Leonardo Padura - Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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El Conde siempre había pensado que le gustaba aquel barrio: el Casino Deportivo había sido totalmente construido en los años cincuenta para una burguesía incapaz de llegar a fincas y piscinas, pero dispuesta a pagar el lujo de tener una habitación para cada hijo, un portal agradable y un garaje para el carro que no iba a faltar. La diáspora de la mayor parte de los moradores originarios y el paso de los años no habían conseguido, todavía, variar demasiado la fisonomía de aquel reparto. Porque es un reparto, no un barrio, se rectificó el Conde cuando el auto avanzó por la calle Séptima, en busca de la intercepción con la Avenida de Acosta, y notó que allí oscurecía sosegadamente, sin cambios bruscos, y no había ventolera, como si las contingencias e impurezas de la ciudad estuviesen prohibidas en aquel coto pasteurizado casi completamente ocupado por los nuevos dirigentes de los nuevos tiempos. Las casas seguían pintadas, los jardines cuidados y los car-porsh ocupados ahora por Ladas, Moskovichs y Fiats polacos de reciente adquisición, con sus cristales oscuros y excluyentes. La gente apenas caminaba por la calle, y los que lo hacían andaban con la calma dada por la seguridad: en este reparto no hay ladrones, y todas las muchachas son lindas, casi pulcras, como las casas y los jardines, nadie tiene perros satos y las alcantarillas no se desbordan de mierda y otros efluvios coléricos. Allí el Conde había asistido a algunas de las mejores fiestas de su época del Pre: siempre había un combo, los Gnomos, los Kent, los Signos, y siempre se bailaba rock, nunca ruedas de casino ni nada de música latina, y las fiestas no terminaban a botellazo limpio, como en su barrio, pendenciero y mal pintado. Sí, era un buen lugar para vivir, dijo, cuando vio la casa de dos plantas -linda también, y pintada y con jardincito podado- donde vivía Caridad Delgado.

La madre de Lissette tenía el pelo rubio, casi blanco, aunque muy cerca del cráneo se descubría su persistente color: un castaño oscuro que tal vez ella consideraba demasiado vulgar. El Conde sintió deseos de tocárselo: había leído que, al morir, el pelo de Marylin Monroe, después de tantos años de decoloraciones implacables para forjar aquel rubio perfecto e inmortal, parecía un manojo de paja reseca por el sol. El de Caridad Delgado, sin embargo, lograba lucir vivo, resistente. La cara no; a pesar de los consejos que regalaba a las demás mujeres y que ella misma debía de practicar con un fanatismo pertinaz, sus cincuenta años eran algo inocultable: la piel de los carrillos había comenzado a plegarse desde el borde mismo de los ojos y ya a la altura del cuello la cascada de pliegues formaba una bolsa blanda, irreverente. Pero debió de haber sido una mujer hermosa, aunque era mucho más pequeña de lo que aparentaba en la televisión. Para demostrarle al mundo y a sí misma que todavía quedaban glorias, y que «la belleza y la felicidad son posibles», llevaba un pullover sin ajustadores a través del cual se marcaban, amenazantes aún, unos pezones rollizos, como chupetes para niños.

Manolo y el Conde entraron en la sala de la casa y, como siempre, el teniente comenzó su inventario de utilidades.

– Siéntense un momento, por favor, voy a traerles café, ya debe de estar colando.

Un equipo de música con dos bailes relucientes y una torre giratoria para guardar los casetes y los compactos; televisor en colores y vídeo marca Sony; lámparas ventilador en cada techo; dos dibujos firmados por Servando Cabrera en los que se veía la lucha de dos torsos y grupas: en uno la penetración victoriosa discurría frente a frente y con honestidad, mientras que en el otro se lograba per angostan viam ; los muebles de mimbre, de una rusticidad estudiada, no eran de la estirpe común que desde el lejano Viet Nam había llegado a las tiendas. El conjunto era agradable: heléchos que pendían del techo, cerámicas de diversos estilos y un pequeño barcito de ruedas en el que el Conde descubrió, acongojado y envidioso, una botella de Johnny Walker (Black Label) cargada hasta los hombros y una garrafa de un litro de Flor de Caña (añejo), que parecía desbordarse en su inmensidad. Así cualquiera es bello y tal vez hasta feliz, se dijo, cuando vio regresar a Caridad con una bandeja sobre la que temblaban tres tazas.

