Andrew volvió a detenerse y me miró.
– Es usted una mujer lista y, si me permite decirlo, una verdadera revolucionaria. Creo que, si hubiera ocupado un escaño en el Congreso Continental, la guerra habría terminado hace tres años.
– Usted se burla de mí -le dije.
Él me miró directamente a los ojos para que viese que era sincero.
– No hago tal cosa, se lo prometo. Usted, aislada en su granja, ha entendido más de la Revolución y del nuevo país que la mitad de nuestros políticos y generales. No podemos hacer las cosas a la antigua, sino que debemos hacerlas a nuestra manera, la nueva. Aun así, para ser sincero, no estoy del todo seguro de qué aire debería tener una novela norteamericana.
– Las novelas inglesas tratan casi siempre de la propiedad de las tierras -le expliqué-. Haciendas heredadas milagrosamente, o robadas de forma diabólica. Hay matrimonios, por supuesto, pero estas uniones, pese a todas las protestas de afecto, se basan siempre en cuestiones de tierras y fincas, de posesiones y rentas, y no en el amor, desde luego que no. Yo no quiero escribir una novela sobre propiedades. Aquí, en América, abundan las tierras, por lo que resultan baratas. No sucede como en Inglaterra, donde son escasas y preciadas y difíciles de conservar.
Andrew se frotó el mentón y asintió como si escuchara una voz que solo él podía oír.
– La novela americana, si tiene que ser veraz, no debe tratar sobre las tierras, sino sobre el dinero. El simple dinero, el vulgar, corruptor y vil metal.
Tan pronto lo hubo dicho, me di cuenta de que tenía toda la razón. Escribiría una novela sobre el dinero. La idea causó un efecto tan poderoso en mí que fue como si ya estuviésemos casados y me agarré de su brazo y tiré de él hacia mí. Estaba segura de que su brillante sugerencia sería importante, pero aún no podía saber que lo cambiaría todo.
Ethan Saunders
Cynthia Pearson había acudido a mi casa a pedirme ayuda. Tantas preguntas, tanta confusión y, sin embargo, aquel hecho era incontestable. Aquel hecho, y otra cosa: que era Cynthia, en efecto, a quien había visto alejarse de mi residencia aquella mañana. Así pues, yo no era un loco alucinado, patéticamente obsesionado con el pasado. Este, al parecer, volvía a rondarme.
Apuré mi whisky y me volví a Lavien. No me gustaba la idea de que alguien tan dispuesto a rebanarle el pulgar a un hombre anduviera siguiendo furtivamente a Cynthia Pearson.
– ¿Por qué la seguía?
Con una expresión serena y relajada, Lavien respondió:
– Estoy buscando a su marido, Jacob Pearson, pero aún no he dado con él.
Recordaba muy bien a Jacob Pearson. Durante la ocupación británica de Filadelfia, yo había permanecido casi tres meses en la ciudad, tratando de infiltrar una red de espías enemiga. Richard Fleet -mi amigo, maestro y colega en el espionaje, el hombre que me había reclutado para esa labor- me había pedido que cuidara de su hija, quien vivía por aquel entonces en la ciudad. No me había pedido que me enamorara de ella, desde luego, pero estas cosas suceden a menudo, imprevistamente.
Durante aquellos meses, yo había conocido a su futuro marido, Jacob Pearson, un agente inmobiliario de éxito que había conseguido permanecer en la ciudad, evitando que lo tacharan de monárquico, y se había hecho más rico aún al término de la guerra al apoderarse de las tierras de muchos simpatizantes británicos obligados a huir. Pearson era unos cinco años mayor que yo, quizá; no era un hombre falto de atractivo y, aunque no habíamos sido nunca grandes amigos, tampoco había tenido motivos para que me cayera mal. No los tuve hasta que las circunstancias me obligaron a huir de Filadelfia y a dejar a Cynthia por su propia felicidad, y Pearson ocupó mi lugar con tanto éxito.
– ¿Por qué lo busca? -pregunté a Lavien.
