Juan Galán - En busca del unicornio
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El autor ha logrado un estilo que es un maravilloso equilibrio entre la soltura y agilidad narrativa y el sabor arcaico que requería el tema. En suma, una deliciosa novela de aventuras en donde coexisten lo fantástico, lo humorístico y lo dramático. La obra ha sido galardonada con el Premio Planeta 1987.
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Y así fuéronse pasando los días muy levemente y yo cada día iba al corral grande a tomar nuevas de los negros que llevaban mas aquellos que esperábamos de tan lejos no acababan de llegar y yo empezaba a cavilar si no estaría engañándonos Mojamé Ifrane y tomé determinación de que si no eran llegados para el día de Reyes, no aguardaríamos más sino que, tomando guías y pisteros de la tierra, nos iríamos de la ciudad y terminaríamos la holganza.
Y así nos llegaron las fiestas de la Navidad de nuestro Señor Jesucristo que allí son en estación calurosa como agosto y aquel día nos vestimos con nuestros mejores avíos y montamos altar muy lucido de madera, con ciertas tocas y bayetas de mucha vista, en medio del corral y fray Jordi dijo misa cantada a la que asistimos todos muy devotamente y Federico Esteban tañó música muy gentilmente, que en cerrando los ojos parecía que estábamos en iglesia Mayor si no fuera por la mengua de incienso. Y dicho la misa, fray Jordi bautizó muy solemnemente al su criado el Negro Manuel y fue la madrina Inesilla y el padrino de la vela fui yo. Y luego le hicimos regalos como es costumbre y yo le di un gorrillo de lana que no pensaba que me fuera a servir más con aquellos grandes calores que sufríamos, y Inesilla le dio una sarta de cristales. Y luego hicimos colación y comimos muchos frutos de la tierra a los que ya nos íbamos acostumbrando y que son extraños en gran manera y muy grasosos y dulces y luego carne asada que habíamos ballesteado la víspera. Y hubimos todos gran contento y, aunque faltaba el vino, cantamos muy bizarramente e hicimos muy grandes fiestas de convites y salas y danzamos y bailamos como en estas fiestas se hace. Y a otro día amaneció gran multitud de negros a las puertas del corral y pedían bautismo con mucha devoción hincados de rodillas y fray Jordi acudió con lágrimas en los ojos muy fuertemente llorando y dijo cómo Dios Nuestro Señor había hecho el milagro de que se convirtieran tantos en el día que conmemorábamos su Nacimiento.
Y visto el prodigio luego caímos todos de rodillas y entonamos el "Te Deum Laudamus" muy devotamente cantando. Y toda la mañana estuvimos bautizando negros al lado del río como si aquello fuera el Jordán, mas a la tarde corrióse la voz de que a éstos ya no se les daban gorrillos de lana ni sartas de cuentas de colores ni regalo alguno y luego se les pasó la fe se retiraron todos diciendo muy gruesas palabras de enojo en sus lenguas africanas. Y quedó fray Jordi muy enfadado en medio del agua y apesadumbrado y corrido de ver cuán poco consistente es la fe humana y no le volvimos a ver la cara buena por diez o veinte días. De todo lo cual todos hubimos grande y provechosa enseñanza.
