Pero acaso detrás de la cortina, en la oscuridad de lo sacrosanto, me decía, se oculte un misterio que desconozco. Acaso Amón se muestre a mí para apaciguar mi corazón.
Tales eran mis pensamientos mientras erraba por el corredor destinado a los profanos, contemplando las santas imágenes coloreadas y leyendo las inscripciones sagradas que referían cómo los faraones habían ofrecido a Amón inmensas dádivas procedentes de su botín. Entonces fue cuando vi ante mí una mujer bellísima vestida con un traje del más sutil lino, de manera que veía sus pechos y sus muslos a través de la tela. Era alta y delgada, sus labios, sus mejillas y sus cejas estaban pintados, y me miraba con una curiosidad provocativa.
– ¿Cuál es tu nombre, muchacho? -me preguntó, mirando con sus ojos verdes mi túnica gris que delataba que me preparaba para la ordenación. -Sinuhé -respondí yo, confuso, sin osar levantar la vista.
Pero era tan bella y el aceite que corría por su frente olía tan bien que esperaba que me pediría que la guiase por el templo.
– Sinuhé -dijo ella, pensativa-. ¿Entonces tienes miedo y huyes si se te confía un secreto?
Pensaba, sin duda, en la leyenda de Sinuhé, lo cual me irritaba, porque ya me habían atormentado bastante en la escuela con la leyenda de Sinuhé. Por esto me erguí y la miré cara a cara. Pero su mirada era tan extraña, tan curiosa y brillante, que sentía mis mejillas sonrojarse y un fuego extraño devoró mi cuerpo.
– ¿Por qué tendría miedo? Un futuro médico no teme nada.
– ¡Ah…! -dijo ella, sonriendo-. El polluelo pía ya antes de haber roto el cascarón. ¿Tienes entre tus camaradas un muchacho llamado Metufer? Es el hijo del constructor real.
Este Metufer era el camarada que había ofrecido vino al sacerdote dándole, además, un brazalete de oro. Me sentí desagradablemente sorprendido, pero me ofrecí para ir a buscarlo. Me decía que quizás era una hermana suya o una parienta. Esta idea me tranquilizó un poco y la miré sonriendo.
– Pero, ¿cómo hacerlo puesto que no conozco tu nombre y no podré decirle quién pregunta por él?
– Lo adivinará -dijo golpeando el suelo con impaciencia. Esto me llevó a mirar su pie, que el polvo no había ensuciado y cuyas uñas estaban pintadas de rojo-. Sabrá quién pregunta por él. Acaso me deba algo. Quizá mi marido esté de viaje y espere a Metufer para consolarme en mi dolor.
Mi corazón se angustió nuevamente al pensar que era casada. Pero respondí valientemente:
– ¡Bien, bella desconocida! Voy a buscarlo. Le diré que una mujer más joven y más bella que la diosa de la Luna pregunta por él. Así sabrá en seguida quién eres, pues el que te ha visto una vez no puede olvidarte jamás.
Asustado de mi osadía di la vuelta, pero ella me sujetó del brazo, diciéndome con aire meditativo:
– ¡Mucha prisa tienes! Espera, tenemos todavía muchas cosas que decirnos.
De nuevo fijó sus ojos en mí y mi corazón saltó dentro de mi pecho. Después, tendió su brazo cargado de brazaletes y sortijas y me acarició la cabeza.
– ¿Esta bella cabeza no tiene frío, ahora que no lleva ya sus bucles? -E inmediatamente añadió-: ¿Me has dicho la verdad? ¿Me encuentras realmente bella? ¡Mírame mejor!
La miré y vi que sus vestidos eran de lino real; era bella a mis ojos, más bella que todas las mujeres que había visto hasta entonces, y no hacía nada por ocultar su beldad. La miraba, y sentía cicatrizarse la herida de mi corazón; olvidaba a Amón y la Casa de la Vida, y su presencia quemaba mi cuerpo como el fuego.
– No contestas -dijo ella tristemente-. No tienes necesidad de contestar, porque seguramente me encuentras vieja y fea, incapaz de regocijar tus bellos ojos. Ve, pues, a buscar a Metufer, así quedarás libre de mí.
