«En particular, si está ocupado en ser un buen marido para alguna otra esposa», pensé yo, aunque ni se me pasó por la imaginación dar voz a semejante comentario.
– ¿Qué podéis decirme de él?
– Oh…, era bueno conmigo, señor. ¡Tan bueno siempre…! Cuando estaba conmigo, yo jamás hubiera sospechado siquiera que pudiera haber para él otras mujeres en el mundo, porque solo pensaba en mí, solo me miraba a mí cuando paseábamos juntos por la calle. Ya podíamos estar en St. James, con la gente más elegante de la metrópoli, que él no se fijaría en ninguna de ellas… Y quería… -Se cortó de pronto, y me observó con mirada crítica-. ¿Por qué queréis saberlo? ¿Quién sois vos?
– Os pido disculpas, señora. Mi nombre es Benjamín Weaver, y me han encargado investigar en los asuntos de vuestro marido para determinar si se le debía algún dinero con anterioridad a su fallecimiento.
Era una trampa cruel, y yo lo sabía, pero había muy poco que pudiera hacer yo por esta señora Pepper y mucho lo que tenía que hacer para ayudar a los que dependían de mi esfuerzo. Además, un poco de esperanza pudiera ser, en su caso, más un acto de piedad que una crueldad.
– ¿Dinero? ¿De quién? ¿Cuánto?
Extendí los brazos como para decir que las personas sencillas como nosotros somos incapaces de comprender los grandes designios.
– La verdad es que no puedo deciros cuánto, ni exactamente de quién. He sido contratado por un grupo de hombres inclinados a invertir en proyectos, y ellos me han pedido que inquiriera por los asuntos del señor Pepper. Aparte de eso, no sé nada más.
– Bien… -asintió ella, pensativa-, lo que puedo deciros es que estaba metido en más cosas que en su trabajo con la seda. Siempre tenía dinero en el bolsillo, a diferencia de los demás trabajadores. Y yo no iba a decirle nada de eso a Hale ni tampoco a los otros, porque no tenían por qué saberlo. En particular porque hubieran tenido celos de Absalom, por ser tan inteligente y apuesto.
– ¿Qué era lo que tenía entre manos, además de su trabajo con la seda?
– Nunca me habló mucho de ello -dijo la mujer-. Decía que no debía preocuparme con asuntos tan aburridos como esos. Pero me prometía que algún día no lejano seríamos ricos. Y entonces murió de forma trágica al caer en el río. Fue una crueldad muy grande del destino dejarme así, sola y sin un céntimo.
En su congoja, inclinó el cuerpo hacia delante, descubriendo aún más la rotunda turgencia de sus pechos. Yo no podía dejar de entender el significado de aquel gesto, aunque estaba decidido a fingir no darme cuenta. Era una mujer hermosa, pero endurecida, destruida, y yo no podía rebajarme hasta el punto de aprovecharme de su miseria. Podía tentarme, pero no serviría de nada.
– Lo que voy a deciros es muy importante -le dije-. ¿Os contó alguna vez algo el señor Pepper acerca de sus aspiraciones? ¿Mencionó nombres, lugares, algo por el estilo que pueda ayudarme a imaginar en qué trabajaba?
– No, no lo hizo nunca. -Se interrumpió un momento y me observó luego con expresión dura-. ¿Pretendéis robarle sus ideas, las cosas que escribía en sus cuadernos?
Sonreí ante su pregunta, como si fuera la idea más necia del mundo.
– No tengo el más mínimo interés en robaros nada, señora. Y os prometo, por mi honor, que si descubro que vuestro marido ha dado con algo de valor, me aseguraré de que recibáis lo que es vuestro. Mi misión no es llevarme nada de vos, sino solo saber y, en el caso de que sea posible, devolver a vuestra familia algo que tal vez se haya perdido.
