El villano estaba ahora caído en el suelo, hecho un ovillo sobre sí mismo y profiriendo gritos lastimeros. Yo me volví entonces al novio:
– El era solo vuestro ayudante, así que pienso que con un ojo será suficiente. Pero vos sois quien ibais a perpetrar el delito y por eso creo que os corresponde perder los dos ojos. Aun así, mi código de honor me exige que me amenacéis antes de que yo pueda, sin cargo de conciencia, privaros de vuestra visión.
Su sucia cara palideció y yo entendí que no estaba dispuesto a pelear. Retrocedió para alejarse de mí, y después dio una vuelta a mi alrededor, levantó del suelo a su amigo, tiró de él para sacarlo del edificio y se marcharon desentendiéndose de la boda.
El sacerdote, los que aguardaban ser casados y yo seguimos en silencio el lento éxodo. Cuando este hubo concluido, el cura se volvió al muchacho.
– Hacemos bien en pedir el pago por adelantado -le dijo. Y, después, dirigiéndose a la multitud, preguntó-: ¿Quién es el siguiente?
Para entonces, yo ya había levantado del suelo a la inconsciente novia y la sostenía pasándole una mano por debajo de la axila. No era, por supuesto, la actitud más caballerosa el mundo, pero sí la más práctica que tenía a mi alcance. Di gracias de que fuera de constitución delgada.
– Yo soy el siguiente -gruñí como respuesta al sacerdote-. Tenéis que tratar conmigo.
– ¡Ah…! ¿Deseáis casaros con la dama vos mismo?
– No. Lo que deseo es pediros cuentas de vuestras acciones ¿Cómo permitís que se cometa un delito así?
– No es cosa mía inquirir los motivos que tienen las parejas para casarse, señor. Me limito a prestarles un servicio. Es un negocio, ya sabéis, un negocio que no tiene nada que ver con lo que es justo o no. La gente ha de responsabilizarse de su propia vida. Si esa dama no quería casarse, debía hacerlo saber ella misma.
– No me parece que estuviera en condiciones de decir nada.
– Pues, entonces… tenía la responsabilidad de no encontrarse en semejante estado.
Suspiré.
– Pesa bastante -observé-. ¿No tendríais algún cuartito detrás, donde pueda dejarla mientras trato con vos como me parece que debo?
– Tengo que celebrar más bodas -respondió.
– Tratad conmigo antes, u os juro que nunca volveréis a celebrar otra boda.
El no sabía qué me proponía, porque ni siquiera lo sabía yo, pero me había visto pasar mi acero por el ojo de un hombre apenas unos minutos antes, por lo que supuso que me refería a algo desagradable y reaccionó en consecuencia.
– Seguidme, entonces. -Mortimer era un hombre de unos cincuenta años, no muy alto, con el rostro arrugado y curtido, pero agradable y seductor, con unos ojos de color verde claro tan vivos como torpes eran sus movimientos embotados por la bebida.
Nos movimos despacio, embarazado como iba yo con mi carga, pero, una vez en su despacho, dejé a la dama en una silla, donde quedó tendida como una gran muñeca. Tras cerciorarme de que no se cayera, me volví al eclesiástico achispado y sin escrúpulos.
– Necesito revisar vuestros registros matrimoniales -le dije.
El me estudió un instante.
– Mi principal tarea consiste en casar a los que buscan la felicidad, señor mío, no precisamente en dejaros ver los registros. No puedo pensar en ayudaros mientras haya parejas aguardando mis servicios.
– Os ruego que no me obliguéis a reiterar mis amenazas.
O, peor aún, a cumplirlas. Si hacéis lo que os pido, podréis dejarme a mí la tarea de examinar esos registros y no será preciso que os moleste más.
– Procurar la felicidad de los otros es una tarea difícil o, mejor dicho, una bendición. La mayor que puede caberle a un hombre.
– El saber es también una bendición, y deseaba ser bendecido con la lectura del apunte matrimonial de una tal señorita Bridget Alton. Esperaba poder consultar vuestro registro en busca de esa anotación.
