Descubrí con algún alivio que su estado de penuria no era tan atroz que no le permitiera procurarse un alojamiento decente, pues me encaminaron a una de las mejores zonas de la prisión. Allí encontré una galería húmeda, en la que entraba la luz escasa del cielo encapotado a través de altas ventanas provistas de barrotes. Las salas olían a cerveza, perfume y carnes asadas, y tenía lugar en ellas un animado comercio protagonizado por traficantes, putas y mercachifles que se abrían paso a través de las galerías vendiendo sus mercancías a cuantos quisieran comprarlas. «El mejor vino de Flandes», pregonaba un hombre. «Empanadas de carnero recién hechas», gritaba otro. Y en un rincón oscuro vi la figura grotesca de un individuo gordinflón, destetado hacía mucho tiempo, que deslizaba la mano bajo el corpiño de una mujer tan poco apetecible como él.
Pronto encontré el alojamiento del señor Franco, quien salió a abrir la puerta en cuanto llamé. Tenía bajo el brazo un libro de poesía en portugués. Lo vi preocupado, con los ojos enrojecidos y enmarcados en profundas ojeras pero, por lo demás, seguía igual que siempre: se había tomado mucho esfuerzo en mantenerse limpio y digno; un esfuerzo heroico, sin duda, dadas las difíciles circunstancias.
Para mi gran sorpresa y mortificación, me dio un fuerte abrazo. Me di cuenta de que hubiera preferido su enojo. Después de todo, ¿no era lo que me merecía con creces? Su amistad me resultaba más dolorosa que cualquier ultraje que pudiera hacerme.
– ¡Mi querido Benjamín…! ¡Cuánto os agradezco que hayáis venido a verme! Entrad, por favor. Lamento tener que recibiros en un lugar tan inconveniente, pero os prometo tratar de hacer que lo olvidéis.
La habitación era pequeña, un cuadrado de unos cuatro metros y medio de lado, con una cama y un viejo escritorio que parecía tener una pata más corta que las otras y que daba la impresión de tambalearse al menor soplo de aire que se colara dentro… aunque en ningún momento entró ninguno, pues la atmósfera era fría, viciada por el olor a sudor, a vino rancio y lo que parecía el tufo de descomposición de un ratón muerto en alguna grieta ilocalizable.
El señor Franco me hizo señal de que tomara asiento en la única silla que había allí dentro, mientras él se acercaba a su escritorio…, sin duda el elemento más importante del mobiliario, puesto que posibilitaba la redacción de degradantes cartas a lo; amigos, solicitando cualquier ayuda que pudieran prestar. Pero, en este caso, la mesa no contenía papeles, sino libros; había, además, tres botellas de vino, unos cuantos vasos de peltre, una hogaza de pan a medio comer y un gran pedazo de queso de color amarillo pálido.
Sin preguntarme si deseaba algún refrigerio, vertió vino en uno de los vasos y me tendió la botella. Yo tomé otro y, después de que él hubiera bendecido el vino, bebimos un buen trago los dos.
– Debéis saber -le dije- que cualquier cantidad de dinero que pudiera reunir no sería suficiente para liberaros de estos muros. Mis enemigos han tramado las cosas para asegurarse de que sigáis aquí. Sin embargo, me han indicado que, si actúo como desean, os devolverán la libertad en unas pocas semanas.
– Entonces debo prepararme para una larga estancia porque, si tengo alguna influencia sobre vos, seguiré tratando de evitar que actuéis según sus dictados. Me castigan a mí para haceros más maleable, Benjamín. No podéis darles esa satisfacción. No ahora. Haced lo que debáis. Yo seguiré aquí. Quizá podáis enviarme algunos libros y aseguraros de que tenga una comida aceptable; con eso estaré bien. ¿Sería mucha molestia para vos que os hiciera una lista de las cosas que necesitaría?
– No es ninguna molestia. Será un placer procurároslas.
– Entonces, no os preocupéis por mi encierro. Esta estancia, aunque no sea la más lujosa en que he habitado, no es ningún tormento; y con vuestra ayuda tendré también alimento para el cuerpo y el espíritu. En realidad no es difícil ejercitar ambos, así que encontraré cómo mantener a punto los dos. Todo irá bien.
Admiré, tras aquellas palabras, la actitud con que aceptaba su destino como un filósofo, y agradecí su encargo de traerle algunas cosas, pues con ello mitigaba mi culpa.
– ¿Hay algo más que pueda hacer para que vuestra prisión os resulte menos odiosa? -pregunté.
