– ¡Simún! -exclamó con sus últimas fuerzas-. Vine a ver a la pretendida que me rechazó.
Simún se quedó quieta.
– Y la vi.
Ella alzó la cabeza, indecisa, sin saber qué hacer.
– Sí, me aconsejaron que te matara -siguió diciendo.
Marub lo zarandeó.
– Eres un recondenado bicho de Karib y morirás por ello.
– ¡Pero yo me negué! -gritó Yada-. ¡Preguntadle a Karib! ¡Pregúntatelo a ti misma!
– ¡Desvergonzado!
Simún oyó el bofetón con el que Marub había hecho callar a Yada y cerró los ojos.
Bayyin se inclinó hacia ella.
– Karib le dijo a mi hombre que tenía aquí a un asesino que podía acercarse mucho a ti -explicó en susurros.
Sobresaltado, retrocedió al ver el fulgor de su mirada.
– ¿Y cuándo-siseó Simún-tenías pensado comunicarme todo eso, Bayyin?
Una sombra de vergüenza cubrió por primera vez el negro rostro del sacerdote, que bajó la cabeza.
– Tenía que reflexionar -dijo, y se irguió con la esperanza de recuperar un poco de dignidad.
Simún alzó las cejas con ironía.
– Déjame adivinar sobre qué.
Apretó los puños. Le habría gustado gritarle toda su furia y su frustración. Todos, todos la traicionaban. La oleada de ira acabó con todas las dudas.
– Apresadlo -dijo sin volverse una sola vez.
Salió de la casa todo lo deprisa que pudo y corrió a la escalinata. No quería volver a oír siquiera los pasos de Yada tras de sí, no quería saberlo cerca. Sin embargo, los guardias de Marub lo condujeron diligentemente tras ella. Tuvieron que hacer atrás a la muchedumbre con sus lanzas, pues la gente, iracunda, quería lanzarse contra el preso. Lo habrían linchado de no haberse mostrado Marub tan firme.
Simún subió la escalinata. Con una sacudida quiso quitarse de encima la mano que se posó en su brazo, pero entonces reconoció a Shams.
– ¿Dónde estabas? -bufó, todavía exaltada, pero calló al divisar tras su amiga a Mujzen, pálido de inquietud.
El joven, que se había echado encima a toda prisa el distinguido manto y el collar, signos de su autoridad, se balanceaba tímidamente sobre las puntas de los pies mientras seguía cogido del brazo de su mujer. Simún los miró impacientemente a uno y a otro. Intuía lo mucho que significaba la reconciliación para Shams, y en circunstancias normales… Pero su pensamiento iba de aquí para allá. No, no podía compartir con ellos ese momento, no podía alegrarse, no quería. Con una sonrisa ausente le dio unas palmaditas a su amiga en el brazo.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Shams, desconcertada.
Simún siguió subiendo la escalinata con impetuosidad. Cualquier cosa menos esa pregunta. No quería tener que decir ni explicar nada. No pronunciaría aquello que tanto daño le hacía.
– Yada es en realidad el rey de Hadramaut, que vino a asesinarme. -Le sonó ridículo. El esfuerzo que tuvo que hacer para no romper a llorar casi la destrozó.
Shams, sobresaltada, se llevó una mano a la boca. A Simún le habría gustado darle una bofetada por ese gesto banal.
Mujzen y Marub cruzaron una rauda mirada por encima de las cabezas de las mujeres. El jefe de los establos alzó las cejas y el guardián asintió. El dromedario extraño; no tuvieron que desperdiciar ni una palabra al respecto. La mirada de Mujzen se dirigió entonces a un lado. Shams sintió su nerviosismo, no se estaba quieto.
– ¿Qué sucede? -preguntó y se apartó de Simún, que con una expresión ausente había rechazado sus intentos por consolarla.
– Lo vi salir -espetó Mujzen. La ese siseó más que nunca a causa de su agitación-. A él, en el palacio.
Señaló a Yada con un dedo tembloroso.
– Sí -dijo Simún con voz ronca, y se agarró el vestido para seguir subiendo. Quería llegar al fin a la paz de una estancia en la que pudiera estar sola-. Ya lo sé.
– No, no -prosiguió Mujzen a toda prisa-. Cuando tú no estabas. Vos, quiero decir. -Lanzó una mirada a su mujer y se ruborizó muchísimo. Después bajó la cabeza-. De noche.
