Mario Aparaín - No robarás las botas de los muertos

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No robarás las botas de los muertos: краткое содержание, описание и аннотация

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Entre diciembre de 1864 y enero de 1865 ocurrió uno de los episodios más dolorosos de la historia uruguaya: el sitio de Paysandú. Allí, se enfrentaron los seiscientos defensores liderados por Leandro Gómez, comandante de la plaza, y dieciséis mil hombres de tres ejércitos invasores; detrás se extendía un telón de intereses internacionales. La contienda terminó trágicamente para los sitiados, marcada por la inmensa desigualdad de fuerzas. Mario Delgado Aparaín introduce su propia ficción en esa Paysandú que va quedando en escombros, cubierta de cadáveres y saqueada por guerreros victoriosos.
Con más de ocho edicionas agotadas No robarás las botas de los muertos (Premio Bartolomé Hidalgo 2002) es ya un clásico de la novela histórica.

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8

A finales del invierno de 1864, empezó a circular en el sur de América la negra noticia de la inminencia de la guerra.

En el Paraguay, la selva de la que hablaba Raymond Harris rodeaba al mariscal Francisco Solano López y a su alrededor nunca faltaban los amigos, los diplomáticos, los alcahuetes y los asesores que le daban un ánimo desmesurado. Es más, en la ruta de los repartidores de rumores y secretos, hubo quien una tarde se le apareció en su campamento de Cerro León y lo puso tan eufórico, que el mariscal optó por prescindir de asistentes para lustrar sus propias botas o para frotar con algodones aceitados la hoja de su espada.

Fue el embajador uruguayo Vázquez Sagastume quien le trasmitió la noticia de que en la provincia argentina de Entre Ríos el pronunciamiento contra Bartolomé Mitre y el Emperador del Brasil era universal, y que hasta el mismo general Urquiza había llegado a advertir públicamente, que si el ejército imperial brasileño se atrevía a invadir el Uruguay, él no dudaría en cruzar el río con todo lo que tuviese a mano para impedirlo. Pues tres semanas después, cuando se enteró de que la invasión al territorio uruguayo había comenzado, el mariscal López decidió que la hora de las apuestas había llegado y envió al santafecino José de Caminos con una propuesta muy clara para el caudillo de Entre Ríos: le tendía la mano y lo invitaba a pronunciarse contra Buenos Aires.

– Vaya, José, y dígale a don Justo que si tiene un huevo bien puesto como dice, que se pronuncie de una vez por todas contra Buenos Aires. Y que si tiene los dos en su sitio, que formalice enseguida una alianza conmigo y con el gobierno blanco de Atanasio Cruz Aguirre en Montevideo.

La idea del Mariscal era oponer otra triple alianza a los devoradores de tierra. Y mientras escuchaba al emisario con las manos a la espalda, Urquiza tomó conciencia de que de la noche a la mañana, se había convertido en el verdadero árbitro de la guerra inminente, pues del lado que él se inclinase, estaría la victoria. Sin embargo, el caudillo jugó más con su cintura que con su brazo de levantar ejércitos, adelantó al político que habitaba en él y retrasó al militar.

– Dígale al Mariscal que no permitiré que Mitre use uno solo de los hombres de Entre Ríos o de Corrientes, para armar expediciones al Paraguay…

Rebosante de alegría, José de Caminos desanduvo el trillo y el ocho de noviembre, bajo un sol todavía amable y con un vaso de brandy en la mano, le comunicó la novedad a Francisco Solano López en su campamento de Cerro León.

Cuatro días después, el Mariscal tenía el destino tan brillante y visible como una esmeralda brasileña.

Para probarlo le alcanzó con el Marquez de Olinda, un vapor que en pleno mediodía pasó resoplando frente a la rambla de Asunción, mientras cumplía su línea habitual entre Río de Janeiro y Corumbá. A bordo, abrillantado por el calor agobiante y fastidiado por los mosquitos, iba el gordazo Carneiro Campos, flamante presidente de Matto Grosso, llevando hombres y materiales de guerra para reforzar las defensas del alto Paraguay. “Los ríos no tienen dueños, rapaz. Queremos aguas libres para el Matto Grosso…”, le había dicho con voz suave y sencilla el Emperador, soñando con una salida al mar para los confines de su gigantesca espalda verde.

Sin dudarlo un instante, el mariscal López ordenó desde su campamento que el buque de guerra Tacuarí detuviese de inmediato el vapor brasileño, que incautase sus pertrechos de guerra y que el mismo Carneiro Campos y los tripulantes del vapor fuesen retenidos como prisioneros de guerra.

