El duque no sólo no vino, sino que unos días más tarde Alejandro le avisó a mi madre que finalmente Luis XVIII había cambiado de opinión y renunciaba a la idea de que su sobrino se casara conmigo. Al revelar este brusco giro de su soberano, Talleyrand se había cuidado muy bien de explicar los motivos. Ahora, Alejandro, olvidando sus propias reticencias, se indignó ante la afrenta infligida de ese modo a toda Rusia. ¿Cómo se atrevía un reyezuelo adiposo y jadeante, instalado en el trono gracias a los esfuerzos conjuntos de Rusia y las potencias aliadas, a considerar que la propia hermana del zar, una Romanov, era de un origen demasiado modesto para casarse con un príncipe de la Casa de Francia? Mientras me leía la carta de mi hermano, mi madre no ocultó su furia contra los Borbones. Cada dos frases, exclamaba:
– ¡Estos franceses son unos inconscientes!… ¡Su orgullo los perderá! ¡Son gallitos, gallitos de aldea a los que habría que desplumar uno por uno!
Yo me sentía feliz por la noticia. Me había sacado un gran peso de encima, y sonreía beatíficamente frente al vacío, por fin recuperado, del futuro. Se me cruzó por la mente la idea de que la famosa banda me había traído suerte. Al ver mi expresión de alegría, mi madre comentó:
– Pareces muy satisfecha.
– Lo estoy -admití.
Apretó los labios:
– No tienes motivos. Tarde o temprano, tendremos que encontrarte un partido conveniente.
– No tengo ninguna prisa.
– ¡Nosotros sí! -repuso con tono áspero.
Me retiré en silencio y corrí a contarle a Natalia que, gracias a Dios, la amenaza de un casamiento con el duque de Berry había desaparecido para siempre. Nos abrazamos. Yo lloraba de alegría, pero ella lloraba de tristeza. En efecto, se había roto su compromiso. Los padres de su pretendiente habían movido influencias en las altas esferas, y Cyril Sudarski fue trasladado a Odesa, a una oficina dependiente del Ministerio de Relaciones Exteriores. Él aceptó ese exilio sin resistencia. Eso quería decir que no amaba a Natalia tanto como decía.
– ¡Ah, los padres, los padres! -se lamentó Natalia-. ¡Cuánto daño pueden hacernos, creyendo actuar por nuestro bien!
Estuve de acuerdo con ella. Yo misma me sentía muy feliz por haber recuperado mi libertad de pensamiento. Ya no me interesaba lo que se tramaba en Viena. Que Rusia absorbiera la totalidad de Polonia o consintiera en privarse de Posnania y Galitzia me tenía sin cuidado. Incluso leía las cartas de Catalina por encima. Ella se movía en un mundo muy diferente del mío y yo la compadecía por perder el tiempo en intrigas diplomáticas y sentimentales de las que una gran duquesa, viuda y madre de dos hijos, debería mantenerse alejada. ¿Cómo pude admirarla en mi infancia, cuando en realidad ella no era más que chisporroteo, caprichos y excesos de toda clase?
Decidí escribirle una larga carta para manifestarle mi desprecio por la agitación mundana en la que se complacía. Pero me había vuelto perezosa, y siempre postergaba para el día siguiente ese necesario sinceramiento. Por fin, una tarde lluviosa de marzo de 1815, empecé a escribir. Fue inútil. Las palabras no fluían. Miraba a través de la ventana las gotas de agua que inundaban de bruma el paisaje a lo lejos, y una agradable languidez entumecía mi mente. Mientras me encontraba así, en plena ensoñación, con la pluma en suspenso, Natalia llamó a la puerta de mi cuarto y me anunció la visita de mi madre:
– ¡Su Majestad Imperial está muy alterada! -me susurró al oído.
No tuvo tiempo de decir nada más. Mi madre ya estaba frente a mí, imponente, con una mancha roja en cada mejilla y los ojos centelleantes de rabia. La respiración agitada levantaba la masa de su pecho debajo de la blusa adornada con pequeñas cintas rosadas. Pronunció con voz entrecortada:
– Acaba de llegar un correo de Viena con una carta de Alejandro: ¡Napoleón se fue de la isla de Elba! Desembarcó en algún lugar de Francia. ¡Está marchando sobre París! ¡La guerra volverá a empezar!