– ¿Qué hacías tú en el palacio de noche? -preguntó Shams con asombro.
Mujzen levantó la cabeza.
– El caso es que lo vi. Lo vi salir de los aposentos de Dhahab -dijo con voz firme. Evitó la mirada de Shams y miró a Simún a los ojos-. De las habitaciones de tu madre.
Estancias cerradas
Las varas de las lanzas golpearon las puertas talladas de los aposentos de Dhahab. Como nadie abría, Marub, con una expresión furiosa, dio orden de echarlas abajo. Los hombres cogieron impulso, pero justo en el último momento se oyeron unos pasos presurosos, el cerrojo rechinó y vieron el rostro espantado de una criada que agachó enseguida la cabeza y se retiró.
Simún no había vuelto a ver a Dhahab desde que volviera de Hadramaut con el cadáver de su padre. Todos esos años, su madre se había exiliado voluntariamente en su ala del palacio y se había ocultado de ella. Esta vez, sin embargo, salió con orgullo, cubierta de joyas como una reina, peinada, maquillada y más que preparada.
«Todavía es hermosa», fue lo primero que pensó Simún, que aguardaba algo apartada para observarlo todo. Estaba claro que para Dhahab era importante mostrar esa belleza en todo su esplendor. Gruesas líneas de kohl perfilaban sus ojos ausentes, la malaquita machacada prestaba su brillo verde a los párpados, y tanto labios como mejillas relucían de rojo como granos de granada.
Esos labios repletos, húmedos, se abrieron entonces en una sonrisa burlona.
– ¡Tenemos que haceros unas preguntas, mujer! -clamó Marub, pero ella hizo caso omiso y se dirigió, por el contrario, a Yada, que colgaba medio muerto entre dos de los guardias.
– ¿De modo que por fin te has atrevido? -exclamó, se acercó a él y le escupió.
Yada alzó la cabeza oscilante y la miró con odio.
– Fracasado -siseó Dhahab.
Después alzó la cabeza y buscó a Simún con la mirada. Al encontrarla no dijo palabra, simplemente se quedó allí de pie, pero la sonrisa sarcástica que cubría todo su rostro transmitía bien su mensaje. «Tampoco éste te ha querido -decía-. Nadie, nadie te ha amado jamás.» Y alzó la barbilla bien alta.
Marub perturbó su ánimo triunfal.
– ¿De modo que admitís estar aliada con él?
– ¿Aliada? -La voz de Dhahab fue crispada. Rió-. Fui yo quien lo invitó a venir. -Hablaba en voz muy alta, como si quisiera dar un discurso-. Yo lo agasajé. -Puso una expresión obscena que se transformó en una mueca de ira-. Y lo maldeciré eternamente por no haberlo conseguido.
– Eso no es cierto -dijo Yada con voz débil mientras intentaba ponerse otra vez en pie.
– Ah, ¿no? -se burló Dhahab, que se acercó a él sin que Marub se lo impidiera-. ¿Acaso temes compartir conmigo la muerte, cobarde?
Yada sacudió la cabeza como si quisiera despertar de una pesadilla.
– Tú y yo, en la vida como en la muerte, nunca hemos compartido nada. -Una tenue sonrisa apareció en su rostro ensangrentado-. Y lo sabes.
Dos hombres tuvieron que retener a Dhahab, que se abalanzó sobre él.
Simún sintió repugnancia y les dio la espalda. Su mirada recayó en Mujzen, al que Shams se arrimaba con temor.
– Me has vuelto a salvar -dijo con crudeza.
Buscó más palabras, pero no las encontró. Dio media vuelta y se alejó corriendo.
El joven, estupefacto, la siguió con la mirada. Muy lentamente empezó a sentir las amorosas caricias de la mano de Shams en su brazo. La estrechó contra sí y le besó el pelo.
– Que esa noche estuviera yo en el palacio… -empezó a decir con vacilación.
Ella alzó el rostro hacia él y le puso un dedo en los labios. Durante un rato se miraron a los ojos y entonces él le besó la yema del dedo con delicadeza. Igual que aquella primera noche, cuando vieron desaparecer a Simún, se sintió agradecido y feliz de tener a Shams a su lado.
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