Al principio, me preocupó que, en cierto modo, hubiera forzado con engaños a Andrew a pedirme en matrimonio, que hubiera sido demasiado lanzada con él y lo hubiese llevado a confundir sus sentimientos. No obstante, el tiempo tranquilizó estos temores. El siempre me recibía con una talla decorativa o con una pieza de joyería que había hecho para mí, con un ramo de flores o incluso, en una ocasión, con una cinta nueva que atarme al sombrero. En las reuniones familiares, siempre inventaba algún medio de que nos viéramos a solas, aunque solo fuera un minuto, para robarme un beso lleno de pasión y deseo y de anhelo de tenerme para él, de tomar de mí cuanto pudiera darle. Cuando nos separábamos, veía aquel anhelo en sus ojos y yo también lo sentía. Mi relación con Andrew había empezado como una especie de experimento de jovencita, pero había cambiado, se había transformado en auténtico amor de mujer.
Pasamos dos años de noviazgo, durante los cuales asistimos a reuniones familiares, banquetes y bailes en la ciudad (una vez que él pudo hacerlo sin bastón, aunque continuaba cojeando cuando había humedad y cuando algo lo preocupaba mucho). Hubo que discutir asuntos de dinero, pero sus padres no insistieron en exigir una dote que mis padres no podían permitirse, pues vieron el afecto de Andrew por mí y se alegraron de que su muchacho, que había visto tantos horrores durante la guerra, disfrutara por fin de una porción de felicidad.
Andrew era el pequeño de tres hermanos y, por tanto, no iba a heredar la granja de la familia, lo cual le producía cierta tristeza, pues le gustaba trabajar la tierra. Había pasado poco tiempo en ciudades, pero lo que conocía de ellas no le gustaba. Yo, en cambio, siempre había anhelado la vida urbana, aunque solo la conocía por las novelas, y tenía la firme opinión de que debíamos trasladarnos a Nueva York. En el parecer de Andrew influían los prejuicios de la guerra, cuando la ciudad era capital de los británicos, y al principio se resistió, pero no había sido nunca una persona irrazonable. Solo llevábamos seis semanas casados cuando llegamos a Nueva York, donde Andrew esperaba establecerse de carpintero, oficio que conocía bien de la granja y que había perfeccionado durante la guerra construyendo casamatas, fortificaciones y reductos y -más adelante, cuando hubo aprendido con hombres más cualificados- muebles para las tiendas de los oficiales.
Nuestros proyectos encontraron trabas casi desde el principio. Teníamos menos dinero del que se habría requerido para tal empresa y no podíamos permitirnos vivir en una de aquellas encantadoras casitas holandesas cercanas a la Broad Way, por lo que alquilamos una casa entre el estanque Collect y el embarcadero de Peck. Era una zona humilde, poblada por inmigrantes y desesperados. Las calles estaban enfangadas y, a menudo, salpicadas de perros y gatos muertos. Los caballos no duraban mucho antes de ser despojados de la piel, de la carne y de las pezuñas. A veces, con tiempo seco, se descubrían pilas de huesos arrimadas a las desvencijadas casas de madera. Cuando llovía, las calles eran gruesos ríos de fango que avanzaban lentamente e inundaban nuestra vivienda. Era un mal lugar para un taller de carpintería, pero no podíamos pagar uno mejor. Con todo, teníamos nuestra casa y nuestra intimidad y, aunque solo podíamos permitirnos el pollo más flacucho y el queso más magro, nos conformábamos, felices de estar juntos y a solas.
Nueva York había sufrido bajo la ocupación y por todas partes se apreciaban las muestras del trato descuidado que había recibido de los británicos, que nunca la habían considerado más que un lugar de acampada y diversión. Buena parte de la ciudad había ardido y, a pesar del tiempo transcurrido, bastantes edificios seguían siendo apenas cuatro paredes ruinosas con las vigas requemadas; otros habían quedado en un estado de decadencia terrible y la gente -mucha de la cual había dado apoyo a los británicos- vivía ahora reducida a la penuria. Los partidarios de la Corona que no habían huido vagaban por las calles como aturdidos, incapaces de asimilar que habían apostado por el caballo perdedor y que se habían quedado sin blanca.