Al decir esas palabras, me lanzó una mirada furiosa, como si fuera la responsable de la nueva desgracia que se abatía sobre Rusia. Muda de estupor, me levanté de un salto. Mis piernas estaban tan débiles que debí apoyarme sobre la mesa para poder permanecer de pie. Un incomprensible júbilo hacía palpitar mi corazón con veloces latidos. O tal vez sintiera miedo por las consecuencias que podía acarrear esa noticia. En el desorden de mis pensamientos, me pareció que siempre había creído en el retorno de Napoleón. Un hombre como él no podía terminar apaciblemente sus días en una isla. Aun cautivo y desarmado, era más fuerte que todos los reyes de la tierra reunidos para derrotarlo. ¡Qué grotescos parecían de pronto todos esos monigotes del Congreso de Viena! Sorprendidos en medio de sus parloteos, sus bailes y ostentaciones, temblaban de terror como si hubiera aparecido un fantasma. ¡La fiesta había terminado!
– Implorémosle a Dios para que venga en nuestra ayuda -dijo mi madre.
Nos arrodillamos juntas sobre el almohadón con bordados de plata colocado a tal efecto ante el ícono del Salvador, que velaba en un rincón de mi cuarto. Mientras mis labios murmuraban las palabras sagradas, me preguntaba si mi madre y yo le dábamos el mismo sentido a nuestra plegaria.
Avanzaba a pasos de gigante. Las ciudades se abrían fascinadas cuando se acercaba, multitudes entusiastas lo aclamaban como a un libertador, los regimientos enviados para interceptarlo se negaban a disparar, el mariscal Ney, que había prometido “traer de vuelta al usurpador en una jaula de hierro”, lo encontró en Auxerre y se puso a sus órdenes… No se trataba de un golpe de fuerza, sino del regreso de un padre entre sus hijos. Nunca habían dejado de amarlo. Muchos se arrepentían de haberlo traicionado. ¡Lo obedecerían con mayor fervor que antes de su exilio! A medida que se confirmaba la victoria pacífica de Napoleón en su propio país, en San Petersburgo el asombro se transformaba en cólera. Yo era consciente de ser la única en Rusia que, en el fondo de mi corazón, me atrevía a saludar la reconquista de Francia por parte de los franceses. Cuando mi madre me dijo que, según una carta de Alejandro, Luis XVIII acababa de huir a toda velocidad para refugiarse en Gande, y que Napoleón había vuelto a entrar en París en medio del alborozo general, no pude contener la alegría.
– ¡Qué proeza! -exclamé.
– Sí -dijo mi madre-. Pero no irá muy lejos. Los aliados se preparan para hacerle pagar caro su audacia.
Catalina me había escrito, por su parte, que desde el anuncio del desembarco de Napoleón en golfo Juan, en Viena se había acabado la fiesta. No más bailes, banquetes ni espectáculos. Los salones estaban desiertos; las luces, apagadas; los músicos y las bellas espías, ahora sin trabajo, se habían esfumado. Los representantes de las ocho potencias terminaron de prisa su tarea, proclamando la guerra a ultranza contra el enemigo del género humano. Mi madre estaba encantada con el renovado acuerdo entre los soberanos legítimos contra el perturbador del orden europeo.
– ¿Y Rusia participará en las campañas? -pregunté.
– ¡Por supuesto! Pero hay un problema: como nuestras tropas evacuaron Francia el año pasado, habrá que reunirlas otra vez y llevarlas a marcha forzada hacia el Rin. Eso tomará tiempo.
– ¿Quiere decir que, una vez más, los soldados rusos derramarán su sangre por la causa de los Borbones?
– ¡Por la causa de la monarquía hereditaria en todos los países civilizados! -replicó mi madre secamente.
– ¡Qué suerte tiene Luis XVIII por contar con tantos amigos en el mundo!
– No es él quien tiene amigos, sino el principio que representa. Luis XVIII encarna la continuidad.
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