David Liss - Los rebeldes de Filadelfia

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Ethan Saunders, el que antaño fuera uno de los mejores espías del general George Washington, es ahora un ex capitán sin reputación ni dinero que ahoga sus penas de taberna en taberna en Filadelfia. Además, la acusación de traición por la que fue expulsado del ejército no solo le costó su buen nombre, sino que también significó el abandono de su prometida.
Sin embargo, en este momento, el peor de su vida, su integridad y resuelta valentía le llevan a aceptar una investigación que le enfrentará al poder y al secretario del Tesoro: un antiguo enemigo y, también, el artífice en la oscuridad de un enorme engaño financiero; un hombre sin escrúpulos cuyos manejos sucios y métodos viles conducen a la violencia más feroz. Desde Filadelfia, Ethan, el patriota proscrito, inicia una lucha denodada, una valerosa cruzada contra la corrupción para evitar que Estados Unidos se convierta en una vulgar tierra para especuladores.
«Una novela que te deja sin aliento. Una narración que te sumerge en una compleja trama protagonizada por un espía revolucionario y una mujer deslumbrante que se convierte en su aliada y su Némesis.»

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Como muchos soldados, Andrew había descubierto, al licenciarse del ejército, que el gobierno independiente no tenía fondos para pagarle. Con todo, había conservado los pagarés en lugar de venderlos a especuladores por una pequeña parte de su valor declarado, como habían hecho otros muchos. Luego, avanzado 1788, Andrew regresó una tarde a casa de un humor taciturno. Después de una cena escasa, me dijo que debíamos hablar de una cosa de gran importancia. Había conocido a un hombre, llamado William Duer, un influyente comerciante de la ciudad emparentado con Alexander Hamilton, de quien se rumoreaba que sería el nuevo secretario del Tesoro cuando el general Washington ocupara el cargo de primer Presidente, en abril.

Nadie sabía qué futuro esperaba a la deuda de guerra que tenían los diversos estados. Algunos decían que el gobierno federal proyectaba asumir tales obligaciones y satisfacer todos los pagarés. Otros afirmaban que la deuda se declararía nula y que los soldados como mi marido se verían obligados a aceptar que no recibirían nunca lo que se les había prometido. No había modo de saber qué sucedería, había dicho el tal Duer, pero había hombres que, dispuestos a arriesgar, habían adquirido tierras a precio asequible en el oeste de Pensilvania, cerca de las confluencias del Ohio, y ofrecían cambiar por fincas la deuda de guerra, asumiendo ellos el riesgo de cobrarla algún día.

Yo no conocía nada prometedor o atractivo del oeste de Pensilvania, pero Andrew siempre lamentaba haber abandonado la vida de campo. ¿No podía ser aquella nuestra oportunidad? Las tierras del Oeste, afirmaba Duer, eran maravillosamente fértiles. En otro tiempo, habíamos querido dejar atrás las granjas en que vivíamos pero, después de años de luchar en la ciudad, quizá lo que necesitábamos era algo familiar.

Siempre había considerado a Andrew más inocente que yo y le dije que quería conocer a aquel señor Duer personalmente, por lo que al día siguiente lo recibimos en el salón, si podía considerarse tal, del piso de arriba de nuestra casita. Fuera, llovía y estuve temiendo todo el rato que el piso se inundara mientras teníamos allí a un invitado.

Duer era un hombrecillo de estatura y constitución menudas, de cuarenta y tantos años, bien vestido y de rasgos delicados que le daban un ligero aire aniñado, pero no afeminado, pues se lo veía demasiado nervioso para ello, como una ardilla que royera una nuez. Sus ojos castaños, de un tono muy claro, se movían como centellas, pero no se quedaban mucho rato fijos en nada. Andrew y yo nos sentamos en un banco con cojines mientras Duer ocupaba una silla bien acabada -la había hecho el propio Andrew- enfrente de nosotros, tomando té y sonriendo con una boquita llena de dientes pequeñísimos. Con la taza en la mano, se movía ligeramente a un lado y a otro en lo que supuse que era una muestra de entusiasmo o un exceso de energía.

– Se trata de una empresa considerable -dijo con una voz ligeramente aguda, casi un gemido, que se quebraba cuando alargaba una vocal-. Ustedes deberán decidir si se trasladan al oeste de Pensilvania, una tierra que no han visitado jamás, y empiezan allí de nuevo. El viaje es largo y los llevará lejos de todo lo que conocen. Sin embargo, también es una maravillosa oportunidad para mucha gente, hombres a los que el país al que han servido no ha recompensado, de cambiar sus pagarés intangibles por tierra de valor real.

– Si la tierra tiene valor y los pagarés, no, ¿por qué propone tal negocio? -pregunté.

