David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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– Estoy perdida -musitó Geertruid. Se aferró al brazo de Miguel como si estuviera presenciando su ruina en lugar de ser la responsable.

– Acaso vuestro señor os salvará. Sin duda es su responsabilidad el hacerlo. Sospecho que los tres mil florines que pusisteis eran suyos. Por supuesto, este incidente ha dejado a Parido algo maltrecho, y acaso no se muestre tan generoso como antaño. Pero eso no es asunto que me concierna.

Geertruid seguía sin decir nada y se limitaba a mirar al frente con incredulidad. Miguel tenía aún café por vender, así que se dio la vuelta.

33

Acaso aquello era lo que quería. Cuando se paraba a pensarlo, así lo parecía. No había ocultado el libro con especial esmero, lo dejaba en el bolsillo de su delantal, con una esquina asomando, o bajo un montón de sus pañuelos, dejando que la esquina se marcara a través de la tela.

Lo sacaba con frecuencia, hojeando sus páginas sin cortar, tratando de mirar las imágenes que quedaban escondidas en las páginas que aún estaban unidas. Sabía que hubiera debido separarlas, era su libro, y podía hacer con él como gustase, pero no sabía cómo hacerlo y temía dañarlo.

Las palabras nada significaban para ella. Era incapaz de distinguir unas letras de otras, pero los grabados eran bonitos y la llevaban a un mundo muy distinto del suyo. Frutos delicadamente dibujados, un pez, un bote, un niño jugando. Algunos de ellos eran algo simples, como el de la vaca con rostro casi humano que sonreía con un contento desbocado.

Ella y la nueva moza, Catryn, estaban fregando los suelos antes del sabbath cuando Daniel entró en el vestíbulo y pasó por los suelos limpios con los pies llenos de barro. Su rostro era inexpresivo, y apenas si se alteró cuando resbaló y hubo de agarrarse a la jamba de la puerta por no caer. Catryn musitó algunas palabras, pero no miró.

– Ven conmigo -le dijo Daniel a Hannah.

Ella se levantó y lo siguió a su habitación. El libro estaba sobre la cama. Ella sabía que aquello habría de suceder. Lo había estado esperando. Aun así, su estómago se sacudió con tal fuerza que temió por su hija. Trató de respirar hondo y mantener la calma.

– Explícame qué es esto -dijo Daniel señalando con un dedo huesudo al libro.

Hannah lo miró, pero no dijo palabra.

– ¿Es que no me oyes, mujer?

– Te oigo.

– Pues entonces contesta. Por Cristo, no te he levantado la mano muchas veces, pero a fe mía que lo haré si te sigues obstinando. ¿Alguien te ha estado enseñando a leer?

Ella negó con la cabeza.

– No.

– Entonces ¿de dónde ha salido este libro?

No tenía sentido ocultarlo. Daniel ya no podía hacerle daño. Y se le antojaba que acaso Miguel querría que lo dijera, que se complacería un tanto en ello.

– Es del senhor Lienzo, vuestro hermano -dijo-. Él me lo dio.

Daniel no hubiera enrojecido más ni aún conteniendo la respiración.

– Miguel -dijo en voz muy baja-. Y ¿por qué había él de darte nada?

Ella negó con la cabeza.

– Yo le dije que me gustaría aprender a leer, y por eso me lo dio.

Daniel contuvo la respiración. Se atusó el mentón y acto seguido se metió índice y pulgar en la boca y se puso a hurgar. Al cabo de un momento, paró.

– ¿Te dio alguna otra cosa? -preguntó agriamente.

Hannah no sabía que iba a decirlo. No hubiera sido capaz de obligarse a hacer tal cosa. Le hubiera faltado el valor. Y tampoco se sentía con derecho a pronunciarlo. Difícilmente hubiera podido hallar acto más egoísta que implicar a otra persona en sus mentiras, y sin embargo lo hizo. Las palabras se le escaparon.

– El bebé -dijo, llevándose las manos al vientre-. Él me dio este bebé.

Hannah sintió un frío tan grande que casi notó sus dientes castañeteando. Estaba mareada, la vista se le nubló. ¿Qué había hecho? ¿Qué terrible paso había dado? A punto estuvo de arrojarse a los pies de Daniel para decirle que había dicho aquellas palabras por despecho y que, ciertamente, jamás había deshonrado su lecho. Pero, aun cuando fuera la verdad, aquellas palabras sonarían como mentira. Por eso lo había dicho. Una vez saliera de su boca, no podría retirarlo.