– El registro -repitió el cura. Y en el instante en que mencioné su libro, lo levantó en alto y, aunque era un volumen grande y pesado, lo apretó contra su pecho como si fuera su hijo del alma-. Debéis comprender que el registro de un matrimonio es un asunto sagrado y privado. Me temo que va contra las leyes de Dios y de los hombres mostrar este libro a cualquiera. Y ahora, si tenéis la bondad de excusar…
– Perdonad… -Lo agarré suavemente por el brazo para asegurarme de que no se me escapaba-. ¿Acaso no es la finalidad de ese libro proporcionar un dato para que quienes han de realizar el tipo de gestión que me han encomendado tengan la oportunidad de obtener una información correcta?
– Eso es lo que se cree comúnmente -replicó-. Pero, como acabáis de descubrir, esa creencia es errónea.
– O me permitís consultar ese registro, o llevaré a esta dama ante el magistrado y me aseguraré de que os cuelguen por lo que ha sucedido hoy aquí.
– Quizá podría permitiros echar un vistazo a este libro si respetáis mi vida y me dierais, además, dos chelines.
No pude menos que admirar la audacia de aquel hombre y, en consecuencia, acepté su oferta.
La joven, que dormía profundamente, dejó escapar un sonoro ronquido, que interpreté como un síntoma de que se recuperaría pronto. Lo cierto era que, después de todo, no podía llevarla a su casa hasta que supiese quién era y dónele vivía, así que decidí tenerla conmigo mientras me ocupaba de mi tarea.
Tras acceder a que consultara sus registros, Pike me condujo a un estante donde tenía amontonados numerosos folios.
– Llevo más de seis años -me dijo- procurando la felicidad de hombres y mujeres, señor Weaver. He tenido el privilegio de servir a los pobres, los necesitados y los desesperados desde que cometí el error de hacer unas inversiones equivocadas en la cría de ganado lanar. Si podéis creerlo, mi propio cuñado, «olvidó» mencionar que no tenía ningún plan concreto para adquirir ovejas. El caso es que se perdió todo el dinero y no pude pagar lo que debía. Aunque, para ser sincero a los ojos de Dios, debo decir también que no puse fin precisamente a mis gastos una vez ocurrido el desastre. Y así, por unos pocos cientos de libras, me enviaron aquí a pudrirme por una eternidad. La mayoría de los hombres se desesperarían, ¿no os parece?
– Tal vez sí -admití.
– Tenéis razón. Pero yo no. No. Aquí, en este infierno de desolación, he vuelto a servir a Dios. ¿Y de qué mejor forma puede ser servido el Señor, que celebrando el más santo de los sacramentos, el sacramento del matrimonio? ¿No manda el Señor que demos frutos y nos multipliquemos? Mi propia esposa, señor, ¿acaso no ha sido una bendición para mí todos estos años? ¿Estáis casado, señor Weaver?
Como no estaba muy seguro de que me permitiría marcharme de allí sin haber recibido la bendición del matrimonio, creí prudente mentir y decir que lo estaba.
– ¡Ah!, muy bien, muy bien, señor… Se os lee en la cara. No hay estado más dichoso que el matrimonial. Es la nave de la buena fortuna que todo hombre debe pilotar por sí mismo. ¿No lo veis vos así?
No dije nada, temiendo que intentara convencerme de que me casara con la mujer dormida.
Al ver que no iba a responder, hizo un ademán señalando los libros:
– Estos abarcan los últimos seis años, señor. A razón de un centenar de bodas por semana. E incluyen un índice de nombres. ¿Me decís cuándo tuvo lugar el matrimonio que mencionáis?
– No hará ni seis meses -respondí.
– Será fácil… muy fácil. Es precisamente el libro que tengo en las manos.
Como no daba muestras de tendérmelo, metí la mano en mi bolsa y saqué de ella las monedas que había mencionado antes. Liberado de sus manos, el registro fue abierto delante de mí.
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