Mika Waltari - Sinuhé, El Egipcio

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Sinuhé, El Egipcio: краткое содержание, описание и аннотация

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En el ocaso de su vida, el protagonista de este relato confiesa: `porque yo, Sinuhé, soy un hombre y, como tal, he vivido en todos los que han existido antes que yo y viviré en todos los que existan después de mí. Viviré en las risas y en las lágrimas de los hombres, en sus pesares y temores, en su bondad y en su maldad, en su debilidad y en su fuerza`.
Sinuhé el egipcio nos introduce en el fascinante y lejano mundo del Egipto de los faraones, los reinos sirios, la Babilonia decadente, la Creta anterior a la Hélade…, es decir, en todo el mundo conocido catorce siglos antes de Jesucristo. Sobre este mapa, Sinuhé dibuja la línea errante de sus viajes, y aunque la vida no sea generosa con él, en su corazón vive inextinguible la confianza en la bondad de los hombres.
Esta novela es una de las más célebres de nuestro siglo y, en su momento, constituyó un notable éxito cinematográfico.

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Pero en aquel tiempo yo no sabía nada de esto y entré en la Casa de la Vida con la respetuosa convicción de que iba a descubrir toda la sabiduría terrestre. Las primeras semanas fueron duras, porque el discípulo joven es el servidor de los antiguos y no hay criado subalterno que no le sea superior. Ante todo el alumno debe aprender la limpieza, y no hay tarea repugnante que no se le confíe, de manera que se siente enfermo de asco hasta el momento en que se endurece. Pero no tarda en saber que un cuchillo no está limpio hasta que ha sido purificado por el fuego, y una tela hervida en agua de sosa.

Sin embargo, todo cuanto hace referencia al arte de la medicina está escrito en los libros, de manera que no me detendré más sobre ello. Como desquite quiero hablar de lo que he visto y en particular sobre lo que los demás no han escrito.

Después de una larga estancia, vino el día en que me dieron una blusa blanca después de las purificaciones rituales y pude aprender, en las salas de visita, a arrancar dientes a los hombres fuertes, curar las heridas y entablillar miembros fracturados. Todo aquello no era nuevo para mí y gracias a las enseñanzas de mi padre hice rápidos progresos y llegué a ser pronto el jefe de mis camaradas. Algunas veces recibía regalos, y un día hice grabar mi nombre sobre la piedra verde que Nefernefernefer me había dado, a fin de poder estampar mi nombre sobre mis recetas.

Abordé tareas cada vez más difíciles, y pude velar en las salas donde reposaban los incurables, seguir los cuidados y las operaciones de los médicos célebres que eran capaces de salvar un enfermo de cada diez. Aprendí también a ver que para el médico la muerte no tiene nada de espantoso y que a menudo para el enfermo es una amiga compasiva, de manera que frecuentemente el rostro de un hombre moribundo demuestra más felicidad que durante los días miserables de su vida.

Sin embargo, fui ciego y sordo hasta el momento en que tuve una iluminación como antaño, durante mi infancia, cuando las imágenes, las palabras y las letras cobraron vida para mí. Un día mis ojos se abrieron, me desperté como de un sueño y con el espíritu desbordante de alegría me pregunté: «¿Por qué?» Porque la temida clave de todo verdadero saber es la pregunta: «¿Por qué?» Esta palabra es más fuerte que la caña de Thoth y más poderosa que las inscripciones grabadas sobre la piedra.

He aquí cómo ocurrió. Una mujer no había tenido hijos y se creía estéril porque había pasado ya de la cuarentena. Un día, sus menstruos cesaron y, atemorizada, acudió a la Casa de la Vida preguntándose si un mal espíritu habría penetrado en ella empozoñando su cuerpo. Como está prescrito, tomé unos granos de trigo y los hundí en la tierra. Regué algunos granos con agua del Nilo y los otros con orina de la mujer. Puse todo aquello al sol y le dije a la mujer que volviese a pasar al cabo de algunos días. Cuando vino, los granos habían germinado; los que habían sido regados con agua del Nilo eran pequeños, mientras los demás estaban florecientes. Así lo que estaba escrito era verdad, como se lo dije a la mujer sorprendida.

– Regocíjate, mujer, porque en su misericordia el poderoso Amón ha bendecido tu seno y tendrás un hijo, como las demás mujeres benditas. La pobre mujer lloró y me dio un brazalete de plata que pesaba dos deben (el deben o tabonom, pesa aprox. 90g). Pero en el acto me preguntó si sería varón, porque se figuraba que lo sabía todo. Reflexioné un momento, la miré a los ojos y le dije:

– Será un hijo.