Su esposo permaneció inmóvil, con los brazos colgando flácidos a ambos lados. Hannah esperaba que se abalanzaría sobre ella, la golpearía con las manos o con otra cosa. Y estaba preparada para protegerse a sí misma y al bebé.

Él hubiera podido salir de la habitación o insultarla. Pero no hizo tal cosa, y ahora Hannah tenía motivo para arrepentirse de sus palabras, no por cuanto pudieran significar para ella o aun para Miguel, sino por lo que significarían para su esposo. Hannah lo había imaginado furioso, encolerizado, pero no abatido y derrotado.

– Entonces no tengo nada -dijo él en voz baja-. Todo se ha perdido. Habré de vender la casa. Y ahora ni tan siquiera tendré a mi hijo.

– Es una niña -dijo Hannah con suavidad-. Lo soñé.

Daniel no pareció oírla.

– Lo he perdido todo -repitió-. Y a manos de mi hermano. No habré de permanecer aquí.

– ¿Adónde irás? -preguntó ella, como si hablara con un amigo apesadumbrado.

– Venecia, acaso Londres. ¿Irás a Miguel?

– Ignoro si querrá aceptarme. -Estas pocas palabras, pronunciadas por rencor hacia Daniel, habían cambiado la vida de Miguel. ¿Cómo podía haber hecho algo tan cruel? Y sin embargo, si podía retractarse, no lo hizo.

– Te aceptará. Es hombre de honor. Conseguiré que el ma'amad autorice el divorcio y me iré.

Hannah pensó en acercarse, tomarle la mano y ofrecerle alguna palabra de consuelo…, pero si hubiera hecho tal cosa hubiera sido ante todo por sí misma, para sentirse menos culpable. Y no osaba romper el hechizo.

– Me iré ahora -dijo ella.

– Será lo mejor.

Mientras caminaba por el Vlooyenburg, el miedo iba cayendo gota a gota. Se había imaginado a Miguel rechazándola, insultándola, cerrándole la puerta en su cara. ¿Qué haría entonces? No tendría casa ni dinero, y sí una hija a quien cuidar. Acaso encontraría un convento donde quisieran admitirla, pero ignoraba si había conventos en las Provincias Unidas. Quizá tendría que ir hacia el sur, a Amberes, para encontrar uno. ¿Y cómo llegaría? Solo tenía unas monedas a su nombre.

Pero no deseaba atormentarse. Miguel jamás la abandonaría. Cuando menos, ahora que volvía a ser un gran mercader, le daría con qué sustentarse. También ella podría marcharse a algún lugar y empezar de nuevo, haciéndose pasar por viuda. Acaso no fuera la mejor de las vidas, pero tampoco sería una vida desdichada. Tenía todo el mundo ante ella y, aun cuando no pudiera decidir dónde descansar, sabía que cualquier cosa sería mejor que el lugar de donde venía.

Miguel aún no había contratado a una sirvienta en su nueva casa, de suerte que abrió la puerta él mismo. Por un momento se la quedó mirando, sin saber muy bien qué hacer, luego la invitó a pasar.

– Le he dicho a vuestro hermano que sois el padre de la niña -dijo Hannah en cuanto oyó cerrarse la puerta.

Él se volvió a mirarla, con expresión inescrutable.

– ¿Os concederá el divorcio?

Ella asintió.

Miguel no dijo nada. Su mandíbula estaba muy tensa, sus ojos entrecerrados, en tanto meditaba envuelto en un largo, cruelmente largo e insondable silencio.

Hay demasiados postigos cerrados en la casa, pensó Hannah, y los pasillos se veían oscuros y lóbregos, lo que confería a las losas blancas del suelo un tono grisáceo. Miguel vivía allí, pero aún no era su hogar. No había pinturas en las paredes. Un polvoriento espejo estaba apoyado contra el suelo. A lo lejos, Hannah notaba el olor de una lámpara de aceite encendida y veía el débil baile de la luz en otra habitación. En algún lugar de la casa, un reloj tocó la hora.

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