– No, no. Salvo que ahora podéis contarme todas las cosas, porque no hay riesgo de que pueda sobrevenirme ningún daño. Tal vez incluso, el estar encerrado sea para bien.
No podía negar la verdad que contenían sus palabras: siempre me había preocupado que, si averiguara algo por sí mismo, se pudiera sentir obligado a actuar sin tener en cuenta su propio interés. Yo, en cambio, en tales circunstancias, preferiría filtrar la información, en su interés y en el mío propio.
Así pues, le conté al señor Franco no exactamente todo, pero sí casi todo: lo que les había dicho a Cobb y Hammond, y buena parte de lo que me había callado. Por ejemplo, le dije que sospechaba que Celia Glade era una agente de Francia. Le hablé de Absalom Pepper y de sus dos esposas. Lo único que me reservé fue la verdad acerca de lo que guardaba Forester en su almacén secreto. En parte porque temía que, incluso entre aquellas paredes, pudiera ocultarse la presencia vigilante del enemigo y porque temía no haber visto aún lo peor de cuanto Cobb y Hammond podían ofrecer. Porque… ¿cómo estar seguro de que no se sentirían capaces de recurrir a formas de interrogatorio más crueles aún? Decidí, pues, que sería preferible guardar en secreto algunas cosas, sin revelárselas siquiera a mis amigos.
El señor Franco escuchó con particular interés mi descripción del misterio que rodeaba a la hijastra de Ellershaw.
– Este es el lugar perfecto para indagar su paradero -dijo-. Si contrajo un matrimonio clandestino, habrá tenido que hacerlo según las normas de Fleet. [12]
– Muy cierto -dije, aunque sin demostrar entusiasmo. -Ya que estáis aquí, tal vez podríais ahondar en esta línea de investigación.
– Preferiría no hacerlo -respondí-.Ya tengo suficiente trabajo con inquirir en los asuntos de la Compañía. No deseo meterme en cuestiones personales y aumentar las dificultades de la señora Ellershaw o de su hija.
– A menudo, en los negocios, el camino más tortuoso resulta ser el más conveniente. Ese asunto ha salido ya a relucir, y vos me decís que ese tal Forester da la impresión de ocultaros algo…
– Sí, pero alberga sentimientos amorosos por la señora Ellershaw, y parece probable que lo oculte para ayudarla.
– No veo ningún inconveniente en seguir ahondando en el tema, por si estuvierais equivocado. No deseo aprovecharme de mi posición para influir en vos, pero desearía que emplearais todas las ventajas que podáis para presionar a los que tienen en sus manos nuestro destino.
El señor Franco tenía razón. Dedicar unas pocas horas al tema podría no dar ningún resultado y, de ser así, no me costaría olvidar que había seguido esa pista.
– Quizá estéis en lo cierto.
– Incluso puede ser que os ahorre algún tiempo. Esta mañana he conocido a un sacerdote llamado Mortimer Pike, que vive bajo las Normas, en el Old Baily, y que, por lo menos según su propia declaración, es con mucho el rey de los matrimonios de Fleet. Parece orgulloso de ese título, de ser quien ha celebrado más ceremonias de esta clase que cualquier otro. No puedo confirmar la veracidad de su pretensión, pero tiene un negocio sumamente activo en esto y, lo que es más, conoce a los demás sacerdotes que lo hacen.
Le agradecí la información. Y, después de continuar mi visita otra media hora, partí en busca de aquel sirviente de Himeneo.
Siempre ha sido uno de los aspectos más curiosos de la ciudad que haya en ella pequeños sectores en los que no se aplican las leyes normales que gobiernan nuestra vida: casi como si uno pudiera encontrarse de pronto en un vecindario donde un objeto que soltamos en el aire suba hacia arriba en lugar de caer hacia abajo, o en el que los viejos se hagan jóvenes al paso de los años, en lugar de que los jóvenes envejezcan. Las Normas del Fleet, el denso y enmarañado barrio que rodeaba la prisión, era uno de esos sectores, puesto que allí un hombre no podía ser arrestado nunca por deudas, y por eso iban a residir allí los deudores más desesperados de la ciudad, que jamás se aventuraban a salir de esa zona salvo los domingos, que son días en los que nadie puede ser arrestado por deudas. En virtud de una tradición igualmente curiosa, en la zona de las Normas del Fleet podían celebrarse matrimonios de personas menores de edad sin permiso paterno y sin la obligada lectura de las amonestaciones.
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