No obstante, a pesar de todo, Nueva York era una ciudad en auge. Aunque de lo que más se hablaba era de si la nueva Constitución sería ratificada por los estados, muchos neoyorquinos estaban tan convencidos de que iban a ser el centro de un nuevo experimento imperial, que ya habían empezado a hablar de su ciudad como «la ciudad imperial» y de su estado como «el estado imperial». Por todas partes, las calles deterioradas se transformaban en hileras de encantadoras casas de ladrillo con techo de tejas. Los grandes bulevares llenos de tiendas -Wall Street, la Broad Way y Greenwich Street- se hacían más refinados día a día. A lo lejos, al norte, se sucedían los pueblecitos pintorescos y las tierras de labor y, más allá, se extendía un territorio de montes y bosques de sublime belleza. Caminábamos por las calles empedradas de la nueva capital imperial y paseábamos junto a los ríos repletos de un bosque de mástiles de barcos mercantes, pero siempre nos rodeaba la majestuosidad de la naturaleza intacta. No podía haber nada más norteamericano.
Aunque yo vivía en esta ciudad dedicada al comercio, continuaba teniendo problemas para escribir mi novela, sobre todo porque aún no sabía qué deseaba contar. Cuando encontraba tiempo, me dedicaba a leer mis libros sobre finanzas: el Diccionario Universal del Comercio y las Finanzas, de Postlethwayt, el Cada hombre, su propio agente comercial, de Thomas Mortimer, La riqueza de las Naciones, de Smith y un millar de áridos folletos sobre toda clase de temas, desde el libre comercio a los impuestos, las tarifas y las tasaciones. De todas aquellas lecturas, estaba convencida, saldría una novela.
Aunque allí las mujeres no eran bien acogidas, en alguna ocasión visité Merchant's Coffehouse, una cafetería de Wall Street donde se negociaban mercaderías, valores bancarios y préstamos gubernamentales en una especie de frenesí organizado. Unos hombres voceaban precios a gritos mientras otros intentaban comprar a buen coste o vender antes de que el precio bajara. En aquel lugar había, pensé, algo genuinamente norteamericano. En Inglaterra, los intermediarios trataban sus asuntos en Londres; en Francia, los negocios se hacían en París. En cambio, en Norteamérica, se negociaba en Boston, Nueva York, Filadelfia, Baltimore y Charleston. ¿Qué efecto tenía un mercado descentralizado sobre los precios y sobre la capacidad del comerciante para obtener beneficios? Ya entonces, me pareció que un agente poco escrupuloso, con unos cuantos jinetes veloces a su servicio, podía aprovecharse del sistema y sacar cuantiosos beneficios. Esto también me pareció americano de raíz, pues éramos un país donde la inteligencia y el ingenio se dedicaban rápidamente a la trapacería y al fraude. Con qué facilidad, pensé, la firme energía de la ambición daba paso, en una tierra indómita como aquella, a la irritante obsesión de la codicia.
Que no tuviéramos hijos también me desmoralizó. Durante los cinco años que vivimos en Nueva York, me quedé embarazada tres veces, pero siempre perdí el niño antes del cuarto mes. Los médicos y comadronas me administraron toda suerte de medicinas, pero no sirvió ninguna. Con el paso de los años, empecé a desalentarme. Por mucho que me esforzara, no podía producir ni libros, ni hijos.
Quede claro que Andrew era un carpintero perfectamente capaz y buen comerciante. Era habilidoso y trabajador, ahorrativo y esforzado y no me cabe duda de que el negocio habría florecido si hubiéramos podido instalarnos en una calle mejor, pero nos vimos atrapados en el horrible círculo de pobreza que nuestro vecindario hacía inevitable. Andrew ofrecía sus servicios barato y tenía bastante trabajo pero, una vez pagábamos las rentas y las facturas, quedaba muy poco. Había meses en que ganábamos menos de lo que gastábamos y, después de años de intentar que el negocio de la carpintería saliera rentable, Andrew empezó a preguntarse si no era mejor darse por vencido y probar otra cosa, aunque ni él ni yo sabíamos qué podría ser.
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