Tessa Korber - La Reina de Saba

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La pequeña Simún ha nacido tullida de un pie, no conoce a su madre y vive con su abuelo al borde del desierto, donde crece cuidando cabras. Un día, al fin ve confirmado su presentimiento de ser especial: una riada arrasa su poblado de pastores y ella acaba en la portentosa ciudad de Saba, uno de cuyos príncipes, descubre, es su padre. Sin embargo, la ciudad está gobernada por un tirano asesino de muchachas que cada año celebra una boda sangrienta.
La joven está convencida de que sólo ella tiene la fuerza y el poder necesarios para destruir a ese hombre, pues sabe que es la única que también carece de escrúpulos para matar. Con todo, cuando Simún, ya mujer, sube al trono de Saba después de lograr la hazaña, descubre que está rodeada de enemigos y amigos insidiosos. Para hacer valer su poder y salvar al reino de Saba de la destrucción, tendrá que superar pruebas sobrehumanas.
Plena de imágenes históricas magnificas, La reina de Saba transporta al lector a un pasado remoto habitado por personajes movidos por el poder, el amor y la libertad. La fastuosa y fascinante novela de Tessa Korber consigue que el mito de la legendaria soberana ele Saba cobre vida de manera cautivadora.

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CAPÍTULO 57

La cabaña de los huertos

– ¿Por qué te niegas a creerlo? -exclamó Shams.

Corría todo lo que podía detrás de Mujzen, que avanzaba iracundo por los yermos para llegar a casa. De una patada abrió la puerta, que dio un golpetazo contra la pared, cruzó el patio y desapareció en la casa sin esperarla. Shams, tras entrar también ella sin aliento, lo encontró arrodillado ante la mesa de madera tallada que había junto a la alcoba de las visitas. En silencio vio cómo se servía un vaso de vino y lo vaciaba a grandes tragos. Puesto que no le hacía caso, abrió con cautela la puerta que daba a la habitación contigua y vio que su hijo dormía plácidamente. La criada, que estaba tumbada en una estera junto a su lecho, alzó la cabeza en actitud interrogante. Shams le dijo con señas que volviera a echarse y regresó con Mujzen.

Se le acercó por la espalda sin hacer ruido y le puso una mano en el hombro.

– Está tan claro como la luz de Almaqh -dijo-. Sabemos incluso que es de Hadramaut.

– Una esclava, comprada aquí -repuso Mujzen con obstinación.

– Eso no lo sabemos con seguridad -dijo Shams, y le masajeó los músculos de la nuca hasta que él le apartó las manos con un mal gesto-. Por favor -suplicó-, pero si todo encaja. -Alzó las manos-. ¿Por qué no quieres admitirlo?

Al oír esas palabras, Mujzen se volvió de golpe y la fulminó con la mirada. Cuando vio el rostro preocupado e inocente de Shams, su ira se vino abajo.

– Porque… -empezó a decir con vacilación. Sin embargo, bajo la vergüenza que lo torturaba comenzó a moverse despacio la maliciosa chispa de un nuevo sentimiento, el deseo de hacerle daño. «Si así lo quieres…», pensó, y cogió aire antes de proseguir-: Porque ella es la mujer por la que yo me encontraba en palacio aquella noche.

Los labios de Shams formaron un «oh» silencioso. Mujzen no pudo renunciar a un gruñido de furia. Sí, era muy diferente saber el nombre de aquel con quien le habían sido a uno infiel, ¿verdad? Observó el semblante compungido de Shams y supo que imaginaba lo mismo que él estaba imaginando: la figura extraordinariamente grácil de Incienso, sus extraños ojos, cuyo color era tan difícil de dilucidar como los pensamientos que se ocultaban en su interior, la majestuosa frente arqueada que hacía pensar en una estatua, sus dedos largos y hábiles, que habían recorrido todo el cuerpo de él, y el tono ceniciento de su piel, que habría ardido en algunos momentos bajo las manos de Mujzen, tan abrasadoramente caliente que él creía sentirla aún algunas noches, aunque fuera Shams la que yacía en sus brazos.

Mujzen tragó saliva, tenía la boca seca como el polvo. En ese momento se iluminó claramente en él la tristeza. No por haber sido infiel, no por haber sido utilizado por aquella muchacha, porque fuera una traidora y él se hubiera dejado engañar. Sino sobre todo porque jamás volvería a poseerla. Sabía que Shams también lo había comprendido así. Sin mirarla, alargó una mano hacia ella y se sintió feliz cuando su mujer la estrechó.

Al acercarse, Incienso comprobó con alivio que en la cabaña ardía una luz, de modo que Yada había conseguido llegar y la estaba esperando, tal como habían convenido. Desató el fardo y lo dejó caer al suelo. Después desmontó de la silla y sacó el arco que guardaba en ella. Con cuidado sacó del carcaj su flecha, una flecha de Hadramaut. Ya sólo tenía que ocuparse de eso y después podría regresar al palacio. Se presentaría con inquietud en el rostro y miedo en la voz, y ese gigante, Marub, la seguiría hasta la cabaña como un cabritillo atado por un cordel. Porque la amaba. Casi se echó a reír. El amor generaba una confianza mortífera.

