Leonardo Padura - Vientos De Cuaresma

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En los infernales días de la primavera cubana en que llegan los vientos calientes del sur, coincidiendo con la Cuaresma, al teniente Mario Conde, que acaba de conocer a Karina, una mujer bella y deslumbrante, aficionada al jazz y al saxo, le encargan una delicada investigación. Una joven profesora de química del mismo preuniversitario donde años atrás estudió el Conde ha aparecido asesinada en su apartamento, en el que aparecen además restos de marihuana. Así, al investigar la vida de la profesora, de impoluto expediente académico y político, el Conde entra en un mundo en descomposición, donde el arribismo, el tráfico de influencias, el consumo de drogas y el fraude revelan el lado oscuro de la sociedad cubana contemporánea. Paralelamente, el policía, enamorado de la bella e inesperada mujer, vive días de gloria sin imaginar el demoledor desenlace de esa historia de amor.

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Los dedos de la mano fueron insuficientes para el con-teo de bienes y utilidades y dos lágrimas corrieron entonces por la cara marchita de Caridad. Al terminar, su voz perdió brillo y ritmo. No sabe llorar, se dijo el Conde, y sintió lástima por aquella mujer que hacía mucho tiempo había perdido a su única hija. El teniente miró a Manolo y con los ojos le pidió que le dejara la conversación. Apagó su cigarro en un amplio cenicero de vidrio coloreado y se volvió a recostar.

– Caridad, usted debe comprender. Nosotros debemos saber qué pasó y esta conversación es inevitable.

– Yo sé, yo sé -dijo, recomponiéndose las arrugas de los ojos con el dorso de la mano.

– Algo muy raro sucedió con Lissette. No lo hicieron para robarle, porque como usted sabe no parece faltar nada en la casa, ni fue una violación común, porque además la maltrataron. Y lo que es más alarmante: esa noche hubo música y baile en su casa y fumaron marihuana en el apartamento.

Caridad abrió los ojos y luego dejó caer los párpados muy lentamente. Un instinto profundo la hizo llevarse una mano al pecho, como tratando de proteger los senos que palpitaban bajo la tela del pullover. Parecía vencida y diez años más vieja.

– ¿Lissette consumía drogas? -preguntó entonces el Conde dispuesto a aprovechar su superioridad.

– No, no, ¿cómo van a pensar eso? -se rebeló la mujer, recuperando algo de su devastada seguridad-. No puede ser. Que tuviera varios novios o que fuera a fiestas o que un día se tomara unos tragos, eso sí, pero drogas no. ¿Qué le han dicho de ella? ¿No saben que era militante desde los dieciséis años, que siempre fue una estudiante ejemplar? Hasta fue delegada al Festival de Moscú y era vanguardia desde la primaria… ¿No sabían eso?

– Sí lo sabíamos, Caridad, pero también sabemos que la noche que la mataron se fumó marihuana en su casa y se bebió bastante alcohol. Quizás hasta se consumieron otras drogas, pastillas… Por eso nos interesa tanto saber quiénes pudieron ser sus invitados a esa fiesta.

– Por Dios -invocó ella entonces, anunciando el alud final: un sollozo áspero salió de su pecho, agrietó su cara, y hasta su pelo, rubio, vivo y resistente, pareció transformarse en una peluca mal llevada. El poeta tenía razón, pensó el Conde, demasiado adicto a las verdades poéticas: de pronto aquella mujer de pelo platinado se había quedado sola como un astronauta frente a la noche espacial.

– ¿Te gusta este reparto, Manolo?

El sargento lo pensó un instante.

– Es lindo, ¿no? Creo que a cualquiera le gustaría vivir aquí, pero no sé…

– ¿No sabes qué?

– Nada, Conde, ¿te imaginas a un desarrapado como yo, sin carro ni perro de raza ni beneficios, en un barrio así? Mira, mira, todo el mundo tiene carro y casa linda; yo creo que por eso se llama Casino Deportivo: aquí todo el mundo está en competencia. Ya me sé esas conversaciones: Vecina viceministra, ¿cuántas veces fuiste al extranjero este año? ¿Este año? Seis… ¿Y tú, mi querida directora de empresa? Ah, yo fui nada más que ocho, pero no traje muchas cosas: las cuatro gomas del carro, el arreo de cuero de mi poodle toy , ah, y el micro-wave , que es una maravilla para la carne asada… ¿Y quién es más importante, tu marido que es dirigente o el mío que está trabajando con extranjeros?…

– A mí tampoco me gusta tanto este reparto -admitió el Conde y escupió por la ventanilla del carro.

