David Liss - Los rebeldes de Filadelfia

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Ethan Saunders, el que antaño fuera uno de los mejores espías del general George Washington, es ahora un ex capitán sin reputación ni dinero que ahoga sus penas de taberna en taberna en Filadelfia. Además, la acusación de traición por la que fue expulsado del ejército no solo le costó su buen nombre, sino que también significó el abandono de su prometida.
Sin embargo, en este momento, el peor de su vida, su integridad y resuelta valentía le llevan a aceptar una investigación que le enfrentará al poder y al secretario del Tesoro: un antiguo enemigo y, también, el artífice en la oscuridad de un enorme engaño financiero; un hombre sin escrúpulos cuyos manejos sucios y métodos viles conducen a la violencia más feroz. Desde Filadelfia, Ethan, el patriota proscrito, inicia una lucha denodada, una valerosa cruzada contra la corrupción para evitar que Estados Unidos se convierta en una vulgar tierra para especuladores.
«Una novela que te deja sin aliento. Una narración que te sumerge en una compleja trama protagonizada por un espía revolucionario y una mujer deslumbrante que se convierte en su aliada y su Némesis.»

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– ¿Y si respondo que no?

Lavien torció el gesto y murmuró:

– Será mejor no explorar esa posibilidad.

Lo miré, dispuesto a dejarle claro que aceptaba su compañía provisionalmente y que, si no me gustaba lo que decía o hacía, lo despediría sin más. No obstante, no dije nada, pues acababa de verlo dejar fuera de combate a tres hombres en un abrir y cerrar de ojos, como un torbellino cegador. No se me ocurría cómo podría detenerlo, si deseaba acompañarme contra mi voluntad.

Cuando salimos, la lluvia había amainado casi por completo y anduvimos entre las ruinas enlodadas de Helltown. La caminata me sentó bien, me hizo fluir la sangre por las venas y alivió el dolor de mi cuerpo. Nunca he sido especialmente brillante en las peleas, pues son lances turbulentos que es mejor dejar a hombres broncos, y había aprendido hacía tiempo a soportar una paliza con ecuanimidad. Además, había cosas más importantes que considerar. Cynthia tenía algún problema y había venido a verme. Yo solo llevaba cuatro meses en Filadelfia, después de mi huida de Baltimore y de un malentendido con una prima, sobrina o algo así. Cynthia había sabido por algún conducto que ahora vivía en la ciudad y, en un momento de apuro, había acudido a mí. No había dolor que pudiera competir con mi curiosidad y con mi entusiasmo desbordado e irracional ante la perspectiva de volver a tener contacto con ella. No estaba tan dispuesto a desoír la razón como para creer que de algún modo, contra toda esperanza y decoro, pudiéramos estar juntos otra vez. Solo quería verla, oírla, tenerla cerca.

Mientras avanzábamos hacia el centro de la ciudad en silencio y encogidos bajo el frío, el panorama que encontrábamos fue transformándose, de un reducto marginal de pobreza y libertinaje, en lo más distinguido de la sociedad opulenta americana. De repente, como por arte de magia, todas las calles estaban adoquinadas, con aceras iluminadas con farolas y garitas de vigilancia ocupadas. Las casas ya no eran chabolas provisionales, refugios improvisados construidos con maderos traídos por el mar y paja, sino mansiones de ladrillo rojo, señoriales y hermosas, con tapias de piedra que escondían a la vista jardincitos recoletos.

La casa de Jacob Pearson, en la esquina de la Tercera y Shippen, era una de ellas. No se trataba de un gran monumento a la riqueza americana, como la casa de los Bingham, o como la mansión Morris, donde residía el Presidente, pero era una vivienda grande y majestuosa de tres plantas, rodeada de perales y manzanos desnudos, arbustos, matorrales y parcelas preparadas para cultivar parterres de flores cuando volviera el buen tiempo. Estaba hecha del mismo ladrillo rojo que la casa donde tenía alquiladas mis habitaciones, pero se advertía allí una riqueza que yo no podía albergar la esperanza de poseer jamás. Observando aquel hermoso edificio, ¿cómo podía preguntarme por qué Cynthia se había casado con él?

