Si la suerte de Lomonósov es haber contado con Isabel para ayudarlo en su prodigiosa carrera, la suerte de Isabel es haber contado con Lomonósov para crear, a su sombra, la lengua rusa de mañana.
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Su Majestad y Sus Altezas
Solicitada, a lo largo del año 1750, unas veces por los acontecimientos del mundo exterior y otras por los de su familia, Isabel ya no sabe adónde acudir. A imagen y semejanza de la Europa abandonada a rivalidades y convulsiones, la pareja granducal vive a trompicones, sin una directriz firme y, al parecer, sin ningún proyecto de futuro. La grosería de Pedro se manifiesta a la menor ocasión. La edad, que debería moderar sus chiquilladas y sus manías, no hace sino exacerbarlas. A los veintidós años sigue entreteniéndose con marionetas, dirigiendo, vestido con el uniforme prusiano, el desfile de la pequeña tropa holsteinesa reunida en Oranienbaum y organizando consejos de guerra para condenar, en debida forma, a una rata a la horca. En cuanto a los juegos amorosos, cada vez piensa menos en ellos. Si bien continúa presumiendo delante de Catalina de sus presuntas relaciones galantes, se guarda muy bien de tocarla aunque sea con la punta de los dedos. Se diría que le da miedo o le repugna, precisamente porque es una mujer y él no sabe absolutamente nada de ese tipo de criaturas. Frustrada y humillada noche tras noche, Catalina se adormece leyendo novelas de Mademoiselle de Scudéry, La astrea, de Honoré d’Urfé, Clovis, de Desmarets, las Cartas de Madame de Sévigné o -¡suprema audacia!- Vidas de las damas galantes, de Brantôme. Cuando se cansa de pasar las páginas de un libro, se viste de hombre siguiendo el ejemplo de la emperatriz, va a cazar patos a orillas de los lagos o hace ensillar un caballo y galopa sin un destino concreto para relajar los nervios. Por guardar cierto decoro, cuando la ven monta a mujeriegas, pero, en cuanto considera que ya no se encuentra al alcance de la vista, se pone a horcajadas. La emperatriz, debidamente informada, deplora esta costumbre, que, según ella, podría ser la causa de la esterilidad de su nuera. Catalina no sabe si debe reír o enfadarse por la curiosidad que suscita su vientre.
Si bien el gran duque la desdeña, otros hombres le hacen la corte bastante abiertamente. Incluso su mentor oficial, el virtuosísimo Choglokov, se ha ablandado y le dedica de vez en cuando un requiebro salaz. Sensible tiempo atrás al encanto de los Chernichov, Catalina soporta ahora con gusto el asedio de un nuevo miembro de la familia, llamado Zahar, que está a la altura de los precedentes. En todos los bailes, Zahar está allí devorándola con los ojos y esperando el momento de bailar con ella. Incluso se dice que intercambian notas amorosas. Isabel está ojo avizor. En pleno devaneo, Zahar Chernichov recibe la orden imperial de incorporarse inmediatamente a su regimiento, acantonado lejos de la capital. Pero Catalina no tiene mucho tiempo para lamentar su marcha, pues casi enseguida es felizmente sustituido por el seductor conde Sergéi Saltikov. Descendiente de una de las familias más antiguas del imperio y admitido entre los chambelanes de la pequeña corte granducal, el conde se ha casado con una dama de honor de la emperatriz y ha tenido de ella dos hijos. Pertenece, pues, a la raza de los «verdaderos machos» y arde en deseos de demostrárselo a la gran duquesa, pero lo frena la prudencia. La nueva vigilante y camarista de la pareja, la señorita Vladislávov, ayudante de los Choglokov, informa a Bestújiev y a la emperatriz de los progresos de este idilio doblemente adúltero. Un día, mientras la señora Choglokov expone por enésima vez a Su Majestad los disgustos que le causa el gran duque al descuidar a su esposa, Isabel tiene una iluminación y vuelve a una idea que la atormenta desde los esponsales de su sobrino. Como acaba de decir su interlocutora, para que nazca un niño es absolutamente preciso que el marido «haya puesto de su parte». Así pues, para garantizar una procreación correcta, hay que hacer algo con Pedro, no con Catalina. Tras convocar a Alexéi Bestújiev, Isabel examina con él la mejor forma de