Candito el Rojo había nacido en un solar de la calle Milagros, en Santos Suárez, y aunque ya había cumplido treinta y ocho años todavía vivía allí. En los últimos tiempos, las cosas habían mejorado en aquel solar; la muerte del vecino más cercano había dejado libre un cuarto que se sumó, sin mayores complicaciones legales -«Por los cojones de mi padre», le había dicho Candito-, a la única habitación de la morada original de la familia y, gracias a la altura del puntal de aquella casona de principios de siglo, devaluada y convertida en cuartería en los años cincuenta, su padre había construido una barbacoa y aquello empezó a parecer una casa: dos habitaciones en la parte más cercana al cielo, y el sueño solariego al fin realizado de poseer un bañito propio, una cocina y una sala comedor en los bajos. Los padres de Candito el Rojo ya habían muerto, su hermano mayor cumplía el sexto de sus ocho años de condena por robo con fuerza y la mujer del Rojo se había divorciado de él y se había llevado a los dos muchachos. Ahora Candito disfrutaba su amplitud hogareña con una mulatica dócil de veintipico de años que lo ayudaba en su trabajo: fabricar artesanalmente chancletas de mujer, de las que tenía una demanda permanente.

El Conde y Candito el Rojo se habían conocido cuando el Conde entró en el Pre de La Víbora y Candito iniciaba por tercera vez el onceno grado que nunca aprobaría. Inesperadamente, un día en que a los dos les cerraron la puerta de entrada por haber llegado diez minutos tarde, el Conde le regaló un cigarro a aquel jabao de pasas cobrizas y comenzaron una amistad que ya duraba diecisiete años y de la que el Conde había sacado siempre el mejor provecho: desde la protección de Candito cuando una noche evitó que le robaran la comida en la escuela al campo, hasta los esporádicos encuentros que últimamente tenían si el Conde necesitaba algún consejo o información.

Cuando lo vio llegar, Candito el Rojo se sorprendió. Hacía varios meses que no lo visitaba y, aunque el Conde era su amigo, la visita del policía nunca era una presencia inocente para Candito. Al menos mientras el Conde no demostrara lo contrario.

– El Conde, carajo -dijo después de mirar hacia el pasillo del solar y descubrir que estaba vacío-, ¿qué se te perdió por aquí?

El teniente le tendió la mano y sonrió.

– Mi socio, ¿qué tú haces para no ponerte viejo?

Candito le cedió el paso y le indicó uno de los sillones de hierro.

– Por dentro me conservo con alcohol y por fuera con esta jeta que Dios me dio: más dura que un palo -y gritó hacia el interior de la casa-. Cuqui, pon la cafetera ahí, que llegó el Condesito.

Candito levantó las manos, como pidiéndole tiempo a un árbitro, y avanzó hacia un pequeño aparador de madera y extrajo su medicina personal de preservación interior: le mostró al Conde una botella de añejo, casi completa, que le removió al policía la sed que le provocara el bar inexpugnable de Caridad Delgado. Tomó dos vasos y, sobre la mesa, sirvió el ron. Haciendo a un lado la cortina de tela que separaba la sala de la cocina, Cuqui asomó la cara y sonrió.

– ¿Cómo estás, Conde?

– Aquí, esperando el café. Aunque ya no estoy tan apurado -dijo, mientras aceptaba el vaso que le ofrecía Candito. La muchacha sonrió y, sin agregar palabra, escondió la cabeza tras la cortina.

– Oye, esa niña es mucho pa ti.

– Pa eso uno se mete en candela y se busca unos pesos, ¿no? -aceptó Candito y se tocó el bolsillo.

– Hasta que un día te busques un lío.

– Oye, que esto es legal, mi socio. Pero si hay líos tú me vas a ayudar, ¿verdad?

El Conde sonrió y pensó que sí. Iba a ayudarlo. Desde que trabajaba como oficial investigador, Candito el Rojo lo había ayudado a resolver varios problemas y los dos sabían que la influencia del Conde en caso de necesidad era la moneda de cambio con la que operaban. Además de una vieja deuda y los años de amistad, se dijo el Conde y bebió goloso un trago largo del añejo.

– Está tranquilo el solar, ¿no?

– Compadre, le dieron casa a la gente del primer cuarto y esto está ahora más tranquilo que un sanatorio. Oye, oye, qué silencio.

– Menos mal.

– ¿Y qué te pasa ahora? -preguntó Candito recostándose en su sillón.

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