Durante nuestra caminata había oído dar las diez en las campanas de la iglesia, pero la casa de Pearson estaba toda iluminada y desde el exterior se apreciaba un bullicio de actividad. La lluvia, por ligera que fuese ahora, contrarrestó el efecto de haber estado un rato cerca del fuego y, cuando llegamos a las inmediaciones de la casa, los tres volvíamos a estar completamente empapados. Me detuve en el porche y clavé la mirada en la aldaba. Me di cuenta de que era imposible tomar medidas para lo que debía suceder a continuación, de que no tenía manera de prepararme. No podía hacer otra cosa que seguir adelante. Me habría gustado presentarme ante Cynthia con un traje limpio, sin sangre y bien atildado, pero no podía ser. Ella se creía en peligro y no le pediría que esperase mientras me aseaba y me vestía adecuadamente para la ocasión.

– ¿Debo encargarme yo de llamar a la puerta? -preguntó Leónidas, que había advertido, sin duda, la gravedad con que yo me tomaba aquel momento.

– No, creo que puedo hacerlo yo.

– Estoy totalmente dispuesto a tomar esa carga en mis manos -insistió-. Y, ahora que la lluvia empieza a caer con más fuerza, estoy incluso impaciente por encargarme del trabajo físico que se requiere para traer un criado a la puerta.

– Leónidas es muy insolente -le comenté a Lavien y procedí a llamar. Al fin y al cabo, era muy capaz de hacerlo; solo necesitaba un poco de intimidación por parte de mi esclavo para ponerme en acción.

No tardó en abrir un criado. Llevaba una librea arrugada, como si se hubiera vuelto a poner apresuradamente una prenda sucia, y observé unos círculos oscuros bajo los ojos. Yo había visto otras veces aquel aspecto en alguien y no tuve duda de que aquel hogar estaba en peligro.

– El capitán Ethan Saunders desea ver a la señora Pearson -anuncié con un tono de importancia que mi cabeza mojada y descubierta desmentía o, al menos, contradecía.

El sirviente, alto y de constitución robusta como era corriente entre los criados de su especie, me pareció un actor que solo estaba esperando a que otro intérprete pronunciara una frase para que él pudiera recitar su parte. Pisándome prácticamente las palabras, respondió:

– Me temo que la señora Pearson no acepta visitas a esta hora.

– Claro que sí -le aseguré-, ya que se tomó la molestia de hacerme venir y yo me he tomado la de responder a su petición. No tiene usted más que tomarse la suya de invitarnos a entrar y presentarnos.

El hombre me miró y, quizá por primera vez, se fijó en mi deplorable estado.

– Eso no sucederá, señor. Buenas noches.

El hombre estaba a punto de cerrarme la puerta en las narices. Una vez se cierra una puerta, no es fácil volver a abrirla, de modo que avancé un paso, empujé la puerta con una mano y me encaminé directamente hacia el criado. La principal responsabilidad de tales sirvientes es procurar la seguridad de sus amos, por lo que tenía que ser muy valiente. Sin embargo, tomado por sorpresa y enfrentado a mi alarmante aspecto, dio un paso atrás que resultó fatal, pues bastó para que mis dos acompañantes cruzaran la puerta. La maniobra resultó efectiva, pero no tuve duda de que, si no hubiera funcionado, Lavien lo habría despachado sin que le temblara el pulso. Me alegré de haber evitado aquel resultado, pues no deseaba empezar mi reunión con la señora Pearson con el asesinato de su criado.

Recuperándose de su confusión, el hombre balbuceó un momento y, por fin, consiguió articular una frase coherente:

– Debo pedirles que se marchen. Al momento.

– Dios mío, hombre, ¿acaso es la primera vez que un borracho empapado, un negro y un judío vienen a visitar a la señora Pearson? -inquirí-. No se quede ahí quieto. Dígale que estamos aquí.

– Márchense o se verán involucrados en problemas que no les gustarán. Problemas violentos, señor.

Si aquel tipo pensaba que él y un puñado de pinches de cocina eran rivales para Leónidas y Lavien, estaba lamentablemente equivocado. No obstante, todo aquello resultó innecesario porque al fondo del vestíbulo apareció una figura femenina, recortada por la luz de los candelabros que brillaban a su espalda. Solo alcancé a ver una silueta en sombras, pero la reconocí al momento.

– Está bien, Nate, yo me ocuparé de esto.

La vibración del pecho reverberó por todo mi cuerpo. Noté el pulso en las yemas de los dedos. Mi respiración era entrecortada. Al cabo de diez años, volvía a estar en la misma habitación con la mujer a la que antaño había amado y con la que me había creído destinado a casarme. Quise correr hacia ella y quise salir huyendo. En lugar de ello, me quedé donde estaba y procuré conducirme con la mayor dignidad posible en un hombre tan desaliñado y maltrecho.

Intenté una torpe reverencia, aunque la cintura me dolía considerablemente.

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