Henri Troyat - La novia eterna de Napoleón

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Cuando decide repudiar a la emperatriz Josefina porque no puede darle un heredero, Napoleón dirige su atención a la familia real rusa. Primero solicita al zar Alejandro I la mano de su hermana Catalina. A pesar de que la seduce gobernar Francia, Catalina elige un noble ruso como esposo. Napoleón no ceja en su intento y pide en matrimonio a la hija que le sigue, la pequeña duquesa Annette, que tiene catorce años. Su madre, la emperatriz viuda María Fedórovna, abriga varias dudas: el “Ogro Corso” es un advenedizo mucho mayor que su noble hija quien, además, aún es pequeña para ser madre. Mientras la familia sopesa los pro y los contra de la alianza, Napoleón se irrita por la demora y, resentido, se dirige a la corte de Austria para solicitar en matrimonio a la archiduquesa María Luisa, hija del emperador Francisco. Esta decisión representa un alivio para los Romanov, pero condena a la duquesa Ana, la fallida prometida, a una vida de ensoñación y espera.
Ana, en quien nadie se había fijado antes, concibe entonces una pasión tan extraña como secreta por ese pretendiente célebre al que no ha visto nunca y a quien, contra sus propios sentimientos patrióticos, esperará hasta que la muerte del Ogro Corso los separe.
Henri Troyat relata con una lengua diáfana y gran ternura los avatares de esa ilusión a través de las memorias de la eterna prometida de Napoleón. Un diario apócrifo donde se combinan excepcionalmente escenas íntimas con vastos panoramas de guerra o de ceremonias reales, y del que bien puede decirse que es casi perfecto.

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Más de dos mil quinientas personas estaban invitadas a la inmensa sala del Wauxhall, en el Parque de Bruselas. Habían quitado los sillones, y todo el piso les pertenecía a los bailarines. Un enorme buffet ofrecía a los asistentes carnes, vinos, pasteles y dulces. Los invitados iban allí a beber algo y a descansar entre dos piezas. Sólo los criados no estaban disfrazados. Algunas mujeres llevaban una máscara de terciopelo negro y puntillas para aumentar el misterio. Los espectadores de mayor rango estaban sentados en los palcos. Una ruidosa orquesta acompañaba los movimientos de las danzas. Aunque estaba acostumbrada al esplendor de los bailes de San Petersburgo, éste me deslumbró por la variedad de los trajes y el entusiasmo de los participantes. Todos los siglos, todas las naciones desfilaban frente a mí al son de la música. Un sultán turco le daba la mano a una marquesa Luis XV, un bandido español a una reina de Egipto. La familia real contemplaba, desde lo alto de su palco, esa abigarrada y saltarina concurrencia.

Ya entrada la noche, a pedido de mi marido, la orquesta arremetió con una mazurca, una danza nueva, polaca o rusa, que sorprendió a todo el mundo. La bailé con el príncipe Guillermo, y los invitados formaron un círculo a nuestro alrededor para admirarnos. Al finalizar la pieza, todos aplaudieron. Volví al palco real con el corazón palpitante y alas en los pies. Mientras me ayudaba a sentarme en mi sillón, Guillermo me dijo:

– ¡Mis valientes compatriotas tendrán para comentar durante semanas la lección de gracia que les has dado!

Yo esperaba las felicitaciones del rey y la reina, pero ellos estaban conversando en voz baja con el secretario particular de Su Majestad, y ni siquiera habían reparado en nuestro regreso. El rostro de mi suegro mostraba una gravedad oficial. Mi suegra, con la cabeza baja, se limitaba a suspirar de vez en cuando con su voluminoso pecho. Al retirarse el secretario, Guillermo preguntó:

– ¿Qué ocurre, señor?

La música había vuelto a sonar, estrepitosa y animada. El rey alzó la cabeza, esbozó una sonrisa forzada y dijo:

– Acabo de enterarme que el 5 de mayo pasado murió Napoleón, en Santa Elena.

Sentí que la sangre me subía a la cabeza. Me dejé caer sobre el respaldo de mi sillón. La sala de mil colores ondulaba allí abajo. Ante mis ojos, la fiesta se había transformado en un entierro. Todas esas personas con atavíos barrocos danzaban sobre un cadáver. No podía soportarlo. Mi marido me hablaba al oído; yo no lo oía, y contestaba cualquier cosa. Me propuso regresar a la sala. Pretexté un repentino cansancio para rehusarme. No tenía ánimo ni fuerzas para dar vueltas al son alegre de un vals. Guillermo me miró con detenimiento, con intensidad, y dijo:

– Entiendo, Annette.

Pero ¿qué entendía exactamente? ¿Que yo estaba evaluando la importancia histórica de esa desaparición? ¿Que lloraba mis ilusiones de juventud? ¿Que me repugnaba tener que fingir alegría en un día de duelo? En contados segundos, un fantasma se había convertido en su rival. Al final, el rey y la reina se retiraron. Guillermo y yo pudimos partir después de ellos.

