Mario Aparaín - No robarás las botas de los muertos

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Entre diciembre de 1864 y enero de 1865 ocurrió uno de los episodios más dolorosos de la historia uruguaya: el sitio de Paysandú. Allí, se enfrentaron los seiscientos defensores liderados por Leandro Gómez, comandante de la plaza, y dieciséis mil hombres de tres ejércitos invasores; detrás se extendía un telón de intereses internacionales. La contienda terminó trágicamente para los sitiados, marcada por la inmensa desigualdad de fuerzas. Mario Delgado Aparaín introduce su propia ficción en esa Paysandú que va quedando en escombros, cubierta de cadáveres y saqueada por guerreros victoriosos.
Con más de ocho edicionas agotadas No robarás las botas de los muertos (Premio Bartolomé Hidalgo 2002) es ya un clásico de la novela histórica.

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Es más, el viejo y lejano panadero de Castellar de Andalucía, Crispín Zamora, ávido rastreador de la historia del mundo, hombre por todos querido y marido de Dolores, alegre devota de la Virgen del Rocío, debió haber prohibido diez, quince, veinte años atrás y bajo pena de sangriento castigo, que a la hora de la cena su niño Martín Zamora pronunciara el maldito nombre de América.

Pero no, señor, al viejo Crispín Zamora jamás se le ocurrió semejante cosa.

11

“Nada es peor que lo malo. Odien el mar”, había escrito Martín Zamora. “Atiendan las advertencias de los mayores y mantengan el odio en continuo hervor y así se protegerán de estas tierras engañosas, donde todas las artimañas son válidas desde el mismo momento de zarpar de Europa.”

Y no exageraba. Una década después, encerrado en el calabozo de la Jefatura de Paysandú, aún podía recordar la advertencia mayor de la agencia marítima en donde, sin ningún amigo, sin ninguna recomendación de doctor, cura, licenciado ni señor con vinculaciones entre los promotores de sueños, debió pagar uno sobre otro los tres mil duros para ser llevado a la ciudad de La Habana.

Si esforzaba la memoria podía ver aquel cartelón en letras góticas, lúgubre, vaticinando que solo los sanos y recios serían capaces de soportar la trampa del engaño, el destino incierto que se escondía allí mismo, detrás de la instrucción: “Los pasajeros estropeados, enfermos, ciegos e idiotas, serán rechazados y no podrán reclamar lugar a bordo”.

Pues allí terminaron noventa y dos ciegos e idiotas con sus respectivos sitios asegurados en las bodegas, con lechos compartidos por cinco personas, vino a cuatro duros la botella y dos la libra de manteca. Como todos, Martín Zamora pagó por la utopía y aún sentía en su mano izquierda los dedos de su mujer furtiva deslizándose fatalmente de los suyos, despidiéndolo sobre los maderos podridos del puerto de Algeciras, mientras los olores pestilentes subían del fondo del muelle para menoscabar aquellas lágrimas distantes, cada vez más lejos en el tiempo, tanto como para que se hubiera levantado el moho sobre aquel tres de diciembre del cincuenta y cuatro.

Pero el mar, santo cielo… Aquellas olas increíbles que se levantaban en explosión hasta el infinito, como en la pintura de un plato japonés… Las montañas más altas que hubiera visto jamás, detrás de las cuales emergía una y otra vez, para saludarlos a las carcajadas, el diablo que nunca se mostraba.

12

Apenas a las nueve horas de iniciado el viaje, once marineros, un capitán y noventa y dos perseguidores de El Dorado ya estaban en alta mar a merced de un viento feroz que amenazaba con colgar la nave de una nube; a cual de ellos más reventado y descompuesto, pues el rolido y el tangaje eran tan fuertes que hombres y maletas, bultos y mujeres saltaban o caían aparatosamente, golpeándose unos contra otros. Y a las diez horas todos estaban mareados, desfigurados por el terror, desencuadernados por las diarreas y el vómito, odiándose los unos a los otros en un feroz espectáculo que duró casi un mes.

E1 capitán y los marineros bajaban a las bodegas cada dos o tres días, dándose palmadas en la espalda unos a los otros, solo para burlarse de los caídos, disfrutando en grande a costa de la zaranda general y gritándole a los viajeros que aquello era apenas un garbanzo naufragando en una olla de caldo enfurecido, si se lo comparaba con los desastres que les esperaban en los días por venir.

Y en realidad así fue, la desgracia fue pródiga con aquellos infelices. Empezando por la terrible noticia del destino burlado.