La orden se cumplió con pulcritud y elegancia de caballeros. Y apenas incautado, el Marquez de 0linda fue armado de inmediato para reforzar la escuadra paraguaya destinada a invadir primero el gran Matto y a dar una mano después a los amigos independentistas de Río Grande del Sur, los farrapos republicanos.

Escandalizado, el ministro brasileño en Asunción, Vianna de Lima, se pasó la mañana y la tarde del día siguiente recorriendo en carruaje todas las legaciones diplomáticas que pudo, elevando protestas blasonadas ante el insólito atropello y reclamando respeto y civilización para su soberanía. Hasta que al fin, a grito pelado, logró enfrentarse al ministro paraguayo de Asuntos Exteriores.

– Señor Viana, cálmese… -le dijo el ministro con una sonrisa de medianoche-. El gobierno de Paraguay ha obrado con el mismo derecho que ha ejercido su Imperio al ocupar el territorio uruguayo.

Ante la convicción de que aquella temeraria respuesta significaba la guerra desatada, Vianna de Lima se volvió a su residencia, aprontó rápidamente cuatro baúles de pertenencias y aquella misma madrugada abandonó el Paraguay, con su mujer bostezando, cuatro esclavas del Congo y la cabeza cargada de represalias.

9

Sin embargo -tal como advirtió Raymond Harris antes de quedarse así, adormilado y de espaldas a él-, aquella villa tan defendible desde tantos aspectos no lo sería por nadie más allá de sus últimas casas, por ninguno de los aristócratas montevideanos ni por los comerciantes convertidos en políticos, gente empobrecida y golpeada entre el océano y las llanuras interminables.

– Verá usted la forma pintoresca en que esta ciudad será vendida al mejor postor a la menor oportunidad… -dijo de pronto el inglés, girándose en el catre para verlo mejor-. Tal vez hoy o mañana o dentro de dos centurias. No importa cuándo. El postor se abre paso sutilmente… eternamente… entre las intrigas, como corresponde, afanado por alzarse con el santo y la limosna.

Martín Zamora entendió lo que decía, pero no respondió. Entre otras cosas porque la puerta se había abierto sin ruidos y el guardia había dejado sobre la mesa un pequeño plato de latón abrumado por el tizne.

En voz baja, el soldado le dijo antes de irse:

– Coma, don Zamora. En un rato vendrán a interrogarlo.

Tenía la comida ante sí, pero no se atrevía a comer. Sólo a él le habían servido.

– Coma, don Zamora. Y que le haga buen provecho… -dijo Raymond Harris burlón, apagándose en la penumbra.

10

Se trataba de un pirón áspero, acompañado de la misma carne grasienta que hubiese comido en su casa de Castellar diez años antes, tal vez la misma cena agria y miserable de entonces. La diferencia estaba en que allá, en su casa, hubiese estado libre, hubiese comido aquella porquería en libertad. Pero aun eso era soportable en el calabozo. Lo que no podía resistir era la idea de no morir en libertad, privarse de los ojos de sus parientes mirándose y mirándolo, de los seres queridos oyéndole maldecir en voz baja a la monarquía miserable, mientras se preparaban a enterrarlo entre los ángeles de mármol en un cementerio de los alrededores.

Daría todo el futuro por echar el tiempo atrás y volver por Irene, su mujer prohibida, disputada a navajazos por Jeremías el Corto, un gitano agraviado en el honor en los muelles de Algeciras. Mataría o moriría en el intento por rescatarla y decirle al oído que había abandonado para siempre la idea de emigrar pues había comprendido que para bien o para mal la vida debe jugarse donde ha tocado nacer

“Vendré por ti, mi amor. Algún día vendré por ti…”, fueron las últimas palabras antes de librarse de una muerte segura y extraviarse entre aquellos comerciantes escuálidos, empeñados en compartir las pérdidas más allá de los espantos del mar.

Aun en aquel instante del calabozo en que le dolían los huesos y devoraba el engendro del cocinero, Martín Zamora se lamentaba de no haber sido encadenado diez años atrás en una gendarmería de Algeciras o devuelto por la fuerza al horno de la panadería de su padre, un buen hombre laborioso y lector, para quien el crecimiento de las espigas del trigo nunca fue demasiado lento, mientras que él, insensato, prefirió la velocidad de la levadura cuando se trató de pensar en el progreso.

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