Henri Troyat - Las Zarinas

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Tras la muerte de Pedro el Grande, en 1725, ¿quién sucederá a ese reformador déspota y visionario? Rusia está inquieta, nobles y vasallos trazan sus estrategias y desarrollan hipótesis acerca de quién ocupará el trono. Serán tres emperatrices y una regente quienes detentarán el poder durante treinta y siete años: Catalina I, Ana Ivánovna, Ana Leopóldovna, Isabel I. Mujeres todas ellas caprichosas, violentas, disolutas, libertinas, sensuales y crueles, que impondrán su extravagante carácter al pueblo y harán vacilar a la Santa Rusia.
Henri Troyat narra el destino de esas zarinas poco conocidas, eclipsadas por la personalidad de Pedro el Grande y por la de Catalina, que subirá al trono en 1761.

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No obstante, Isabel se permite engañarlo con hombres jóvenes y vigorosos, como los condes Nikita Panín y Sergéi Saltikov. Aunque, de todos sus amantes ocasionales, el que goza de su preferencia es el sobrino de los Shuválov, Iván Ivánovich. Lo que la atrae de este nuevo elegido es, aparte de la apetitosa frescura de su cuerpo, por supuesto, su instrucción y sus conocimientos de Francia. Ella que no lee jamás, está maravillada de verlo tan impaciente por recibir los últimos libros que le han mandado de París. Tiene veintitrés años y se cartea con Voltaire, dos cualidades que, desde el punto de vista de Su Majestad, lo distinguen del común de los mortales. Junto a él, tiene la impresión de sacrificarlo todo al amor y a la cultura. ¡Y sin cansarse ni la vista ni el cerebro! Iniciarse en los esplendores del arte, de la literatura y de la ciencia entre los brazos de un hombre que es una enciclopedia viva, es la mejor forma, piensa Isabel, de aprender disfrutando. Y parece tan satisfecha de esta pedagogía voluptuosa que a Razumovski ni se le ocurre reprocharle su traición. Es más, incluso encuentra a Iván Shuválov absolutamente digno de estima y anima a Su Majestad a unir los placeres de la alcoba a los del estudio. Iván Shuválov es quien incita a Isabel a fundar la Universidad de Moscú y la Academia de Bellas Artes de San Petersburgo. Con esta acción, la emperatriz experimentará un sentimiento de revancha cercano al vértigo. El hecho de ser consciente de su ignorancia hace que se sienta más orgullosa aún de presidir el despertar del movimiento intelectual en Rusia. Le resulta embriagador pensar que los escritores y los artistas de mañana se lo deberán todo a ella, que no sabe nada.

Sin embargo, aunque Razumovski acepta dócilmente ser suplantado por Iván Shuválov en los favores de Su Majestad, el canciller Bestújiev, por su parte, intuye con angustia que su propia preeminencia está amenazada por la incorporación de este joven favorito a la numerosa y ávida «comunidad». Así pues, se esfuerza en eliminarlo presentándole el encantador Nikita Beketov a la zarina. Pero, tras haber deslumbrado a Su Majestad en el transcurso de un espectáculo ofrecido por los alumnos de la Escuela de Cadetes, este Adonis ha sido llamado para servir en el ejército. En vano se intentará que vuelva a San Petersburgo para colocarlo ante los ojos de Su Majestad. El clan de los Shuválov se ocupa de hundirlo. Por pura amistad, le recomiendan una crema suavizante para el rostro, y nada más aplicársela, Nikita Beketov ve cómo las mejillas se le cubren de manchas rojas. Una fiebre horrible lo asalta. En su delirio, pronuncia palabras indecentes referidas a Su Majestad. Evidentemente, es expulsado de palacio, donde no volverá a poner los pies, dejando la vía libre a Iván Shuválov y a Alexéi Razumovski, que se aceptan y se aprecian mutuamente a la manera de un marido y un amante que «saben vivir».

Esta doble influencia es sin duda la causa de que la zarina se entregue a su pasión de construir. Querría embellecer el San Petersburgo de Pedro el Grande, a fin de que la posteridad la considerara digna de su antepasado. Todo reinado importante -lo sabe por atavismo- debe inscribirse en la piedra. Sin reparar en gastos, hace restaurar el palacio de Invierno y construir en Tsárkoie Seló, en el plazo de tres años, el palacio de Verano, que se convertirá en su residencia preferida. El italiano Bartolomeo Francesco Rastrelli, encargado de estas ingentes obras, también se ocupa de erigir una iglesia en Peterhof y de acondicionar el parque del castillo, así como los jardines de Tsárkoie Seló. Pero, para rivalizar con un Luis XV, que sigue siendo su modelo en el arte del fasto y la propaganda reales, Isabel se dirige a pintores de renombre cuya misión será legar a la curiosidad de las generaciones futuras los retratos de Su Majestad y de sus íntimos. Así, tras haber «utilizado» al pintor de corte Caravaque, le gustaría hacer venir desde Francia al famosísimo Jean-Marc Nattier. Pero, como éste presenta en el último momento sus disculpas por no poder acudir, tiene que conformarse con su yerno, Louis Tocqué, a quien Iván Shuválov persuade ofreciéndole veintiséis mil rublos de plata. En dos años, Tocqué pintará una decena de lienzos, y al término de su contrato les pasará el pincel a Louis-Joseph Le Lorrain y Louis-Jean-François Lagrenée. [57]Todos estos artistas son elegidos, aconsejados y pagados por Iván Shuválov, cuya mejor contribución a la gloria de su imperial amante fue atraer a San Petersburgo a pintores y arquitectos extranjeros.

