Llegué allí antes de las ocho de la mañana, una hora poco razonable, pero me tenía sin cuidado el trastorno que mi visita pudiera causar en la casa del señor Cobb. De hecho, quería despertarlos pronto y me había trazado el propósito de llegar antes de que salieran para ir al servicio religioso del domingo, suponiendo, naturalmente, que eran de esos hombres que se pasan seis días y medio cometiendo toda clase de villanías y que se creen justificados por unas pocas horas de hipócrita arrepentimiento.
Me sorprendió encontrar que necesitaba tirar de la cuerda de la campanilla para anunciar mi presencia, pero al momento salió a abrirme un peripuesto y animado Edgar, vestido de reluciente librea y sin la más mínima huella de sueño en sus ojos.
– Señor Weaver… -me dijo-. ¿Por qué será que vuestra presencia no me sorprende lo más mínimo?
Le di un empellón para pasar, y él se burló de mi rudeza. Poco se daba cuenta, sin embargo, de que el simple hecho de su vida, la terrible verdad de estar él viviendo en un mundo en el que había mujeres hermosas, niños risueños y juguetones cachorrillos me infundía tanta repugnancia que, de no haberlo apartado de mi camino de esa forma, no me hubiera quedado más remedio que emprenderla a golpes con él. Y no estoy hablando de una pelea viril ni tampoco de un par de tortazos… No… Si me hubiera quedado un instante más, en aquel pasillo, hubiera tenido que patearlo a conciencia, golpear con el codo su nariz hasta que le saliera sangre a borbotones, sacudirle un rodillazo en los testículos… Y no sé cuántas cosas más.
Fui siguiendo el tintineo de la plata con la porcelana y no tardé en llegar a un pequeño comedor: una estancia no tan grande y lujosa como el comedor de Ellershaw, sino más reducida e íntima. Supuse que Cobb tendría también un segundo comedor donde pudiera ofrecer, cuando quisiera, banquetes por todo lo alto. Pero incluso este contaba con toda clase de comodidades, aunque su alfombra turca era de tonos azules y marrones oscuros, el mobiliario de un color casi negro y las paredes de un verde tan oscuro que daba la sensación de estar bajo el cielo de una noche encapotada y sin luna. Había, sin embargo, grandes ventanales por los que se filtraban finos haces de luz y estos se entrecruzaban en la estancia como si fueran filamentos de unas telarañas tejidas por los dos hombres sentados a la mesa.
Cobb y Hammond, en efecto, se hallaban sentados el uno frente al otro en una mesa rectangular, de las dimensiones adecuadas para facilitar la conversación entre ambos. Sobre ella había comida suficiente para satisfacer el apetito de una decena de personas: panecillos, bollos y pasteles. Y mientras yo estaba allí mirándolos, deslumbrado por los rayos de sol que se cruzaban, una serie de criados se inclinaban sobre ambos, ocupados en llenar sus platos con toda forma imaginable de carne de cerdo: tiras de panceta, ristras de grises salchichas, lonchas de jamón cortadas tan finas que eran casi transparentes y cuya grasa relucía a la luz de las velas… Aunque yo ahora intentaba ajustarme a las leyes dietéticas de mi gente, no siempre lo había hecho. Sin embargo, en los últimos años, desde mi vuelta a Duke's Place y a las tabernas de los judíos, el olor a cerdo se había convertido en algo nauseabundo para mi olfato. Pero no fue eso lo que me hizo sentir una gran repugnancia, sino más bien el placer carnívoro que manifestaban aquellos hombres: viendo cómo se llevaban la carne a la boca, tuve la sensación de que, de haber podido, hubiesen preferido arrancar a los lechoncillos de las mamas de sus madres y devorarlos vivos.
Cobb me miró, hizo un gesto con la cabeza y pasó lo que tuviera en la boca con un trago de un líquido de color amarillo rojizo que burbujeaba en una enorme copa de cristal y que supuse sería una especie de ponche de arrack .
– Weaver… -dijo, una vez hubo tragado y dejado la copa en la mesa-.Vuestra visita no me resulta inesperada… ¿Le digo al chico que ponga un plato para vos?