Pero yo no me alejé, ni sabía qué decir, a pesar de que comprendía que se estaba burlando de mí. Reinaba la oscuridad entre las gigantescas columnas del templo. El resplandor de la piedra arquitectónica brillaba en sus ojos y nadie podía vernos.
– Acaso no sea necesario que vayas a buscarle -me dijo, sonriendo-. Si gozas y te places con mi compañía, me basta, porque no tengo a nadie con quien divertirme.
Entonces me acordé de las palabras de Kipa sobre las mujeres que invitan a los muchachos a divertirse con ellas. Fue este recuerdo tan brusco que retrocedí un paso.
– ¿No adiviné acaso que Sinuhé tiene miedo? -dijo ella, avanzando hacia mí.
Pero yo levanté la mano y dije rápidamente:
– Sé muy bien quién eres. Tu marido está de viaje; y tu corazón es un cebo pérfido y tu seno quema con mayor ardor que el fuego.
Pero no tuve fuerzas para huir.
La bella desconocida mostró una leve confusión, pero sonrió de nuevo y me dijo:
– ¿Eso crees? Pues no es verdad. Mi seno no quema como el fuego; por lo contrario, se dice que es delicioso. Compruébalo tú mismo.
Me cogió la mano y la llevó a su pecho, del que sentí la belleza a través de la tenue tela; hasta tal punto que empecé a temblar y mis mejillas se sonrojaron.
– No me crees todavía -dijo con una decepción fingida-. Es que la tela te estorba; espera, deja que la separe.
Abrió su túnica y puso mi mano sobre su pecho desnudo. Sentí latir su corazón, pero su pecho era tierno y fresco bajo mi mano.
– Ven, Sinuhé -dijo en voz baja-. Ven conmigo, beberemos vino y nos divertiremos juntos.
– No debo alejarme del templo -dije, angustiado, sintiendo vergüenza de mi cobardía porque la deseaba y la temía tanto como ala muerte-. Debo conservarme puro hasta mi ordenación, de lo contrario me arrojarían del templo y no podría entrar jamás en la Casa de la Vida. ¡Ten piedad de mí!
Así hablé porque sabía que estaba dispuesto a seguirla si me lo hubiese pedido una sola vez más. Pero ella tenía experiencia y comprendió mi situación angustiosa. Dirigió una mirada a nuestro alrededor. Estábamos solos, pero la gente circulaba no lejos de nosotros y un guía explicaba a unos extranjeros las curiosidades del templo, exigiéndoles monedas de cobre para mostrarles nuevas maravillas.
– Muy tímido eres, Sinuhé -me dijo-. Nobles y ricos me ofrecen alhajas de oro para que acepte divertirme con ellos. Pero tú deseas permanecer puro, Sinuhé.
– Querrás, sin duda, que vaya en busca de Metufer -dije, desamparado. Sabía que Metufer no vacilaría en abandonar el templo toda la noche, pese a que fuese su turno de vela. Tenía medios de hacerlo porque su padre era constructor real; pero en aquel momento hubiera sido capaz de matarlo. -Quizá no deseo ya que llames a Metufer -dijo con una expresión de malicia en los ojos-. Quizá también desee que nos separemos como buenos amigos. Por esto te diré mi nombre, que es Nefernefernefer; se me juzga tan bella que nadie, después de haber pronunciado mi nombre, puede evitar repetirlo dos o tres veces. También es costumbre que al separarse los amigos cambien regalos para no olvidarse mutuamente. Por esto te pido que me ofrezcas un regalo.
Así conocí de nuevo mi pobreza, porque no tenía nada que darle, ni siquiera un modesto brazalete de cobre que, por otra parte, no hubiera osado ofrecerle. Sentía tanta vergüenza de mí mismo que bajé la cabeza sin decir nada.
-Pues bien, dame algo que caliente mi corazón -dijo ella, levantando con su dedo mi barbilla y aproximando su rostro al mío.
Cuando comprendí lo que deseaba toqué con mis labios sus labios tiernos. Lanzó un leve suspiro y dijo:
– Gracias, ha sido un bello regalo, Sinuhé. No lo olvidaré. Pero debes ser seguramente extranjero, de un lejano país, porque no has aprendido a besar. Cómo es posible que las cortesanas de Tebas no te hayan enseñado todavía este arte pese a que tu cabello esté cortado ya?
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