Juan Galán - En busca del unicornio

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La novela, ambientada a finales del siglo XV, narra la historia de un personaje ficticio a quien se envía en busca del cuerno del unicornio, que se supone aumentará la virilidad del rey Enrique IV de Castilla, llamado el Impotente. En la trama argumental, habilísima y muy amena, dentro de una escrupulosa fidelidad a la ambientación histórica, se suceden las más curiosas e inesperadas peripecias, siempre con un fondo emotivo y poético que da fuerza y encanto mítico al relato.
El autor ha logrado un estilo que es un maravilloso equilibrio entre la soltura y agilidad narrativa y el sabor arcaico que requería el tema. En suma, una deliciosa novela de aventuras en donde coexisten lo fantástico, lo humorístico y lo dramático. La obra ha sido galardonada con el Premio Planeta 1987.

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Y de allí a poco entramos en el erial que en lengua arábiga se dice Sajelo y también el camino de la sed y del espanto. Y este que tan lindos nombres merece es un yermo más dilatado que la mar oceana, una extensión pedregosa unas veces llana y otras veces llena de montañas y cerros donde no se crían árboles ni plantas ni verde alguno sino algunas matillas y escaramujos de espinas. Y no hay bicho alguno viviente fuera de algunas sabandijas que no necesitan del agua.

Y éstas son lagartos y víboras y escorpiones y unas pocas hienas y algunos perros montunos que siempre muestran los dientes, como lobos en febrero, y esta suerte de bichos, todos dañinos. Y no hay agua más que en unos pocos pozos a muchos días de camino el uno del otro y éstos son hondos a maravilla y muy celados y dan agua salobre y dura y caliente y si una caravana yerra el camino o encuentra un pozo seco, luego perecen todos, así hombres como camellos, como algunas veces acaece.

Y el primer pozo al que vinimos a dar, después de ocho días de penoso andar por aquellos fragosos caminos y pedregales requemados, fue uno al que llaman Chega, y antes de dar en él pasamos a un día de camino por una cañada donde había muchas osamentas esparcidas así de hombres como de camellos, los cuales en otro tiempo erraron el camino y perecieron, y las de los hombres estaban peladas y blancas, más blancas que las que viéramos cerca del castillo Ferral, donde mi señora doña Josefina vino a mí la vez primera. Y las huesas de los camellos tenían el cuero encima, reseco y duro como parche de tambor, y en pasándolos, Mojamé Ifrane me los señaló y dijo que si aquellos camellos murieran fue porque sus camelleros habían perdido el seso con el sol y la sed y los degollaron para beberles la sangre, que de otro modo ellos hubieran olido el agua y estrechándose un poco hubieran llegado a donde los pozos estaban, sólo que en ellos habrían perecido de no tener quien les sacara el agua y que así de estrechas eran las cosas del desierto, que el animal no vive sin el hombre ni el hombre sin el animal. Lo que tuvimos nosotros por seña de gran seso y razón y muy discreta enseñanza.

Y desta manera proseguimos haciendo nuestra vía cada jornada más penosa y esforzada que la anterior porque, a medida que bajábamos al desierto, mayores eran las calores del día y mayores los fríos de la noche, que es cosa maravillosa de contar cómo en una misma provincia pueden darse tales cambios del riguroso invierno al quemante verano en tan sólo un día. Mas no fue ésta la mayor maravilla que vimos con nuestros ojos. En otro sitio que llaman Dajado había ciertas peñas sueltas, tan grandes que no las abarcaran tres hombres cogidos de las manos, y estaban sobre el suelo de arena y cantos y las dichas peñas van caminando solas así como si fueran caracoles, sin que nadie las toque ni las mueva y van labrando en la tierra un canal hondo por donde pasan a causa de la mucha pesadumbre de sus cuerpos. Y a esto nos dijo Mojamé Ifrane que las tales peñas no son sino las ánimas del desierto que se mueven por entretener los ocios y hacer apuestas y estas ánimas, que en arábigo se dicen "efrimo", unas veces favorecen a los caravaneros y otras no, que son de muy mudable genio y un punto retozones. Y las hay entre ellas algunas machos y otras hembras, así como entre las gentes se suele, y si una hembra se enamora y prenda de un caravanero, ya no lo dejará nunca, más que cuando salga del yermo arenal, y allí quedará, en las lindes del verde, esperándolo a que retorne y lo acompañará de nuevo siempre y estará atenta a si le falta agua o alguna cosa y a señalarle pozos y manantiales secretos si menester fuere y cuáles son los mejores caminos y los que más a salvo llevan de una parte a otra.