De regreso en el palacio, mi marido no hizo ninguna alusión al hecho. Había adivinado, sin duda, que, en el estado de ánimo en que me encontraba, cualquier palabra me hubiera herido. Esa noche, me dejó sola en mi cuarto. Le agradecí su discreción.

¿Puede una mujer sentirse viuda de un hombre que jamás ha sido su marido, y consolarse por lo poco que ha tenido de él recordando todo lo que estuvo a punto tener? Al amanecer, después de horas de pesadillas, conjeturas, lágrimas y cólera, me sentí liberada del misterioso mal que me consumía desde hacía años. Bajo la cruda luz del día, mis alucinaciones se desvanecieron. Me dije que era esposa, madre y princesa, y que ese triple papel debía bastarme para colmar mis aspiraciones. Admití que hasta ese momento me había comportado como una aficionada, y que ahora tenía, por decirlo de alguna manera, una “profesión”. La profesión de futura soberana, cuyas sutilezas iba aprendiendo al lado de mi marido. La nación sobre la que un día reinaría tenía derechos sobre mí. En adelante, me correspondía mostrarme digna de su confianza y su afecto. Mientras desgranaba esos sabios pensamientos, tuve la impresión de fortalecer mi columna vertebral. Me erguí. Empezaba a comprometerme a fondo.

Cuando me reuní con Guillermo en el desayuno, que solíamos tomar juntos, había vuelto a ser su esposa. Me dijo:

– Llegó un correo de París. Confirma la noticia. Napoleón fue enterrado en Santa Elena.

– Merecía más que eso -murmuré, entre dos sorbos de té.

– Sí -reconoció-. ¡Qué final miserable después de tantas fanfarrias!

– En los reinados opacos hay menos sorpresas cuando declinan los gobernantes.

– ¿Te refieres a nuestra familia? -me preguntó sonriendo.

– No -contesté-. Pero creo que los grandes éxitos siempre engendran grandes catástrofes. Dios ama el justo medio. Las cabezas que sobresalen corren el riesgo de ser las primeras en caer.

– Te creía más individualista.

– Lo era.

Me besó la mano:

– ¡No cambies nunca!

Esa frase galante me persiguió durante todo el día. Esa misma noche pude convencerme de que Guillermo era sincero.

* * *

El tiempo no me trajo más que dichas y desdichas comunes. El año que siguió a la desaparición de Napoleón, tuve otro hijo, Casimiro, que murió a los pocos meses. Yo quería una niña, y mis deseos se cumplieron, ya que pronto di a luz a una pequeña y sólida Sofía. Después de restablecerme, hice un viaje a Rusia para volver a ver mi país natal y visitar a mi familia. Más adelante, en 1825, murió el emperador Alejandro I y se produjo la terrible rebelión de los decembristas, que fue aplastada por el nuevo zar, mi joven hermano Nicolás I. Esas repetidas convulsiones no me permitían augurar nada bueno para mi antigua patria. Aunque me escribía con mi familia rusa con regularidad, era consciente de que nuestras preocupaciones diferían en los temas fundamentales. Al enterarme, en noviembre de 1828, del fallecimiento de mi madre, la emperatriz María Fedórovna, tuve la sensación de que mis lazos con Rusia se cortaban para siempre. Partía a la deriva. Sentía que no era de allá ni de acá.

Mi mano se crispa sobre la pluma de ganso. El papel blanco me encandila. No debo llorar. Ya no tengo derecho a hacerlo.

Bélgica se encuentra en plena agitación: reclama su independencia. En todos los países de Europa impera un frenesí revolucionario. Si Napoleón aún estuviera en este mundo, no toleraría esta clase de desórdenes. Los hombres de un modelo corriente se inclinan ante lo que consideran la fatalidad. Él, en cambio, siempre supo dominar los acontecimientos y las multitudes.

¿Por qué tengo que pensar otra vez en Napoleón, cuando creía haberme curado de él hace mucho tiempo? ¿Qué sortilegio introduce a este fantasma en mi actual destino, tan diferente de aquel que, en el pasado, a veces temía, y otras anhelaba? No quiero hacer el ridículo papel de la esposa del príncipe Guillermo de Orange que juzga a la prometida de Napoleón. Me niego a ser una matrioshka rusa, esa serie de muñecas de madera de colores que se encajan unas dentro de otras, y cada una de ellas guarda en su interior su réplica más pequeña. ¿He tenido varias vidas contradictorias? ¿Soy una mujer dual? Pero ¿no lo son acaso, en cierto modo, todas las mujeres, según las fluctuaciones de su corazón y las variaciones de la edad?

Ignoro lo que me depara el futuro, pero sé que, pase lo que pase, seguiré siendo fiel a mi misión de princesa y esposa. Mi mayor anhelo es reinar algún día, junto a Guillermo, sobre estos Países Bajos que cayeron de manera imprevista en mi canastilla de bodas.

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