Cuando faltaban dos días para el de Reyes, en que yo había acordado de partirnos del lugar, vino a verme un criado de Mojamé Ifrane con recado de que el guía que aguardábamos era llegado. Tomé a Paliques y a Andrés de Premió y a otros cinco ballesteros y fuimos al corral grande donde Ifrane nos recibió muy gentilmente y con mucha alharaca morisca, de la que yo ya había aprendido a fiar poco, y luego hizo venir a un negro que allí cerca estaba, el cual mostraba ser muy joven y menos feo que los que hasta ahora llevábamos vistos. Y era de piel menos retinta y más clara y nos dijo que se llamaba Boboro y que ése era buen guía para lo que veníamos buscando. Y Paliques habló con él en todas las parlas que de los negros tenía aprendidas y no se entendían nada más que medianamente, pero con todo y con muchas señales de manos y mucho dibujar en tierra un caballo con cuernos y poner un palo en el hocico de un camello de los que allí cerca estaban, por más a lo vivo figurar lo que unicornio era, al final el negro, que hasta entonces había estado muy serio, y todo lo miraba con ojos de si estaríamos locos, cayó en la cuenta de lo que Paliques le estaba preguntando y se dio una gran palmada en la frente y desenvainó los dientes riendo con muy gran risa y ya nos pudo decir con mucho movimiento de cabeza que sí, que conocía el unicornio, y miraba señalando a Septentrión, con el dedo muy levantado, como si quisiera indicar la gran distancia detrás de las montañas grises que a lo lejos se veían, de lo que todos hubimos gran contento sino yo que me iba quedando en el corazón como una sombra triste de congoja detrás de todos aquellos sucesos africanos, lo que yo achacaba a la ausencia de doña Josefina, en la que cada día pensaba al caer la tarde. Mas con todo acordamos con Boboro que saldríamos de allí a tres días y que su paga había de ser de un cubilete de sal cada día, y que cuando hubiésemos cobrado al unicornio le regalaríamos un camello y él quedó contento y nosotros tornamos a nuestro corral muy satisfechos del trato y del aparejo que iban tomando nuestras cosas.
De allí a tres días levantamos el campo, con toda la cámara y la plata, y yo fui a despedirnos de Mojamé Ifrane y le llevé tres cartas para que se las diera a Aldo Manucio el genovés cuando estuviera de vuelta en Marraqués. Y la una era para mi señora doña Josefina y las otras para que las hicieran llegar a mi señor el Condestable y al Rey nuestro señor, y en todas tres daba cumplida noticia de cómo discurrían nuestros asuntos y de lo que hasta el día de la fecha nos había acaecido. Y con ellas iba un compendio breve en romance para información de aquellos que les plugiere leerlo de cuáles son las costumbres de los negros y retintos y el género de vida que llevan.
Y mostrándose el alba del día que digo, preparamos el fardaje y antes que fuera media mañana salimos muy lucida y ordenadamente por el camino de Septentrión, que sigue el río grande aguas adelante, por muy buenas y placenteras sombras y arboledas. Y éramos cuarenta y ocho hombres blancos y una mujer y quince criados negros que unos y otros habían asentado para que nos sirvieran, y tres mujeres negras, y Boboro, el guía retinto. Y el dicho Boboro iba delante de todos, muy ligeramente caminando y señalando los árboles y los montes muy parlador, por mostrarse más perito en las cosas de aquella tierra. Y a su lado iba Paliques dándole conversación y señalando cosas para que el otro le dijera cómo se llamaban y luego una cuadrilla de ballesteros en sus camellos y luego otra donde iban los criados con el fardaje a lomos de más camellos y detrás los demás ballesteros y nosotros ya que, siendo tierra de mucha yerba y humedad aquella ribera, uno podía caminar detrás sin tragarse los polvos que levantaran los de delante. Y al olor nauseabundo que van dejando los camellos ya teníamos hechas las narices. Y así nos fuimos metiendo por espesos bosquecillos de muy raros y copudos árboles, más altos que nogal viejo y más prietos que ciprés, y de muy altas matas y yerbas, que a veces habíamos de cortar con los cuchillos y espadas para abrir paso a los camellos, y en esto gastamos un mes de camino y aún no llegábamos a las montañas azules sino que parecía que cada día nos alejábamos dellas y Paliques preguntaba al negro Boboro y él decía que llegaríamos pronto, mas no quería decir en cuántas jornadas, a lo que Pedro Martínez, "el Rajado", se enojaba mucho y porfiaba que él se lo sacaría a palos y lo haría hablar en cristiano y que aquel necio de negro era menos necio de los que pensábamos y acabaría robándonos la hacienda y dejándonos perdidos en el monte, y yo lo mandaba callar pero tampoco me barruntaba nada bueno, sólo que disimulaba con gran disimulación y tenía paciencia pensando que las cosas quieren su tiempo para alcanzar sazón.
