El Conde tomó un trago bien largo de añejo y encendió un cigarro, porque siempre le sucedía lo mismo: no encontraba cómo plantearle a Candito que le sirviera de informante. El sabía que, a pesar de la amistad y la discreción y el ropaje de un favor a un viejo amigo, sus encargos iban contra la ética callejera y estricta de un tipo como Candito el Rojo, nacido y criado en aquel solar fogoso donde los valores de la hombría excluían desde el primer capítulo la posibilidad de aquel género de colaboración con un policía: con cualquier policía. Entonces decidió empezar moviéndose por las ramas.
– ¿Tú conoces a un pepillo que se llama Pupy, que vive en el edificio del Banco de los Colonos y tiene una moto?
Candito miró hacia la cortina de la cocina.
– Creo que no. Tú sabes que aquí hay dos mundos, Conde, el de los niños de papá y el de la gente de la calle, como yo. Y los niños de papá son los que tienen Ladas y motos.
– Pero eso es a tres cuadras de aquí.
– A lo mejor lo he visto, pero no me suena. Y no midas eso por cuadras: esa gente vive en la gloria y yo la tengo que pulir todos los días pa inventar un baro. No jodas, tú conoces la calle, mi socio. ¿Pero qué pasa con el tipo?
– No, hasta ahora nada. Es que tiene que ver con una candela que me interesa resolver. Una candela fea, porque hay un muerto por el medio -dijo y terminó el ron. Can-dito le volvió a servir y entonces el Conde se decidió a tocar fondo-: Rojo, me hace falta saber si en el Pre hay drogas, sobre todo marihuana, y quién la está llevando.
– ¿En el Pre de nosotros?
El Conde asintió mientras encendía el cigarro.
– ¿Y se echaron a uno?
– Una profesora.
– Candela de verdad… ¿Y cómo es el pase?
– Lo que te dije… La noche que la mataron se fumaron por lo menos un pito en su casa.
– Pero eso no tiene que ver con el Pre. A lo mejor salió de otra parte.
– Coño, Rojo, el policía soy yo, ¿no?
– Pérate, socio, pérate. La cosa es así: a lo mejor el Pre no tiene que ver con eso.
– El lío es que ella vive cerca de aquí, como a ocho cuadras, y Pupy fue novio de ella, pero parece que seguía cayéndole atrás. Y yo te digo: si la hierba se mueve en el barrio, puede llegar hasta la gente del Pre.
Candito sonrió y con un ademán le pidió un cigarro al Conde: ahora sus manos estaban coronadas por unas uñas largas y afiladas, necesarias para su trabajo de zapatero.
– Conde, Conde, tú sabes que en todos los barrios se mueve y que no solo es hierba lo que hay en el ambiente…
– Perfecto, compadre, perfecto. Averigúame con la gente del barrio si alguien del Pre la está comprando: una profesora, un alumno, un conserje, no sé. Y averigua también si Pupy le mete al pito.
Candito encendió el cigarro y aspiró dos veces. Entonces clavó sus ojos en los del Conde y, mientras se acariciaba el bigote, sonrió.
– Así que marihuana en el Pre…
– Oye, Candito, eso te quería preguntar: ¿había en la época de nosotros?
– ¿En el Pre? No, no. Había dos o tres arrebataos que a veces se sonaban un taladro en las fiestas con los Gnomos o con los Kent, o se empastillaban y arriba le metían ron,
¿te acuerdas cómo se ponían esas fiestas? Ahí a veces había, pero era un cigarro para cien. Ernestico el Rubio era el que a veces la conseguía en su barrio.
– ¿No jodas que Ernestico? -se asombró el Conde al recordar la voz pastosa y el semblante apacible de Ernestico: unos decían que era comemierda, y otros apostaban a que era comemierda y medio-. Bueno, pero eso es historia. Ahora es cuando vale. ¿Me vas a tirar un cabo?
Candito miró un instante sus uñas afiladas. No va a decir que no, pensó el Conde.
– Está bien, está bien, deja ver si te puedo ayudar… Pero ya tú sabes: no names , como dicen los yumas.
El Conde, entonces, sonrió, con una discreta dulzura, para avanzar un paso más.