resolver el problema. Los hechos son éstos: después de cinco años de matrimonio, la gran duquesa todavía no ha sido desflorada por su esposo y, según las últimas noticias, tiene un amante normalmente constituido, Sergéi Saltikov. En consecuencia, para evitar un desagradable embrollo, es importante adelantarse a Sergéi Saltikov y ofrecer a Pedro la posibilidad de fecundar a su mujer. Según el médico de corte Boerhaave, bastaría una ligera intervención quirúrgica para liberar a Su Alteza de la fimosis que no le permite satisfacer a su augusta media naranja. Por supuesto, si la operación falla, Sergéi Saltikov estará ahí para desempeñar, de incógnito, el papel de progenitor. Así se tendrá una doble garantía de inseminación. En otras palabras, para que la descendencia de Pedro el Grande quede asegurada, es preferible apostar en las dos mesas: dejar que Catalina pase buenos ratos con su amante y preparar a su marido para que tenga con ella unas relaciones eficaces. La preocupación dinástica y el sentido de la familia se conjugan para aconsejar a la zarina que, como sagaz estratega, disponga de varios recursos. Por otro lado, puesto que ella no ha tenido hijos pese a sus numerosas aventuras sentimentales, no comprende que una mujer, a quien su constitución física no impide ser madre, vacile en buscar con otro hombre la felicidad que su esposo le niega. Poco a poco, el adulterio de la gran duquesa, que al principio no era más que una idea a la vez fútil e insensata, se convierte en su mente en una idea fija de carácter sagrado, en el equivalente de un deber patriótico.
Por instigación suya, la señora Choglokov, transformada en confidente íntima, le explica a Catalina que hay situaciones en las que el honor de una mujer consiste precisamente en acceder a perderlo por el bien del país. Le jura que nadie -ni siquiera la emperatriz- la tratará con dureza por esta infracción a las reglas de la fidelidad conyugal. De modo que, ahora, Catalina se reúne con Sergéi Saltikov -y no sólo para ir simplemente de excursión- con la bendición de Su Majestad, de Bestújiev y de los Choglokov. No obstante, el doctor Boerhaave practica en la persona del gran duque, de forma totalmente indolora, la pequeña intervención quirúrgica decidida en las altas esferas. Para comprobar que, gracias a un golpe de bisturí, su sobrino «funciona», Su Majestad le envía a la joven y atractiva viuda del pintor Groot, que según dicen tiene aptitudes para formarse una opinión sobre esta cuestión. El informe de la dama es concluyente: ¡todo está en orden! La gran duquesa podrá comprobar por sí misma la capacidad, finalmente normal, de su esposo. Al enterarse de la noticia, Sergéi Saltikov se siente aliviado. Y Catalina todavía más. De hecho, Pedro debe hacer acto de presencia al menos una vez en la cama, para que ella pueda endosarle la paternidad del hijo que lleva desde hace unas semanas en su vientre.
Por desgracia, en el mes de diciembre de 1750, durante una cacería, a Catalina la asaltan violentos dolores. Un aborto. A pesar de la decepción que eso les causa, la zarina y los Choglokov multiplican sus atenciones para con ella. Es una forma como otra cualquiera de invitarla a insistir, con Saltikov o con cualquier otro «suplente». El verdadero padre es lo de menos; el que cuenta es el padre putativo. En marzo de 1753, Catalina presenta de nuevo síntomas de embarazo, pero a la vuelta de un baile sufre otro aborto. Afortunadamente, la tenacidad de la zarina es inagotable. En lugar de desesperarse, Su Majestad anima a Saltikov en su papel de semental, y lo hace con tanta eficiencia que en febrero de 1754, siete meses después del último aborto, Catalina constata que está otra vez embarazada. La zarina, que es inmediatamente informada, echa las campanas al vuelo. Esta vez será la buena, piensa. En vista de que el embarazo parece desarrollarse correctamente, considera que sería prudente alejar a Sergéi Saltikov, cuyos servicios ya no son necesarios. No obstante, por consideración al estado de ánimo de su nuera, la emperatriz accede a mantener al amante en reserva, al menos hasta el parto.
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