Pues vaya a saber en qué paralelo y en qué meridiano, con las armas a la cintura, el cretino del mando decidió o más bien ya llevaba consigo la decisión de sus regentes, que el barco no iría a La Habana ni a Santiago de Cuba, ni a Puerto Plata ni a Samaná en Santo Domingo, ni a Maracaibo en Venezuela, ni a San Juan del Sur ni a Tampico ni tampoco a ningún puerto de la confederación norteamericana como esperaban otros.

Durante un rato reinó el silencio. Pero de pronto, aquella gente desgraciada que se miraba entre sí como si la figura del capitán les impartiera solemnidad, estalló de incomprensión.

– ¿Cómo dijo? -fue el grito unánime, una sola garganta impotente lacerando la inmunda piel del océano.

13

“Eso dijo: que no a Cuba. Que aquello era un volcán que podía estallar antes de que llegásemos a destino. Que dos días antes de que emprendiésemos el viaje, se había enterado por las autoridades de la empresa naviera, que el presidente Franklin Pierce se había vuelto loco de ambición y se aprestaba a convertir a Cuba en un agregado feliz a los estados esclavistas de la Unión. Enfurecido, el barbudo agregó que la descarada tramoya contra España ya había sido descubierta, que los usurpadores se habían reunido en secreto en no sabía dónde, si en Bélgica o en Prusia, y que hasta habían llegado a firmar un manifiesto para despojar a la Corona.

– Entonces os guste o no, que no a Cuba, pues la guerra se viene… -afirmó.

Y que tampoco a Nueva Orleans, que a Nueva Orleans menos. Que no a ningún sitio de esos. Que por la riqueza en ciernes, las mujeres dadivosas y la falta de exigencia de documentación, comparada con la minuciosidad de la reglamentación americana, a todos los colonos les convenía la Argentina.

– ¿ La Argentina? ¿ La Argentina? -preguntaban una y otra vez.

¿Quién tenía siquiera la palabra Argentina registrada en su cerebro? Nadie. Ninguno de aquellos noventa y dos estropeados, ciegos e idiotas la tenía.

Oh Dios, si habremos protestado… Hubo insubordinación en los corazones de las escasas mujeres y deseos de matar en los hombres que sabían hacerlo. Sin embargo, el capitán nos atiborró de vino y ajo y terminamos por vomitarlo todo a los bandazos junto a las blasfemias y las ratas.

No tardaría en enterarme de que los inesperados cambios de rumbo en alta mar eran más que frecuentes, que los agentes de los armadores se valían de estos bajos recursos para aumentar sus ganancias a costa de los incautos que fantaseaban con el horizonte.

A mitad del viaje, auxiliados por el agua sin límites y la prepotencia de las armas, en lugar de recomendar las refrescadas casas de hospedaje de La Habana, los hostales de Veracruz o los pequeños hoteles de Nueva Orleans o de Saint-Louis, aquellos estafadores terminaban hablando de las bondades de Montevideo o del Chubut, de Colonia del Sacramento o del Rosario de Santa Fe, de la selva de los estuarios y hasta del fondo del Río de la Plata para los declarados en rebeldía. También les hacían saber que de ser cierto aquello de considerarse los mejores trabajadores de Europa, allí estarían las fondas de Jacobson, los almacenes de los hermanos Espinoza y otros semejantes a orillas del Paraná, para que fuesen contratados por los estancieros magníficos. Y de esta manera, muchos de aquellos infelices ligures, marselleses, piamonteses, saboyanos, sardos, napolitanos, andaluces, navarros y vascos de uno y otro lado de la frontera pirenaica, poblaron las tierras del sur americano sin haber tenido nunca la intención de hacerlo.

– ¿Y qué nos espera allá, por Dios, qué nos espera -lloraban las mujeres.

– ¿Qué les espera? Pues no se quejen… -decía el capitán. Y resbalando sobre las palabras como un buen bailarín que no roza a las demás parejas, explicó que seríamos transportados en carretas desde Buenos Aires a las treinta y tres hectáreas donadas a cada uno por el gobierno argentino. Que si evitábamos desmandarnos en el vicio fácil o llorar por las polleras de nuestras madres, comenzaríamos con un rancho de dos piezas, seis barricas de harina, semilla de algodón, tabaco, maní, trigo, maíz para sembrar diez cuadras, diez cabezas de vacuno y dos caballos, todo lo cual equivalía a doscientos pesos fuertes. Un contrato, que de ser cumplido, dijo, nos daría todo en propiedad en cinco años.

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