– Oh, no os paséis… -dijo Hammond, levantando la cabeza de la fuente que hasta entonces había estado estudiando con absorta atención. Menos considerado que su tío, no esperó a tragar por completo lo que estaba comiendo, y la mesa se cubrió de trocitos de rosado jamón-. A este judío no le apetece comer con nosotros y nosotros no tenemos ningún deseo de hacerlo con él. Permitidle que espere ahí de pie, si tiene algo que decir. O, mejor dicho, que aguarde a escuchar lo que tenemos que decirle.
– Deseo que liberéis de la cárcel al señor Franco -dije.
– Puedo entender cómo debéis sentiros, señor Weaver -dijo Cobb-, pero tenéis que comprender nuestra posición. No nos habéis servido de gran ayuda.
– Una ayuda que os hemos estado pagando, además. Ahí está el quid del asunto -dijo Hammond-. Porque no se trata simplemente de que os hayamos obligado a cumplir nuestras órdenes, ¿verdad, tío? No… habéis recibido buenos dineros también. Y dinero de la Compañía de las Indias Orientales, además. Y ahora tenéis la osadía de acusarnos de actuar injustamente con vos porque castigamos vuestra incompetencia en el cumplimiento de vuestros deberes. Yo diría que tiene suerte en no ser él quien languidece allí, a la espera de morir de fiebre en la cárcel antes de que el Parlamento pueda dictar alguna insensata ley para aliviarlo.
Cobb se llevó el puño a la boca y tosió discretamente sobre él.
– Tenéis que comprender nuestra posición, señor Weaver. El señor Hammond tiene tendencia a los excesos. Pero yo no. Sin embargo, hasta la paciencia del hombre más tranquilo tiene un punto en el que se rompe. Seguro que lo comprendéis. Habéis estado haciendo indagaciones por todo Londres, averiguando solo Dios sabe qué, y no nos habéis informado de un solo hecho. Es más: habéis tratado incluso de interferir en mi propia red de comunicaciones, lo que me parece sumamente perjudicial.
– ¿Os referís al hombre que intentó apoderarse de mis notas: -pregunté.
– Ciertamente. Lo tratasteis con mucha rudeza, y debo reprenderos.
– ¿Pero cómo podía saber yo que estaba a vuestro servicio, y no era alguien leal a los intereses de Craven House? -sugerí, sin creer ni yo mismo que eso me sirviera de excusa.
– ¡Oh, qué salida tan tonta! -dijo Hammond-. Tontísima. Sois como el niño pillado con la mano en la despensa, que alega que pretendía abrirla para cazar un ratón.
Cobb había mordido una especie de pastel de manzana y lo masticaba metódicamente. Después de tragarlo, me miró con aire grave, como si fuera un maestro reprendiendo a su alumno favorito por mera fórmula.
– Creo, señor Weaver -dijo-, que haréis mejor en contarnos todo lo que habéis descubierto hasta ahora. Y a partir de este momento preferiría que nos enviarais con regularidad vuestros informes. Deseo saber el contenido de vuestras conversaciones en la Casa de las Indias Orientales, y conocer todos los detalles de vuestra investigación, incluso aquellos aspectos de los que no podéis obtener ningún resultado. Si pasáis el día interrogando a un sastre que pensáis podrá deciros algo, y descubrís luego que no sabía nada, quiero saber su nombre, su dirección, lo que creíais que sabría y lo que sabe en realidad. Confío en que me hayáis entendido.
Apreté el puño y pude notar que se me encendía el rostro pero, aun así, asentí. Tenía que pensar en Elias… en mi tía. Y también, por supuesto, en el señor Franco, al que esperaba ver pronto en libertad. Por este motivo, seguí el consejo de mi tía: tomé mi ira y la guardé dentro de un armario cuya puerta abriría algún día, pero no en el presente.
– Temo haber estado demasiado ocupado para informaros con regularidad -dije a manera de disculpa-, pero si queréis discurrir un sistema mediante el cual pueda enviaros comunicaciones a vuestra entera satisfacción, podéis tener la seguridad de que procuraré emplearlo. Y, en cuanto a lo que puedo contaros ahora, espero que, una vez lo haya hecho, dejéis al señor Franco en libertad.
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