Isabel no sólo considera que es su deber enriquecer su capital con bellos edificios y sus aposentos con cuadros dignos de las galerías de Versalles, sino que también ambiciona, pese a que raramente abre un libro, iniciar a sus compatriotas en los deleites del espíritu. Dado que habla bastante bien francés, se decide a intentar escribir versos en esta lengua que entusiasma a todas las cortes europeas, pero enseguida le parece que el ejercicio es superior a sus fuerzas. En contrapartida, fomenta los espectáculos de ballet, que a su entender son un modo divertido de fomentar la cultura en general. La mayoría los dirige su maestro de danza, Landet. Pero, todavía más que las veladas teatrales, son los innumerables bailes de sociedad los que brindan a las mujeres la ocasión de exhibir sus atavíos más elegantes. Sin embargo, durante estas reuniones apenas hablan, ni entre sí ni con los invitados masculinos. Mudas y tiesas, alineadas a un lado de la sala, evitan dirigir la vista hacia los caballeros alineados enfrente. Más tarde, las evoluciones de las parejas son también de una decencia y una lentitud adormecedoras. «La frecuente y siempre uniforme reiteración de estos placeres se vuelve enseguida fastidiosa», escribirá el malicioso caballero de Éon. En cuanto al marqués de L’Hôpital, le hará a su ministro, el duque de Choiseul, el siguiente comentario: «Del aburrimiento, ni os hablo. ¡Es inenarrable!»

Isabel trata de combatir este aburrimiento alentando las primeras representaciones teatrales en Rusia. Autoriza la instalación en San Petersburgo de una compañía de actores franceses, mientras que el Senado concede al alemán Hilferding el privilegio de montar comedias y óperas en las dos capitales. Además, los días de fiesta se ofrecen al público, en San Petersburgo y en Moscú, espectáculos populares rusos. Se representa, entre otros, El misterio de la Natividad. Sin embargo, por respeto a los dogmas ortodoxos, Isabel prohíbe que la Virgen María aparezca con los rasgos de una actriz ante los espectadores. Cada vez que la madre de Dios toma la palabra, sacan un icono al escenario. Por lo demás, como medida preventiva, está prohibido representar obras, aunque sean de inspiración religiosa, en las viviendas particulares. En esta época, un joven actor llamado Alexandr Sumarókov obtiene un gran éxito con una tragedia en lengua rusa, Jorev. Se habla también, como de una novedad increíble, de la construcción en provincias, en Yaroslavl, de un teatro de mil plazas fundado por un tal Fiódor Grigórievich Vólkov, que hace representar en él obras suyas en verso y en prosa. Muchas veces las interpreta él mismo. Isabel, sorprendida ante el súbito entusiasmo de la elite rusa por el arte teatral, se siente inclinada a la benevolencia y permite que los actores lleven espada, honor reservado hasta entonces únicamente a la nobleza. En realidad, la mayoría de las obras representadas en San Petersburgo y en Moscú son mediocres adaptaciones al ruso de las piezas francesas más célebres. El avaro alterna con Tartufo y Polieucto con Andrómaco. De repente, dominado por una audacia desconcertante, a Sumarókov se le ocurre escribir un drama histórico ruso, Sinav y Truvor, inspirado en el pasado de la república de Nóvgorod. Este ensayo de literatura nacional tiene eco hasta en París, donde el acontecimiento es reseñado como una curiosidad en Le Mercure de France. Poco a poco, el público ruso, arrastrado por Isabel e Iván Shuválov, se interesa por el nacimiento de un medio de expresión que todavía no es sino una imitación de las grandes obras de la literatura occidental, pero al que el empleo de la lengua materna confiere una apariencia de originalidad. Aprovechando este impulso, Sumarókov edita una revista literaria, La Abeja Laboriosa , que un año más tarde se convertirá en una antología semanal, El Ocio, publicada por el cuerpo de cadetes. Sumarókov incluso sazona sus textos con un poco de ironía de estilo volteriano, aunque sin ninguna provocación filosófica. En resumen, se mueve como un condenado en un terreno en el que todo es nuevo, ya sea el pensamiento o la escritura. Sin embargo, aunque forma parte de los pioneros junto con Trediákov y Kantémir, el que se dispone a ocupar el primer puesto es otro autor.

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