inválidos. Pero no dejó traslucir sus sentimientos. El tiempo llevó a cabo en ella su inexorable trabajo de olvido. Enclaustrada en su castillo de Soestdijk, mataba las horas pintando y haciendo tapices. En su entorno, la llamaban “Su Majestad Imperial y Real”, en referencia a su lejano y elevado origen. A veces paseaba por el parque del castillo, acompañada por los seis galgos rusos que le habían enviado desde su patria, a los que les hablaba en su idioma materno. Falleció el 1º de marzo de 1865, a los setenta años. El servicio fúnebre fue celebrado por su capellán privado, según el rito de la religión ortodoxa, a la que permaneció fiel hasta el final. Fue enterrada junto a su marido, en Delft. Seguramente hubiera preferido descansar bajo la cúpula de Los Inválidos, en la gloriosa cercanía del “Ogro Corso”. Pero hay deseos que una mujer honesta nunca se atrevería a confesarse a sí misma, ni siquiera en su lecho de muerte.

Henri Troyat

Redacto estas líneas en la noche del 18 de enero de 1830 después - фото 2
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Redacto estas líneas en la noche del 18 de enero de 1830 después de - фото 3

[*] Redacto estas líneas en la noche del 18 de enero de 1830, [*] después de festejar mi cumpleaños número treinta y cinco, con júbilo y pompa, en familia. He recibido una gran cantidad de felicitaciones y obsequios. La verdad es que todos me han mimado mucho siempre: mis cajones están llenos de anillos, pendientes, diademas… Sin embargo, mi bien más preciado sigue siendo este modesto cuaderno, con tapas de cuero rojo, que me regalaron cuando cumplí quince años, y en el que decidí dejar de escribir a partir de hoy. En él he relatado, como pude, las transformaciones de los primeros tiempos de mi vida. Al remover esos recuerdos, pude exorcizarme. Lo que sigue no me interesa. Cuando un camino está trazado en forma completa, no sirve de nada comentar las diferentes etapas. Buscaré un lugar seguro para esconder estas páginas. Y supongo que las releeré, con una sonrisa, cuando sea anciana. Si no las quemo antes. Para estar completamente tranquila, debo convencerme de que nací en algún lugar de Holanda o Bélgica, y que Napoleón jamás pensó en tomarme como esposa. Ana Pávlovna nació el 7 de enero de 1795, según el calendario juliano que se utilizaba en Rusia. En el siglo XVIII, ese calendario estaba once días atrasado con respecto al calendario gregoriano que regía en otras partes, de modo que el 7 de enero en Rusia correspondía al 18 de enero en los Países Bajos.

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