Henri Troyat - La novia eterna de Napoleón

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Cuando decide repudiar a la emperatriz Josefina porque no puede darle un heredero, Napoleón dirige su atención a la familia real rusa. Primero solicita al zar Alejandro I la mano de su hermana Catalina. A pesar de que la seduce gobernar Francia, Catalina elige un noble ruso como esposo. Napoleón no ceja en su intento y pide en matrimonio a la hija que le sigue, la pequeña duquesa Annette, que tiene catorce años. Su madre, la emperatriz viuda María Fedórovna, abriga varias dudas: el “Ogro Corso” es un advenedizo mucho mayor que su noble hija quien, además, aún es pequeña para ser madre. Mientras la familia sopesa los pro y los contra de la alianza, Napoleón se irrita por la demora y, resentido, se dirige a la corte de Austria para solicitar en matrimonio a la archiduquesa María Luisa, hija del emperador Francisco. Esta decisión representa un alivio para los Romanov, pero condena a la duquesa Ana, la fallida prometida, a una vida de ensoñación y espera.
Ana, en quien nadie se había fijado antes, concibe entonces una pasión tan extraña como secreta por ese pretendiente célebre al que no ha visto nunca y a quien, contra sus propios sentimientos patrióticos, esperará hasta que la muerte del Ogro Corso los separe.
Henri Troyat relata con una lengua diáfana y gran ternura los avatares de esa ilusión a través de las memorias de la eterna prometida de Napoleón. Un diario apócrifo donde se combinan excepcionalmente escenas íntimas con vastos panoramas de guerra o de ceremonias reales, y del que bien puede decirse que es casi perfecto.

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– ¡A ver, a ver, un poco de buena disposición!… ¡Necesito una voluntaria!

Sin dudar, di un paso adelante:

– ¡Yo, Su Majestad!

Mi madre me lanzó una mirada burlona y dijo:

– Te reconozco muy bien en esto, Annette, pero debes saber que no representarás a la Francia de Napoleón, sino a la de Luis XVIII…

– No hay que confiar en las apariencias, Su Majestad -respondí, desviando la vista.

Tuve miedo de que hiciera una escena, pero no sucedió nada. Terminada la distribución de papeles, al día siguiente comenzaron los ensayos bajo la dirección de Armand Lucullus, maestro de danza empleado en la corte. Este viejo inmigrante francés, con cara de pájaro y ademanes graciosos, puso un gran cuidado en marcar nuestras reverencias y los desplazamientos. Llevaba a cada jovencita aparte y esbozaba, con elegancia senil, los movimientos que deseaba que hiciera. Según la puesta en escena que había ideado, yo, Francia, tenía que aparecer en último lugar y coronar con laureles a quien me había restituido a mis reyes. Natalia aceptó, a disgusto, representar el papel de Polonia, otra nación poco recomendable. Nosotras dos éramos las cenicientas de la compañía. También tuvimos que aprender una canción en honor al zar. Nos la enseñó el maestro de capilla de la iglesia del palacio. El mismo había compuesto la música. La letra estaba en francés, para que el público, en el que habría muchos embajadores, pudiera entenderla. En cuanto al vestuario, fue confeccionado por las costureras de acuerdo con los diseños de Lucullus: vestidos blancos que imitaban túnicas antiguas, con cinturones de diferentes colores para cada país.

Cuando aparecí por primera vez en el ensayo, con mi túnica nívea de largos pliegues, el maestro Lucullus se acercó a mí y me susurró, con los ojos húmedos:

– Gracias, Su Alteza Imperial, por haber aceptado…

– No tengo ningún mérito…

– ¡Sí lo tiene! ¡Francia es tan despreciada! Nos consideran una nación de payasos… ¡Gracias a usted, mi patria será la reina de la fiesta!

Después del ensayo, me llevó a un rincón de la sala y me preguntó:

– ¿Es verdad, como dicen algunas de estas señoritas, que es usted bonapartista?

Lo negué con violencia. Él sonrió:

– No se enoje, Su Alteza Imperial. Yo mismo, que emigré en el 91 y aplaudí el retorno de los Borbones, siento alguna gratitud hacia Napoleón. Es verdad que nos hizo mucho daño, pero gracias a él, durante un tiempo, la gloria de Francia ha deslumbrado al mundo. Le perdono la sangre derramada en consideración a la bravura recuperada. ¿Qué quiere usted? Soy un saltimbanqui. Me gusta el brillo, la desmesura, la fanfarria… Después de su partida al exilio, todo volvió a ser pequeño y gris en el país de mis antepasados. ¡Él era, es todavía, una ilusión, una ilusión imposible de olvidar!

– Tiene usted razón -murmuré con un nudo en la garganta.

Me pareció que ese hombre, que apenas me conocía, me entendía más que nadie.

