– Ni lo soñéis -se apresuró a decir Hammond, que no quería que su tío respondiera a mi petición-. No podemos acceder a eso. Weaver nos ha desafiado, y por eso castigamos a su amigo. Si ahora lo sacamos de la prisión por el mero hecho de que ha accedido a hacer las cosas bien, no tendrá ningún incentivo para seguir siendo leal a nosotros. Podrá hacer lo que le plazca y pensar que nos contará lo que le pedimos o nos engañará según le parezca. No…, debo insistir en que Franco siga en prisión mientras dure esto, como recordatorio de lo que les espera a los demás si Weaver se pasa nuevamente de listo.
– Me temo que debo deciros que estoy de acuerdo con mi sobrino -dijo Cobb-. No os reprocho que hayáis intentado engañarnos; creo que era natural que lo hicierais. A vos no os gusta esta situación, y es muy comprensible que presionéis para ver cómo podéis tener la esperanza de escapar de ella. Pero ahora debéis aprender que, aunque no deseo causaros ningún daño, estoy resuelto a hacerlo si no hay otro remedio. No, señor Weaver, vuestro amigo deberá permanecer en la prisión de Fleet, aunque quizá no para siempre. Si, después de que haya transcurrido algún tiempo, pienso que os habéis comportado lealmente con nosotros, consideraré la posibilidad de liberarlo. Deberá permanecer encerrado suficiente tiempo, entendedlo, para que su prisión deje de parecemos necesaria. Porque, en caso contrario, se produciría el efecto a que se ha referido mi sobrino y vos ya no tendríais ninguna cortapisa para, por así decir, hacer las cosas a vuestra manera en vez de hacerlas a la nuestra. Y ahora, señor, debo rogaros que nos expliquéis detalladamente cómo habéis empleado vuestro tiempo y qué es lo que no deseabais que supiéramos. En otras palabras: me gustaría oír qué es lo que juzgabais tan interesante como para preferir guardarlo para vos a proteger a vuestros amigos.
– ¡Basta de tener contemplaciones con él, por Dios! -exclamó Hammond-. La maldita asamblea de accionistas está a la vuelta de la esquina, y aún no tenemos ni idea de lo que ha planeado Ellershaw. No sabemos nada de Pepper ni de…
– Weaver -lo interrumpió Cobb-. ya es hora de que nos digáis lo que sabéis.
No tenía elección. Tenía que estar allí de pie, sintiéndome de nuevo como un colegial al que habían hecho salir al frente de la clase para conjugar verbos latinos o leer una redacción. Pero ahora toma una difícil decisión que tomar, porque debía resolver si les contaba algo, y qué, acerca de Absalom Pepper. Aquel bergante muerto -ahora lo sabía- era la clave de lo que buscaba Cobb, y si yo podía averiguar lo que había de cierto al final de aquel largo y sinuoso camino, estaría en condiciones de destruir a los que me empleaban ahora. Pero, si no iba con cuidado, podía dar por hecho que no cejarían en su propósito de destruirme.
En consecuencia, recité mi lección. Les hablé de Ellershaw y de su imaginaria enfermedad que lindaba con la locura. Les hablé de Forester y de su secreta relación con la mujer de Ellershaw, así como de mi extraña velada en la casa de Ellershaw. Iba volcando sobre ellos todos estos sórdidos detalles, que trataba de utilizar como humo para confundir y ocultar lo que no quería revelarles. Y, así, les describí cómo se me pidió que amenazara al señor Thurmond, el defensor de los intereses de la lana; les describí la embarazosa situación doméstica del señor Ellershaw, e incluso la tristeza que sentía la señora Ellershaw por su hija perdida, que se veía forzada a ocultar. Les hablé de Aadil, pero solo para decirles que era un hombre hostil, pero que no me parecía que estuviera tratando de vengarse de mí. Dio la impresión de que en este punto titubeaba, pero mi titubeo era a propósito: tenía algo más que contar y deseaba parecer reacio a revelarles lo que me veía forzado a decir.
– ¿Podéis explicarnos -preguntó Hammond- esa carta que enviasteis a vuestro amigo cirujano, y a qué obedecen vuestras continuas visitas a las tabernas frecuentadas por tejedores de seda?