– No debería tomar café, estoy alteradísima, pero el vicio me consume.

Le entregó las tazas a los hombres y ocupó una de las butacas de mimbre. Probó su café, con la tranquilidad que incluye levantar el dedo índice en el que brillaba una sortija de platino con un coral negro engarzado. Dio varios sorbos y suspiró:

– Es que tuve que escribir hoy mi artículo del domingo. La secciones fijas son así, lo esclavizan a uno; quieras o no tienes que escribir.

– Claro -dijo el Conde.

– Bueno, ustedes dirán -se preparó después de abandonar la taza.

Manolo se inclinó para devolver también su taza a la bandeja y se quedó anclado en el borde de la butaca, como si pensara levantarse en cualquier momento.

– ¿Desde cuándo Lissette vivía sola? -empezó, y aunque desde su posición el Conde no podía verle la cara, sabía que sus pupilas, fijas en las de Caridad, empezaban a unirse, como arrastradas por un imán oculto tras el tabique de la nariz. Era el caso de bizquera intermitente más singular que el Conde hubiese visto.

– Desde que se graduó en el Pre. Ella siempre fue muy independiente, bueno, estudió becada muchos años, y el apartamento estaba vacío desde que su padre se casó y se mudó para Miramar. Entonces, cuando empezó la universidad, ella quiso irse para Santos Suárez.

– ¿Y no le preocupaba que estuviera sola?

– Ya le dije…

– Sargento.

– Que era muy independiente, sargento, se sabía hacer sus cosas, y, por favor, ¿es necesario sacar ahora esas cuentas?

– No, perdóneme. ¿Ella tenía novio ahora?

Caridad Delgado pensó un instante y aprovechó para mejorar su posición. Se colocó de frente a Manolo.

– Creo que sí, pero no puedo decirle nada seguro sobre eso. Ella hacía su vida… No sé, me habló hace poco de un hombre mayor.

– ¿Un hombre mayor?

– Creo que me dijo eso.

– Pero tuvo un novio que andaba en una moto, ¿verdad?

– Sí, Pupy. Aunque hace rato se pelearon. Lissette me dijo que había tenido una discusión con él pero no me explicó. Nunca me explicaba nada. Ella siempre fue así.

– ¿Qué más sabe de Pupy?

– No sé, creo que le gustan las motos más que las mujeres. Ustedes me entienden, ¿verdad? No se bajaba de la moto en todo el santo día.

– ¿Dónde vive?, ¿qué hace?

– Vive en el edificio que está al lado del cine Los Ángeles. El edificio del Banco de los Colonos, pero no sé en qué piso -dijo y pensó antes de seguir-. Y creo que no hacía nada, vivía de arreglar motos y eso.

– ¿Cómo eran las relaciones de ustedes dos?

Caridad miró al Conde y había una súplica en sus ojos. El teniente encendió un cigarro y se dispuso a oírla. Lo siento, vieja.

– Bueno, sargento, no muy cercanas, por decirlo de alguna forma. -Hizo una pausa y se observó las manos, manchadas por unas pecas cobrizas. Sabía que caminaba por un suelo fangoso y debía calcular cada paso-. Yo siempre he tenido muchas responsabilidades en mi trabajo y mi esposo igual, y el padre de Lissette tampoco paraba en la casa cuando vivíamos juntos y ella estudió becada… No sé, nunca estuvimos muy unidas, aunque yo siempre me ocupaba de ella, le compraba cosas, le traía regalos cuando viajaba, trataba de complacerla. La relación con los hijos es una profesión muy difícil.

– Algo así como las secciones fijas -opinó el Conde-. ¿Lissette le contaba sus problemas?

– ¿Qué problemas? -preguntó como si hubiese escuchado una herejía y logró sonreír, adelgazando apenas los labios. Alzó una mano a la altura del pecho y mostró los dedos, lista para ejecutar una convincente enumeración-. Ella lo tenía todo: una casa, una carrera, estaba integrada, siempre fue buena estudiante, tenía ropa, era joven…

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