David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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– Sí -confesé-. Parido entró en el negocio del café unos meses antes que vos. Fue algo complicado conseguir que no os enterarais, pero mi hombre en la taberna de café sabía que debía negaros la entrada si Parido estaba allí. Una simple precaución. Veréis, Parido no tenía en las mientes nada tan complejo como vuestro plan de haceros con el monopolio. Él solo quería poner en movimiento opciones de compra y de venta, y cuando vos empezasteis a comprar café de aquella forma, amenazasteis sus inversiones, igual que habíais hecho con el aceite de ballena.

Miguel meneó la cabeza.

– ¿De modo que hicisteis que Geertruid me sedujera para entrar en el negocio del café con el solo propósito de perjudicar a Parido y luego la traicionasteis?

– Me halaga que me tengáis por persona tan ingeniosa, pero mi participación fue mucho menos importante. Vuestra señora Damhuis descubrió el café ella solita y os sedujo porque pensó que seríais un buen socio. Cuando supe de vuestro interés, reconozco que os animé porque sabía que sería en perjuicio de Parido y fui dándoos pequeños indicios de cómo Parido intrigaba contra vos. Pero eso fue todo.

– ¿Cómo fue que Geertruid acudió a vos para pediros su dinero?

– No sé si estaréis al tanto de la historia de esta mujer, pero debéis saber que es una ladrona, y yo soy el hombre a quien acuden los ladrones cuando necesitan grandes sumas de dinero. Dudo que hubiera podido encontrar a otra persona que le prestara ese dinero.

– No recuperaréis ese dinero. Ha huido de la ciudad.

Yo me encogí de hombros, pues esperaba algo semejante.

– Ya veremos. Tengo agentes en cualquier lugar adonde quiera ir. Todavía no he perdido la esperanza de recuperar mis florines, pero, si están perdidos, es un precio que habré de pagar gustoso por haber perjudicado a Parido. El hombre no solo ha perdido una gran cantidad de dinero, ha quedado como un necio ante la comunidad. Jamás volverá a ser elegido para el ma'amad, y sus días de poder se han acabado. ¿Acaso no merece eso las molestias que pueda causarse a una ladrona como Geertruid Damhuis?

– Es mi amiga -dijo Miguel con tristeza-. Podíais haberme dicho lo que sabíais. Solo era menester que me lo contarais, y yo hubiera podido evitar todo esto.

– ¿Y qué más habríais evitado? De haber sabido que los intentos de acercamiento de Parido eran sinceros, que él se había interesado por el café primero y que vos amenazabais sus inversiones, ¿hubierais seguido adelante? ¿Os hubierais empeñado en vencerle en aquella contienda u os hubierais retirado? Se me hace que los dos sabemos la verdad, Miguel. Sois un intrigante, pero no tan bueno como para hacer lo que había que hacer.

– No era menester hacer todo eso.

– ¡Sí lo era! -Golpeé la mesa con la mano-. Ese retorcido de Parido hizo que se me expulsara de la comunidad porque yo no le gustaba. Empleaba débiles excusas para justificarse, pero no era más que un déspota insignificante que utilizaba el escaso poder que tenía para sentirse importante. Así que, ¿y qué si trató de acercarse a vos, el hermano de un socio, para hacer las paces? ¿Disculpa eso el daño que ha hecho y que seguirá haciendo? He hecho a nuestro pueblo un gran servicio al quitarlo de en medio, Miguel.

– ¿Y poco importa que hayáis destruido a Geertruid, que era mi amiga?

– Oh, ella no está acabada, Miguel. Es una ladrona y una fullera. Conozco a las de su calaña y os puedo asegurar que se las arreglará muy bien. Es una astuta mujer que aún goza de gran belleza. El año próximo, por estas fechas, será la esposa de algún burgués de Amberes o la amante de algún príncipe italiano. No debéis preocuparos por ella. Después de todo, soy yo quien ha perdido los tres mil florines. Hubiera podido devolverme algo.

Miguel se limitó a menear la cabeza.