– Para hablar con él -contestó y sostuvo mi mirada un momento más de lo necesario, como si me desafiara a considerar su respuesta escasamente reveladora.
– Hablar, ¿de qué, señor Lavien?
– De asuntos que no le conciernen, capitán Saunders.
– Si empieza usted a acechar en las sombras y a seguir a la gente que viene a visitarme, debo sentirme concernido, ¿no le parece?
– No.
– Bien -carraspeé-, acaba de demostrarme fehacientemente que no suelta prenda y ahora sé que, si tiene que haber un intercambio de información entre nosotros, usted desea mantener siempre la iniciativa; sin embargo, va a tener que explicarse, no le quepa duda, así que no nos andemos con disimulos. Usted ha venido a encontrarme, señor, y si lo ha hecho es porque quiere algo de mí. Y como no se lo daré sin que me cuente más, deberíamos pasar directamente a esa parte de la conversación.
– Para ser un borracho apaleado, conoce usted bien su oficio -dijo él y se dibujó en sus labios una leve sonrisa. Me gustó que hiciera aquel comentario.
– Bien, usted trabaja para Hamilton, busca a Pearson y Cynthia Pearson en persona viene a verme. Dígame lo que necesito saber.
– No puedo contarle por qué lo busco y no se lo diré. He jurado no revelar lo que averigüe a nadie, salvo al secretario Hamilton o al Presidente, y no pienso romper mi juramento. Puedo decirle que Pearson lleva varios días desaparecido y creo que por eso su mujer quiere hablar con usted. Tengo entendido que se conocieron durante la guerra.
– Su padre y yo trabajábamos juntos. Era amigo mío.
– Entiendo -asintió él, en un tono de voz que insinuaba que entendía muy bien. Aquel hombre no era estúpido, pensé.
– Habrá hablado ya con la señora Pearson, supongo.
– Por supuesto -respondió Lavien-. Tuvo la amabilidad de concederme una entrevista, pero declaró que ignoraba por completo dónde podía estar su marido.
– ¿Y usted la creyó? -intervino Leónidas. El y yo llevábamos juntos mucho tiempo. Sabía qué preguntas había que hacer.
– Sí -dijo Lavien-. No me dio la impresión de que la señora Pearson mintiera; solo vi en ella a una mujer con el alma en vilo. Una mujer cuyo marido ha desaparecido puede muy bien mostrar preocupación, pero Cynthia Pearson me pareció, sobre todo, agitada. Creo que le rondaban por la cabeza cosas que no decía, pero dudo de que mintiera respecto a que no sabía dónde encontrar al señor Pearson.
– De modo que la siguió usted hasta mis aposentos, esta noche. ¿Qué sucedió entonces?
– Entró en la casa de huéspedes y volvió a salir al cabo de unos minutos, en compañía de Leónidas. Procedió a volver a su carruaje y yo pregunté a Leónidas a qué había venido.
– ¿Y tú se lo dijiste? -pregunté a Leónidas.
– Este caballero sirve al gobierno -respondió-. No vi motivo para guardarme lo que había hablado con la señora Pearson, sobre todo porque el señor Lavien ya conocía muchos de los detalles. Entonces, el caballero me pidió si podía acompañarme a buscarlo a usted.
– Tenía la esperanza -dijo Lavien, volviéndose hacia mí- de que, en compañía de usted, la señora Pearson se mostraría más abierta y revelaría cosas que a mí me ocultaba.
Tardé un momento en asimilar todo lo que me estaba contando y en acomodarme a estas sorpresas. A continuación, formulé una pregunta obvia:
– ¿Por qué cree Cynthia que ella y sus hijos corren peligro?
– Eso, lo ignoro -respondió Leónidas.
Me puse en pie con esfuerzo. La cabeza me estalló de dolor y tuve que agarrarme al borde de la mesa para no caerme. Logré sostenerme y lo peor no tardó en pasar.
– Pues es hora de averiguarlo -dije a Leónidas.
– ¿Puedo ir con usted? -inquirió Lavien.
Читать дальше