– No me pongas esa, compadre, si le están vendiendo a alguien del Pre, va a haber tremenda cagazón, y más con un muerto por el medio.
Candito pensó un instante. El Conde temía aún una negativa que casi llegaba a entender.
– Un día me vas a quemar, asere, y de una candela así no me va a salvar nadie. Cuando tú te enteres vas a tener que espantarme las hormigas de la boca -dijo, y el Conde respiró. Bebió otro trago de ron y buscó el mejor modo de sellar el pacto.
– Otra cosa, compadre, tengo una jevita ahí que quiero tumbar… ¿Están buenas las chancletas que estás metiendo ahora?
– Mamey, Condesito, y pa' ti, pa' ti, con cincuenta cañas te limpias el pecho. Y si no tienes plata, pues te las regalo. ¿Qué número usa el pollo?
El Conde sonrió y movió la cabeza, negando.
– Estoy jodío, compadre, no sé de qué tamaño tiene la pata -dijo y levantó los hombros, y pensó que a la próxima mujer que conociera, antes de mirarle las nalgas o las tetas, le preguntaría el número que calzaba. Nunca se sabe cuándo ese dato puede hacer falta.
El recuerdo más remoto que Mario Conde tenía del amor se lo debía, como casi todo el mundo, a su profesora de kindergarten, una muchacha pálida y de dedos largos, que lo rociaba con su aliento cuando le tomaba las manos para colocarle los dedos sobre el teclado del piano, mientras, en un sitio impreciso entre las rodillas y el abdomen del niño, crecía una suave desesperación. Desde entonces el Conde empezó a soñar con su profesora, dormido y despierto, y una tarde le confesó al abuelo Rufino que quería ser grande para casarse con aquella mujer -a lo que el viejo le respondió: Yo también quiero-. Muchos años después, cuando estaba en vísperas de su matrimonio, el Conde supo que aquella joven de la que jamás volvió a tener noticias después de las vacaciones de verano estaba otra vez en el barrio. Había venido desde New Jersey por diez días para visitar a sus familiares y decidió ir a verla pues, aunque muy raras veces se acordaba de ella, en realidad nunca había podido olvidarla del todo. Y se felicitó por su decisión, pues ni siquiera los años, las canas y la gordura habían logrado disipar la belleza serena de aquella maestra a la que debía su primera erección por contacto y la conciencia remota de la necesidad de amar.
Algo de aquella mujer, más presentida que sentida cuando sólo tenía cinco años y su abuelo Rufino el Conde lo paseaba por todas las vallas de gallos de La Habana, había resurgido en la imagen de Karina. No era un detalle preciso, porque además de las manos lánguidas y el color limpio de la piel de su maestra, nada había sobrevivido en la memoria del policía: era más bien una atmósfera ecuánime, como un velo azul, que obraba el milagro de una sensualidad reposada y a la vez incontenible. No tenía remedio: se había enamorado de Karina igual que de aquella maestra y ahora era capaz de oír, mientras espiaba la casa donde vivía la joven, la melodía cálida del saxofón que ella tocaba, sentada sobre el muro de la ventana, mientras las rachas nocturnas del incansable viento de Cuaresma le alborotaban el pelo. El, sentado en el suelo, le acariciaba los pies y dibujaba con sus dedos cada falange, cada rincón terso o suave de sus plantas, para apropiarse con sus manos de todos los pasos que aquella mujer había dado por el mundo hasta llegar a su corazón, definitivamente. ¿Usará un cuatro y medio o un cinco?
– La mató el Pupy ese, me la juego. Estaba celoso y por eso la mató, pero se la templó primero.
– No digas eso, tú, eso ya no lo hace nadie. Mira, mira, salvaje, eso es cosa de un loco, un sicópata de esos que da golpes, viola y estrangula. Si ya yo vi esa película el sábado pasado por la noche.
– Caballeros, caballeros, pero ustedes se han puesto a pensar qué hubiera pasado si la muchacha en vez de ser profesora hubiera sido, es un decir, ¿no?, cantante de ópera, muy famosa, claro, y en vez de matarla en su apartamento la matan en medio de una función de Madame Butterfly , en un teatro lleno de gentes, en el momento…
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