Porque las probabilidades eran las mismas y en aquellos tiempos tenía suerte en el juego. Estuvo todavía más contenta y me dio otro brazalete igual al primero.

Una vez se hubo marchado, me pregunté:

«¿Cómo es posible que un grano de trigo sepa lo que ningún médico puede dilucidar antes de que los signos del embarazo sean perceptibles a la vista?» Entonces me decidí a hacer esta pregunta a mi maestro, pero éste se limitó a contestar:

– Está escrito.

Pero aquélla no era una respuesta satisfactoria a mi porqué. Me decidí a consultar acerca de la maternidad al médico comadrón real, quien me dijo: -Amón es el dios de todos los dioses. Su ojo ve la matriz que recibe la semilla. Si permite la fecundación, ¿por qué no permitir que un grano germine en la tierra si se ha regado con el agua de la mujer fecundada?

Me dirigió una mirada de compasión como a un imbécil, pero su respuesta no me, satisfizo.

Ahora mis ojos se abren y veo que los médicos de la Casa de la Vida conocían únicamente los textos y las costumbres, pero nada más. Porque si preguntaba por qué había que cauterizar una herida purulenta mientras se unta una herida ordinaria y se la cubre con un apósito y por qué el moho y las telarañas curan los abcesos, me respondían:

– Así se ha hecho siempre.

De la misma forma el manipulador del cuchillo que cura tiene el derecho de practicar las ciento veintidós operaciones e incisiones que han sido descritas, y las ejecuta más o menos bien según su experiencia y habilidad; más o menos lentamente, ocasionando más o menos sufrimientos al enfermo; pero no puede hacer nada más porque sólo éstas han sido descritas.

Había gente que se adelgazaba y cuyo rostro se ponía pálido, pero el médico no podía descubrir enfermedad ni defecto. Y, sin embargo, estos enfermos recuperaban la salud si comían hígado crudo de las víctimas de los sacrificios pagando por él un precio elevado, pero nadie podía explicar el porqué; nadie se atrevía siquiera a preguntarlo. Otros tenían dolores de vientre, y sus manos y sus rostros se ponían ardientes; tomaban purgantes y calmantes, pero unos sanaban y otros morían sin que los médicos pudiesen decir de antemano lo que ocurriría. No estaba siquiera permitido preguntarse por qué. No tardé en darme cuenta de que hacía demasiadas preguntas, porque todos comenzaron a mirarme de soslayo y los camaradas entrados más tarde que yo pasaban delante de mí y me daban órdenes. Entonces fue cuando me quité mi vestidura blanca, me purifiqué y abandoné la Casa de la Vida, llevándome los dos brazaletes cuyo peso era de cuatro deben.

5

Cuando salí del templo en pleno día, cosa que no me había ocurrido desde hacía muchos años, me di inmediatamente cuenta de que Tebas había cambiado mucho durante mis estudios. Lo vi al seguir la Avenida de los Carneros y al cruzar las plazas de los mercados. Por doquier reinaba una nueva inquietud y la indumentaria de la gente era más lujosa y complicada y era ya imposible distinguir, por los pliegues del traje y la peluca, si era un hombre o una mujer. De las tabernas y las casas de placer salía la música de Siria y en las calles se oían constantemente nombres extranjeros; los sirios y los negros se mezclaban descaradamente con los egipcios .La opulencia y el poderío de Egipto eran infinitos y desde hacía siglos ningún enemigo había hollado el suelo del país, y los hombres llegados a la edad adulta ignoraban cuanto hiciese referencia a la guerra. Pero la gente, ¿era acaso más feliz? No lo creo, porque todas las miradas estaban inquietas, todo el mundo llevaba prisa, cada cual esperaba una mejora futura sin gozar del momento presente.

Andaba al azar por las calles de Tebas; iba solo y mi corazón estaba henchido de angustia y de dolor. Regresé a casa y vi que mi padre Senmut había envejecido; su espalda se había encorvado y sus ojos no podían ya distinguir los signos sobre el papel. Vi también que mi madre Kipa había envejecido, jadeaba al caminar y no hablaba más que de la tumba, porque con sus economías mi padre había comprado una tumba en la necrópolis situada al oeste del río. Yo la había visto, era de ladrillos con los muros adornados con las imágenes e inscripciones habituales. Estaba rodeada de millares de tumbas semejantes que los sacerdotes de Amón vendían muy caras a la gente respetable y económica y a fin de asegurarles la inmortalidad. Para complacer a mi madre, le había redactado un Libro de los Muertos

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