– Estáis furioso por otra cosa, imagino. Habéis ganado algo de dinero. Os habéis librado de las deudas y aún os quedan unos bonitos beneficios, y sois el mercader más popular del Vlooyenburg… al menos de momento. Pero estáis enojado porque no habéis conseguido la opulencia que esperabais.

Miguel lo miró. Acaso le avergonzaba reconocer que, ciertamente, estaba enojado por no haber ganado cuanto creyó poder ganar.

– Entre los dos acaso hubierais logrado haceros con el mercado del café en Europa -dije yo-, pero no lo creo. Ese plan vuestro era demasiado ambicioso; la Compañía de las Indias Orientales no lo hubiera permitido. Mi intención era rescataros antes de que os excedierais. De no haberlo hecho así, en medio año hubierais vuelto a quedar arruinado. Pero, en vez de eso, habéis salido muy bien parado. ¿Acaso pensáis que porque vuestro plan con Geertruid Damhuis ha fracasado no tendréis más que ver con el café? Tonterías. Vos habéis hecho famosa esta mercancía, Miguel, y ahora la ciudad entera está pendiente de vos. Aún podéis hacer una gran fortuna. Queríais un negocio que os permitiera acabar con tantas maquinaciones, y en cambio tenéis uno que solo es un principio. Utilizadlo con sabiduría y tendréis vuestra opulencia a su debido tiempo.

– No teníais derecho a engañarme como lo hicisteis.

Yo me encogí de hombros.

– Quizá, pero os he hecho un gran bien. Tenéis vuestro dinero y, según he oído, pronto habréis de casaros. Mi enhorabuena para vos y la hermosa novia. Decíais que queríais una esposa y familia, y ahora tendréis ambas cosas por mí. Acaso no habré sido vuestro amigo más sincero, pero siempre he sido el mejor que teníais.

Miguel se levantó de la silla.

– Un hombre ha de hacer su propia fortuna, no ser utilizado como una pieza del ajedrez. Jamás os perdonaré.

Dado que se había presentado en mi casa con la intención de matarme, que nunca me perdonara se me antojó una notable victoria.

– Algún día me perdonaréis -dije yo- y aun me daréis las gracias. -Pero ya se había ido, bajaba ya las escaleras con paso tan apresurado que casi cayó. Estaba tan borracho que tardó unos minutos en encontrar la puerta. Oí ruido de botellas que se rompían y un mueble caer, pero eso poco significaba para mí. Cuando se fue le pedí a Roland que dijera a la moza que ya podía salir de su escondite. Annetje estaba mucho más hermosa ahora que yo cuidaba de ella. Sabía que era mejor que Miguel no la viera en mi casa, pues su rostro radiante era un testimonio inconfundible de que yo era mejor amante, y era esta una información de la que acaso fuere mejor proteger a sus frágiles sentimientos en tan delicado momento.

35

Miguel apenas si conocía la distribución de los muebles, y había arcones con ropas y cajas de objetos recién adquiridos repartidos por la habitación. Llamaron a su puerta por la mañana temprano, antes de que el sol ahuyentara las sombras, y Miguel supuso que la sirvienta había salido ya a tomar su leche con pan de la mañana. Le dolía la cabeza, y la dolorosa sensación de algo terrible que no osaba conjurar acechaba sus pensamientos.

Geertruid. Había destruido a Geertruid por nada… por la mezquina venganza de Alferonda contra un hombre que había tratado sinceramente de reconciliarse con Miguel y ser su amigo. Parido no era más que un mercader que trataba de proteger sus inversiones. Miguel había sido el villano.

Mejor volver a dormir y no darle más vueltas, aunque solo fuera por unas horas.

Los golpes en la puerta no lo dejaban tranquilo. Se levantó de la cama -sin disfrutar, por primera vez desde que se mudó, de la sensación de estar en una cama normal en lugar de en una de aquellas monstruosidades-, y se puso algo de ropa y unos zuecos. La casa era un laberinto de arcones y muebles mal colocados, así que Miguel tropezó dos veces antes de llegar a la puerta de la cocina. Solo llevaba quince días en la casa y apenas si sabía dónde estaba la cocina; después de todo, la sirvienta se ocupaba de aquello.

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