Colocó la flecha contra la cuerda y probó a apuntar con ella en la oscuridad. Así encontrarían a la reina, caída a causa de un arma de Hadramaut, y a su asesino no muy lejos de ella. ¿A quién le importaría que estuviera muerto, o casi? En Saba nadie haría preguntas, y Karib sólo esperaba la noticia que le dijera que el trono sería suyo en el futuro.

La puerta se abrió a medias e Incienso apuntó hacia la figura cuyos contornos aparecieron en el pálido resplandor.

– ¿Qué…? -espetó Yada aún, y quiso caminar hacia ella, pero la flecha lo clavó al marco de la puerta.

Incienso bajó el arco despacio, se acercó a él y lo miró con la cabeza ladeada. Temblaba aún de la conmoción; tenía los ojos muy abiertos, la respiración superficial y jadeante. La flecha que lo retenía se le había clavado en el hombro derecho.

– Por poco -dijo Incienso, y le tocó la herida casi con cariño-. Eres verdaderamente rápido. -Se encogió de hombros-. Bueno, poco importa. Que los sabeos acaben contigo.

Dicho eso, dio media vuelta y puso la segunda flecha en el arco para matar finalmente a Simún. No había suficiente luz, así que se detuvo a pensar un momento. En lugar de acercarse más a su víctima, dio un paso hacia atrás y abrió la puerta de una patada para que la luz de la lámpara iluminara toda la explanada.

– Bueno. -Alzó el arco y apuntó con cuidado-. ¡Ay, maldita sea!

Una patada de Yada le hizo perder el equilibrio y erró el tiro. La flecha siseó lejos de su blanco, en la oscuridad. La muchacha dio media vuelta y le propinó un golpe con el arco en toda la cara. Yada soltó un quejido y se estremeció. De nuevo alzó Incienso el puño, pero entonces oyó unos pasos y alzó la cabeza.

Por entre los árboles se acercaban unas teas, aún estaban lejos, pero avanzaban en dirección a ellos; ya se oían voces. La luz de la cabaña los delataría. Incienso volvió a maldecir. No tenía mucho tiempo. Calculó con la mirada la distancia que había hasta el camello, en cuya silla colgaba el carcaj, y decidió que no llegaría. En lugar de eso, echó la mano hacia atrás y, con un tirón brutal, arrancó la flecha del hombro de Yada y la colocó contra la cuerda. La sangre goteaba de su punta temblorosa a la arena cuando la alzó a toda prisa. Disparó sin dudarlo.

– ¡Simún! -oyó que gritaba alguien en ese mismo instante, muy cerca.

Era Shams. Un crujido de ramas. Ya era hora de desaparecer.

La oscura silueta que era Simún profirió entonces un quejido en respuesta al grito, como una burla a los esfuerzos de Incienso. Preparada ya para salir huyendo, tensa de la cabeza a los pies y dispuesta a echar a correr como el rayo, permaneció aún un momento clavada al suelo. El odio arreciaba en su interior. ¿Por qué no se moría ya? ¿Por qué se empecinaba en encadenarla a ella y en encadenar a su pueblo a los árboles sagrados? ¡No era su esclava!

Con un grito de ira, Incienso se volvió para abalanzarse sobre su enemiga, pero entonces sintió que algo la retenía y tiraba de ella hacia atrás. Algo le apretaba en el cuello. ¡La cadena! Yada la había agarrado de la cadena que le había robado a Simún poco antes. Incienso se tambaleó, tropezó, intentó librarse de Yada y finalmente consiguió sacar la cabeza de la cadena en la que el joven tenía enredados los dedos. Se puso a gatas como pudo, jadeando, y sintió que sobre ella se cernía una gran sombra. Echó la cabeza hacia atrás y vio la cara desfigurada de Marub.

– ¡Deprisa! -exclamó, e intentó librarse por fin de las manos de Yada, que estaba medio inconsciente y mascullaba algo ininteligible-. Ha sido él. Aquí. El le ha disparado.

Marub se la quedó mirando, miró al arco que estaba junto a ella y al joven contra el que aún se resistía con fuerza, intentando ponerse de pie. Entonces le tendió a Incienso una mano, era la primera vez que sus dedos se tocaban, y la alzó hacia sí. La miró largo rato, incapaz de decir una palabra. También Incienso callaba, tan sólo le sostenía la mirada. Y poco a poco sonrió. Alzó la mano para tocarle la cara con mucha suavidad, como la primera vez. Su dedo le rozó la ceja, siguió la cicatriz, acarició el borde del orificio muerto. Marub estaba quieto como un condenado.

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