Un día llegamos a un claro de yerba muy alta y espesa donde el río hacía un recodo sin perder su mansedumbre y acordamos descansar allí dos o tres días por dar tiempo a los camellos a que se repusieran, que algunos venían muy quebrantados y menguados por la rareza que de la humedad tienen siendo más afables a las sequedades y calores del arenal. Y mandé levantar un corral a la parte del río, con cava honda y estacas, donde más a salvo estar aquellos días. Y esto hicieron los criados negros de muy mal talante, como gente que no está hecha a trabajar, y aun miraban muy aviesamente a los ballesteros que les hacían chanzas y reíanse de verlos cavar con tan pocos oficios. Y levantamos tiendas y dormimos allí y a otro día de mañana salió el sol y vimos que Boboro y los otros negros y negras eran idos y se habían llevado la sal que traíamos y dos o tres costales de viandas y otras cosas menudas y paños, y más adelante notamos que también habían hurtado las ligas nuevas de reparar las ballestas, en lo que tuvimos gran pesar. Y así pasamos otro día y mandé partidas al campo por ver si había rastro de los negros y a mediodía volvió una con el rastro hallado. Y el que lo encontró era aquel Ramón Peñica, que era de los criados del Condestable que con nosotros venían y había sido muy buen fiel del rastro en Jaén. Y él como perito me certificó que los quince criados negros idos y Boboro habían marchado todos juntos y que a una legua de allí se habían juntado con otros que, por las pisadas, serían hasta cien más y que luego las pistas de todos iba junta y se entraba en el bosque de donde ya no quisieron seguirla sin venir a darme aviso. Y yo hice consejo con Andrés de Premió y platicamos sobre ello y determinamos de mandar a otro día una cuadrilla de veinte ballesteros conmigo y Andrés quedaría guardando el real con los otros. Y luego se fue el sol y vino la noche y pusimos muy grandes guardas en todos los lugares do convenía para que no fuésemos de los enemigos ofendidos. Y fuímonos a dormir. Pero a medianoche hubo gran ruido y grita y Villalfañe sonó la trompeta dando rebato en el campo, que el enemigo estaba sobre nosotros. Y todos salimos mano a las armas y sólo pudimos ver sombras que corrían a lo lejos y Andrés de Premió en cueros vivos daba grandes voces y ordenaba a sus hombres que tiraran con las ballestas y algunos tiraron a los que huían, que habían matado a nuestros guardas. Y luego nos quedamos velando hasta que viniera el alba y avivamos los fuegos que hubiera luz por si los negros volvían, mas ya no volvieron. Y en clareando el día se mostró el alba y catamos el daño. De los cuatro guardias que había puestos a los dos habían degollado y a otro lo habían herido de tajo por el pecho y quedaba para morirse y el cuarto se había defendido bien y había matado a dos negros. Y los negros muertos eran de los que venían con nosotros en oficio de criados. Y los tiros de los ballesteros habían matado a otros tres negros cuyos cuerpos aparecieron más lejos, con los pasadores muy bien clavados en las espaldas. Y de los treinta y dos camellos que llevábamos, los negros habían desjarretado a veinte y nueve que ya no se pudieron alzar del suelo donde quedaban ni servían para cosa alguna. Y yo mandé luego degollarlos por excusarles padecimientos. Con lo que aquel día tuvimos carne de sobra y la comimos con nuestras lágrimas viéndonos tan menguados y quebrantados por los desastres y desventuras que nos acaecían. Y a la tarde volvieron unos ballesteros que habían salido con un negro cautivo. Y el dicho negro venía herido de un pasador en el muslo y los suyos lo habían dejado atrás. Y la parla que hablaba no era entendida por el Negro Manuel ni por Paliques.
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