– Sí, a eso iba -dije-. Reconozco que lo he dejado para el final, porque creo que es la última pieza del rompecabezas… por lo menos hasta donde he sido capaz de reconstruirlo. Veréis… Supe que Forester mantenía una parte de uno de los almacenes como depósito secreto, aunque nadie sabía qué guardaba en él. Con la ayuda de uno de mis vigilantes logré introducirme en aquella estancia secreta para ver por mí mismo qué guardaba allí Forester. Mientras estábamos dentro, fuimos descubiertos. Yo logré escapar sin que me vieran, pero a mi compañero lo capturaron y mataron, aunque su muerte fue disfrazada como un accidente. Estoy convencido de que fue ese indio, Aadil, quien lo mató.
– No le echéis tanto cuento al asunto, e id al grano -protestó Hammond-. Esto no es una lectura dramatizada del Gondibert [11]¿Qué había en ese almacén secreto? ¿Tenía algo que ver con Pepper?
– No puedo decirlo. Pero ese almacén es el motivo de mis encuentros con tejedores de seda. Comprendedme… yo no lo sabía muy bien, ni entendía por qué valía la pena ocultarla e incluso proteger su existencia mediante un crimen.
– ¡Sobadlo de una maldita vez! -estalló Hammod.
– Seda cruda -mentí, confiando en que aquello fuera suficiente para ponerlos a los dos sobre una pista falsa-. Seda cruda producida en las colonias meridionales de la América británica. Forester y un grupo de personas de la Compañía, cuya identidad se mantiene en secreto, han encontrado una forma para producir seda barata en el suelo de las colonias británicas.
Hammond y Cobb se miraron con estupefacción, y yo me di cuenta de que mi mentira había dado en el clavo. Había sustituido la inexplicable acumulación de calicó ordinario por algo que, como yo sabía por Devout Hale, podría ser el santo Grial de la producción textil británica: una seda que no requiriera comerciar con Oriente. Solo me cabía esperar que mi engaño fuera lo suficientemente fabuloso como para ofuscarlos.
Una vez hube ofrecido mi relato a Cobb y a Hammond, dejé de existir para ellos: me sumí en la nada mientras ellos discutían amargamente entre murmullos -señal clara de que ya no deseaban mi compañía- acerca de lo que podía significar la información que les había dado y cómo deberían actuar con ella. Por consiguiente, murmuré unas cuantas palabras corteses de despedida y me marché casi sin que se dieran cuenta, dejándolos que salieran por sí mismos de sus perplejidades y persiguieran la ficticia presa que les había lanzado. En cuanto a las posibles consecuencias de mis acciones, me dije que importaban muy poco. En el caso de que descubrieran que no les había dicho la verdad, me limitaría a echar las culpas de la falsa información a los trabajadores de la seda. Y que Hammond, si se atrevía, fuera a pedirles cuentas a los hombres que militaban bajo la enseña de Devout Hale… No se atrevería. De eso estaba seguro.
Mi siguiente y desgraciada visita debía ser nada menos que a la mismísima cárcel, y para ello me dirigí a Clerkenwell y a ese temido infierno para deudores conocido por todos como la prisión de Fleet. Ese gran edificio de ladrillo rojo puede parecer majestuoso desde el exterior, pero es el lugar más espantoso para los pobres. Hasta los que tuvieran algún dinero encima encontrarían dentro comodidades solo tolerables y cualquier hombre que no estuviera allí encerrado por deudas se verá pronto acosado por ellas, puesto que el más pequeño mendrugo de pan vendido dentro cuesta una fortuna. Hasta el extremo de que al deudor, una vez apresado, no le cabe más esperanza que una intervención de sus amigos para liberarlo.
Puesto que en alguna ocasión yo había tenido negocios con aquella institución -ninguno de ellos irregular, afortunadamente, porque me hubieran acusado a mí de insolvencia-, me resultó fácil encontrar a uno de los vigilantes que era conocido mío y averiguar de él sin problemas el lugar donde se hallaba el señor Franco.
Читать дальше