Mis palabras tuvieron tanto éxito en calmar sus preocupaciones, que la pobre mujer se puso en pie y apoyó una mano en mi hombro con una dulzura que jamás hubiera esperado en alguien a quien el mundo había tratado tan mal. Me miró de una forma que me dio a entender en términos inequívocos que deseaba que yo la besara. Reconozco que me sentí complacido y hago constar en honor de sus encantos el hecho de que, como mi avisado lector habrá intuido, me halagara la buena disposición de una puta a la que ya le había dado dinero y a quien le había hecho vagas promesas de una futura riqueza. Lo cierto es que noté que mi anterior resolución había empezado a disiparse y que no podría decir con certeza cómo hubiera acabado la cosa de no ser porque en aquel momento ocurrió algo sumamente inesperado.
La viuda Pepper había empezado a mover los dedos hacia mi rostro, pero yo la retuve con un gesto y después me llevé un dedo a los labios reclamando silencio. Con el máximo sigilo que pude, me aproximé a la puerta de la habitación. Pero… ¡ay…! siempre preocupada por su seguridad, la señora Pepper la había cerrado con llave, lo cual restaría unos segundos preciosos a la ventaja de la sorpresa que hubiera podido dar cuando, lo más rápidamente que pude, hice girar la llave en la cerradura y abrí de par en par la puerta.
Tal como me temía, quien hubiera estado escuchando fuera había adivinado mis movimientos instantes antes de lo que yo hubiese querido, pero, aun así, distinguí la figura de un hombre que corría y casi caía escaleras abajo. Fui tras él de inmediato, pero supongo que carecía de la agilidad de mi presa porque el descenso me costó más que a él y para cuando pude llegar al piso inferior, ya había salido por la puerta delantera del edificio y corría por la calle.
Lo seguí lo más aprisa que pude y, cuando salía de la casa de la señora Pepper lo vi doblar por Tower Hill Pass en dirección a East Smithfield. El desconocido se movía con rapidez pero, ya sin la desventaja de la escalera, confiaba en que conseguiría, por lo menos, mantener el mismo paso que él y tenía confianza, además, en mi resistencia. Porque el hombre acostumbrado a pelear en un cuadrilátero ha de ejercitarse en seguir esforzándose incluso cuando siente vacías sus reservas de fuerza. Me dije, pues, que, aunque no pudiera superarlo al principio, si era capaz de mantener el paso, tal vez acabaría dándole alcance.
En realidad, la agilidad de que había dado muestras en la escalera no se manifestaba en la oscuridad de las calles. Primero tropezó en un resbaladizo y negro charco de inmundicia y se cayó de bruces. Pero tan rápidamente como se desplomó, recuperó la vertical de un salto con la velocidad de un saltimbanqui italiano. Después se metió por uno de esos negros callejones que caracterizan la zona de St. Giles: laberintos de callejuelas sin luces, en los que, a menos que uno conozca bien el camino, puede estar seguro de que se perderá. Por más que yo ni siquiera tuve la oportunidad de perderme, pues, para empezar, perdí a mi hombre. En cuanto doblé la primera esquina, tan solo me llegó el ruido lejano de pasos, pero sin que me fuera posible determinar de dónde me llegaba ni hacia dónde iba.
No me quedó más remedio que abandonar la persecución. Y, aunque tuve que ver lo ocurrido con la melancolía que nace de un fracaso, intenté consolarme diciéndome que hubiera ganado muy poco de haber logrado alcanzar a aquel hombre. Además de tener una inesperada velocidad, se trataba de una persona corpulenta y, casi con toda seguridad, más fuerte que yo. Haberle alcanzado tal vez me hubiera resultado más peligroso que útil. Además, en el momento en que tropezó había podido observar sus rasgos fugazmente; no podía estar completamente seguro y hubiera tenido mis dudas en declarar su identidad ante un tribunal. Con todo, mi grado de certeza era alto: el hombre que había estado al otro lado de la puerta de la señora Pepper, espiándome o espiándola a ella, no era otro que el indio Aadil. Rastreaba mis pasos y no me quitaba ojo de encima; ¿por cuánto tiempo podría fingir no saberlo?
Dada la advertencia de Edgar, no me sentía muy decidido a faltar otro día a mis obligaciones en Craven House, pero por otra parte me creía muy cerca de obtener una respuesta al misterio y deseaba llegar al final. A la mañana siguiente, pues, envié una nueva nota al señor Ellershaw para informarle de que mi tía precisaba de mí para ciertas gestiones y que, por ello, acudiría tarde a mi trabajo.
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