Y otra maravilla no chica es que en el desierto, ya que no hay ríos de agua por mengua de manantiales y lluvias, los hay de arena y unos son más grandes que otros y unos principales y otros arroyos de menos monta, como en la tierra de cristianos, y estos ríos se mueven más por la noche que por el día y van discurriendo por entre las peñas y las montañas, y borran los caminos unas veces y otras veces los cambian y alteran, y ciegan algunos pozos y abren otros, y levantan grandes avenidas de arena que van suavemente discurriendo como las olas de la mar, y si te acaece haberte dormido una noche en el cauce de uno de estos ríos, a otro día amaneces tapado de arena que es cosa maravillosa de ver, como si te hubieren enterrado la víspera.

Y aunque los cristianos íbamos un poco afligidos y un mucho amedrentados de tan desolado camino, no osábamos comunicarlo el uno al otro ni tan siquiera al amigo, por no parecer medrosos más que aquella chusma de moros en cuya compañía íbamos, y, haciendo de tripas corazón, como el pueblo dice, seguíamos a la caravana y acomodábamos nuestras costumbres a las suyas, viendo que aquellas gentes, aunque paganas, eran más conocedoras que nosotros de lo que en cada ocasión cumplía hacer, y así comíamos a sus horas y bebíamos a las suyas y si escupían escupíamos y en todo hacíamos lo que ellos, si no que dos veces al día se paraban y se postraban encima de sus esterillas para hacer sus preces a La Meca y cantaban sus oraciones y entonces nosotros nos juntábamos con fray Jordi y oíamos misa y rezábamos devotamente como cristianos y cada uno pedía a Dios en su corazón salir con bien de todo aquello y yo le pedía, además, la pronta tornada por estar al lado de mi señora doña Josefina con cuyo pensamiento iba entreteniendo aquellas soledades, pues nunca de mí se apartaba. E iba yo trazando que de allí en adelante no podría vivir sin ella, pero Dios mediante el Rey nuestro señor me la daría por esposa en premio de mi esfuerzo cuando me presentara de vuelta llevándole no un cuerno de unicornio sino cuatro o cinco. Y yo me prometía tener a mi señora doña Josefina muy alhajada y dichosa de paños y joyas como reina, con lo que todas sus parientas y vecinas vendrían a mirarla con envidia en sus corazones. Y en estas ensoñaciones iba yo muy consolado y cobraba ánimos para el camino.

El primer lunes del otro mes llegamos al sitio que llaman Silete y allí acampamos y una sabandija picó a uno de los nuestros que se llamaba Juan García y era de una villa cerca de Toledo, muy buen ballestero, y aunque el físico de las llagas le sajó la pierna por la picadura y lo sangró bien por sacarle la ponzoña, luego la carne le fue subiendo como la de un buey y se le puso toda negra y se le vidriaron los ojos con grandes calenturas y se le secó la boca y por más pomadas que fray Jordi le untó y más destilaciones que le dio a beber y más oraciones que hicimos, no hubo remedio y el hombre murió. Y éste fue nuestro primer muerto en tierra tan extraña, de lo que hubimos gran pesar y tristeza por tenerlo en agüero de los que después habrían de venir, y cuando entramos en Silete no nos alegramos, aunque muchos días lo habíamos esperado como a regalo.

Y es este Silete un vallecillo donde hay siete pozos y algunas palmerillas chicas que han crecido en derredor, y algún verdor, poco, muy mordido de cabras y camellos, y hay algunas casillas de barro muy míseras y muchos muros caídos y tapias de haber tenido algún pueblo en otro tiempo mejor. Y allí paramos y posamos al amparo de unas tapias y nos detuvimos dos días para que el ganado se repusiera un poco con el agua. Y al segundo día vinieron los targui, que son aquellos malandrines del desierto a los que es forzoso pagar por cruzarlo, y, aunque no eran más que treinta y pocamente armados de medias espadillas, Mojamé Ifrane les hizo mucho agasajo y ceremonia y se entró en su tienda con el que parecía el mandamás de ellos, que era un hombrecillo enjuto de blancas y pocas barbas. Y allí estuvieron haciendo sus acuerdos y parlas y luego salió el mayordomo de la caravana que con ellos entrara y mandó cargar ciertos paños y algunas trébedes y ollas y sal y pertrechos en los camellos de los targui, que ése era el portazgo y tributo por pasar adelante. Y esto acabado luego se fueron muy saludadores y derechos en sus sillas. Y lo que más era de ver fue que las cabezas las llevaban liadas en vendas negras muy luengas y que el sudor las despintaba y les ponía la cara antes azul que de otro color y también las manos, del mucho llevarlas al rostro cuando hablan, y ese teñido y afeite lo tienen a gala y para que no se les borre y pierda no se lavan nunca, lo cual debe ser también por la mucha mengua de agua que en el arenal se padesce, que hasta los moros han de hacer sus abluciones, cuando rezan, con polvo y no con agua. Y certifico que al salir de aquel erial, después de dos meses de muchas estrechuras y dificultades, olíamos ya derechamente como los camellos. Mas no fue la mengua de agua la peor lacería que nos estaba aparejada, como luego se verá.

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