El levantó la taza en saludo a Andrew y observé los puños de sus mangas, de un blanco sobrenatural.

– Tiene usted una mujer lista, señor; lista y observadora. Algunos hombres de mente estrecha consideran a la mujer inteligente una maldición, pero yo no soy uno de ellos. Admiro prodigiosamente a tales mujeres y lo felicito por la suya.

– Pero no ha respondido aún a su pregunta -dijo Andrew.

– Mi propia esposa, lady Kitty, es una de ellas. Y es prima, ¿sabe usted?, de la esposa del coronel Hamilton.

– Es evidente que tiene usted una excelente situación doméstica -comenté.

– Sí, gracias, más que excelente. Bien, verá usted, señor Maycott, las tierras del Oeste son feraces, pero baratas por su abundancia; hay más tierra que gente para poblarla. Yo la compro barata, pero será de gran valor para quienes desean vivir en el campo, trabajar su finca y tener una vida plena lejos de la ciudad, pues en ella crecerá casi cualquier cosecha y alimentará al ganado. Los inviernos allí son suaves y los veranos, largos y agradables, sin el calor opresivo e insalubre que puede hacer aquí.

Le entregó a Andrew un folleto titulado «Una relación de las tierras de Pensilvania occidental», que, como descubrimos más tarde al leerlo, describía un paraíso agrario de campos de cereales y huertos de verduras que crecían casi sin atenderlos. Como la tierra era tan fácil de cultivar, las familias establecidas allí tenían más tiempo libre que las de otras zonas y los bailes, con bellos vestidos y trajes de confección casera, se habían convertido en una auténtica pasión. Era un lugar de refinamiento rural, distinto a cualquier otro en el mundo, pues solo en este país, donde aún seguían sin propietario buenas tierras, podía darse tal independencia y tal éxito. Aunque el sueño de la república norteamericana hubiera nacido en el Este, estaba alcanzando su pleno florecimiento en el Oeste.

– Yo cargo con el riesgo de esta inversión -dijo Duer-. Si el nuevo gobierno decide asumir la deuda de guerra, sacaré beneficio. Si decide no hacerlo…, en fin, la tierra me salió barata y las pérdidas no me afectarán mucho. En toda transacción de esta clase, cada parte hace una apuesta a que saldrá beneficiada, pero un especulador también tiene que tomar en consideración las consecuencias de salir perdiendo. En mi caso, la pérdida me hará más pobre, pero debo perder en alguna ocasión y no arriesgo nada de lo que no me pueda desprender. En el caso de ustedes, si arriesgan y pierden (es decir, si no les gustan sus nuevas circunstancias) se habrán desprendido de unos pagarés que tal vez un día representen dinero, o tal vez no. A cambio, seguirán teniendo sus tierras, su riqueza en comida y cosechas y su independencia.

Andrew tenía una expresión grave, pero yo sabía que era un modo de disimular su entusiasmo. Debía de estar imaginando las casas de campo de nuestra juventud, la mesa sobre la que humeaba un cochinillo asado, rodeado de fuentes de col, zanahoria y patatas y pan recién hecho, todo ello producto del trabajo de sus propias manos. Tal vez la tierra no tuviera mucho valor, pero eso era ahora. ¿Y qué cabía decir de tener hijos? Andrew creía que el aire de la ciudad era nocivo. En el campo, tendríamos hijos y ellos heredarían las tierras, cuyo valor aumentaría conforme la nación avanzara hacia el Oeste.

Yo, sin embargo, no estaba tan entusiasmada.

– Me preocupan los indios -dije-. He leído más de un relato de gente del Oeste asaltada por los salvajes. Hombres asesinados, niños muertos o raptados, mujeres forzadas a convertirse en esposas indias…

– Qué mujer más lista, pensar en estas cosas. Y está bien informada, además. Lo felicito, señor, por tener una esposa tan excelente.

– Tal vez debería usted felicitarla a ella directamente -sugirió Andrew.

Duer sonrió muy cortésmente… a Andrew.

– Sí, los salvajes fueron una amenaza durante la guerra, pero se debía a la influencia de los británicos. Ahora, los indios han sido expulsados; todos, menos los que han abrazado nuestra fe. Y así como sus hermanos paganos pueden ser más salvajes de lo que se pueda imaginar, los que aceptan la religión parecen auténticos santos. Viven según los principios cristianos y no levantan nunca la mano contra nadie. Todos dicen que son mejores vecinos que los hombres blancos. No es que los blancos tengan excesivos defectos, pero la novedad del cristianismo inspira a los indios a tomarse sus enseñanzas muy a pecho y a guiarse siempre por su doctrina.

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