El espectáculo tuvo lugar una noche del mes de agosto, en Peterhof. Habían acondicionado una de las salas del gran castillo como teatro. Bajo la doble presidencia de mi madre y de la emperatriz Isabel, un nutrido público de dignatarios, diplomáticos, generales y mujeres de la mejor sociedad, magníficamente engalanadas y cubiertas de diamantes, esperaba que se levantara el telón. Yo temblaba de miedo, junto a mis compañeras, entre bambalinas. Temía dar un paso en falso, cantar alguna nota desafinada, perder un zapato en medio de una danza. Natalia me apretaba la mano, nerviosa:

– Todo saldrá bien, Su Alteza Imperial, ya lo verá…

Detrás de la cortina roja, el rumor de las voces iba en aumento. La impaciencia de esa multitud elegante terminó de aflojarme las piernas. Para darme valor, me había anudado debajo de mi túnica de vestal, la banda fetiche que me había dado mi madre. Después de pasarnos revista, el maestro Lucullus hizo sonar por fin los tres golpes.

La luz de los quinqués que iluminaba el escenario me encandiló, y mis temores desaparecieron de inmediato. De pronto, me convertí en otra. El mundo que me rodeaba era tan irreal y absurdo como algunos de mis sueños. No me hubiera sorprendido que Napoleón estuviese en la sala.

Los cantos y las danzas se desarrollaron sin incidentes y fueron recompensados con aplausos corteses. Luego comenzó el desfile de los homenajes floridos. Una a una, las “vírgenes” avanzaban, con pasos lentos, al compás de la música, hacia el templo, y el maestro Armand Lucullus anunciaba:

– Rusia… Austria… Prusia… Suecia…

Cada vez que se nombraba un país, los invitados aplaudían al unísono. Sin embargo, Polonia, encarnada por Natalia, sólo recibió un vago rumor de aprobación. Yo debía cerrar el desfile. Cuando llegó mi turno, me dirigí, con las piernas débiles, hacia el busto de mi hermano.

El maestro Lucullus anunció con voz vibrante:

– ¡Francia!

La sala se amuralló en el silencio. La efigie de mármol blanco de Alejandro me observaba con sus ojos ciegos. Me sentí flaquear, de la cabeza a los pies, bajo esa mirada de piedra. Era realmente él, con su rostro redondo, las patillas rizadas y el hoyuelo en la barbilla, pero desencarnado, solemnizado, listo para los comentarios de las futuras generaciones. Mientras me acercaba con pasos medidos a la escultura, me decía que ese hombre al que se rendía homenaje había aprobado el asesinato de mi padre para subir al trono, y luego sacrificó a miles de soldados por el placer de ser considerado el vencedor de Napoleón. De pronto, me invadió una sorda cólera contra mi hermano, como si hubiera hecho todo eso con el único propósito de hacerme daño. Aunque nadie lo supiera, yo era su principal víctima. Y tenía que cubrirlo de laureles. La idea de una desvergonzada mentira atravesó mi mente cuando coloqué sobre la cabeza de la estatua la corona de la victoria. La sala estalló en aplausos. En ese momento, me pareció que el busto de Alejandro se tambaleaba sobre su pedestal y las columnas del templo se ladeaban; un velo blanco me cubrió los ojos. Tuve conciencia de que caía en medio de un tumulto de pesadilla. El piso del escenario era blando como un lecho de plumas. Percibí confusamente que gritaban y se agitaban a mi alrededor. Alguien exclamó:

– ¡Se desmayó Francia!

Cuando volví en mí, estaba acostada en un sofá, en un rincón entre los bastidores, y mi madre me humedecía las sienes con un trapo embebido en agua de colonia. Murmuró:

– ¡Gracias al cielo, te has recuperado!… Eres demasiado frágil para esta clase de emociones… Debí haberlo previsto… Pero no importa: el espectáculo tuvo mucho éxito entre nuestros visitantes extranjeros. El embajador de Suecia incluso me dijo: “Su Alteza Imperial, la gran duquesa Ana Pávlovna era la más atractiva de todas…”. Ya ves, puedes estar contenta… ¡Vamos, Annette, levántate! Te llevarán a tus habitaciones. La fiesta continuará sin ti…

Le agradecí su robusta solicitud y me disculpé por haber estropeado sin querer la velada. Natalia me acompañó a mi cuarto, con la ayuda de una criada, a través de interminables galerías de mármoles, espejos y arañas. Cuando me acosté en la cama, empecé a tiritar. A pesar del calor de la noche de verano, me castañeteaban los dientes. Un sudor frío corría por mi cuello. Natalia me sostenía la mano:

– ¡Me puse en ridículo! -dije-. Desmayarme así, delante de todas esas personas… ¡Qué vergüenza!

Mientras Natalia trataba de consolarme, entró mi madre. Delante de ella, venían dos lacayos con candelabros. Después de colocarlos sobre una mesita, se retiraron, y Natalia, obedeciendo a una señal de Su Majestad, hizo lo mismo. Quise levantarme, pero mi madre me ordenó que permaneciera acostada. De pie junto a mí, me clavó a la cama con la mirada. Todavía llevaba su vestido de gala violeta de seda, y una diadema coronaba sus cabellos ondulados, recogidos con alfileres de cabezas de brillantes minúsculos. La luz de las velas iluminaba desde abajo su grueso mentón romano y su boca voraz. Me aplastaba con su imponente buena salud.

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