David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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En los salones de la Talmud Torá, después de la reunión, Miguel se demoró para debatir con su amigo Isaías Nunes la interpretación de algún aspecto particularmente espinoso de la gramática hebrea. Nunes comerciaba principalmente siguiendo las rutas levantinas, pero en tiempo reciente había empezado a traficar también con el vino portugués. El hombre se había excedido probando la mercancía de un comprador antes de la reunión y en aquellos momentos argumentaba ruidosamente. Su voz resonaba por los techos altos de la sinagoga casi vacía mientras los dos hombres se dirigían a la salida.

Nunes era un hombre grande y recio, que no gordo. Aún no tenía los treinta años, y sin embargo, había sabido hacerse un lugar importante en las rutas del Levante. A Miguel le gustaba, pero el aprecio que un viudo endeudado de su edad podía sentir por alguien tan joven y afortunado tenía sus límites. Casi por accidente, Nunes tropezaba con lucrativos negocios; invertía con cautela y en cambio sus ganancias eran obscenas; tenía una esposa hermosa y obediente que le había dado dos hijos. Aun así, Nunes era incapaz de disfrutar de nada de cuanto hacía, lo que en parte compensaba el exceso de logros. Siendo niño, había visto a sus parientes caer uno tras otro en manos de la Inquisición y eso lo había convertido en persona de natural nervioso. Tenía sus éxitos por una mera ilusión, un engaño que el demonio urdiera para hacerle cobrar esperanzas antes de aplastarlas.

Los dos hombres se dirigieron hacia la salida en la oscuridad, pues solo unas pocas velas alumbraban las zonas comunes. Nunes estaba en mitad de una arenga y decía grandes disparates, pues razonaba, se desdecía, se disculpaba por no decir más que tonterías y luego le pedía a Miguel que le diera la razón. Y entonces se detuvo y se inclinó hacia delante.

– ¡Por los clavos de Jesucristo, acabo de romperme un dedo del pie! -gritó. Al igual que la mayoría de los judíos de Portugal, maldecía como un cristiano-. ¡Miguel, ayudadme a andar!

Miguel se inclinó para ayudar a su amigo.

– Borracho, ¿con qué os habéis roto el dedo?

– Con nada -susurró Nunes-. Era un ardid. ¿Acaso no sabéis reconocer un ardid cuando lo veis?

– No, si es un buen ardid.

– Supongo que he de tomarlo como un cumplido.

– Y ahora que ya hemos establecido que habéis hecho ver que os rompíais un dedo para hacerme quedar como un necio -dijo Miguel muy tranquilo-, tal vez podríais explicarme por qué habéis hecho tal cosa.

– ¡La Virgen santa! -exclamó Nuiles-, ¡qué dolor! ¡Ayudadme, Miguel! -Bajo la luz de las escasas velas, Miguel vio que Nunes cerraba los ojos en un momento de concentración-. Hay un hombre oculto entre las sombras, junto a la puerta -añadió más comedido-. Os ha estado observando.

Miguel sintió que se ponía tenso. Un hombre que esperaba oculto en la penumbra no le daba buena espina. En más de una ocasión había tenido que permanecer casi preso en el sótano de alguna sucia taberna a causa de algún acreedor furioso hasta que podía mandar en busca del dinero que debía o -las más de las veces- lograba convencerlo para que lo dejara marchar.

Y entonces otro pensamiento se le pasó por las mientes. Aquellas extrañas notas que había estado recibiendo. «Quiero mi dinero.» Sintió un escalofrío en la piel.

– ¿Habéis podido ver quién es? -le preguntó a Nunes.

– He mirado de reojo y, a menos que yerre, se trata de Salomão Parido.

Miguel lanzó una mirada hacia la salida y vio una figura que se adelantaba en la oscuridad.

– Jesús! ¿Qué quiere? -Aquel parnass había sido su enemigo desde un desafortunado incidente que tuvieran hacía dos años y que concluyó cuando el hombre retiró la oferta de casar a su hija con Miguel.

– Nada bueno, podéis estar seguro. Un parnass al acecho nunca augura nada bueno, y si se trata de Parido, menos aún. Y si Parido espera a Miguel Lienzo… bueno, es difícil pensar en una situación más apurada. Sinceramente, detesto que nos vea juntos. Ya tengo bastantes problemas sin necesidad de que un parnass se ponga a indagar en mis asuntos.

– Vos no tenéis problemas -dijo Miguel con gesto sombrío-. Podría dejaros algunos de los míos.

– Vuestro hermano hace negocios con él, ¿me equivoco? ¿Por qué no le pedís que le diga a Parido que os deje en paz?

– Si he de seros sincero, creo que es él quien lo anima -dijo Miguel con amargura. Ya era bastante malo que tuviera que depender de su hermano menor, pero la amistad de Daniel con el parnass le sacaba de quicio. Tenía la impresión de que Daniel contaba todo cuanto decía o hacía.

– Volvamos adentro -sugirió Nunes-. Esperaremos a que pase.

– No le daré esa satisfacción. Tendré que arriesgarme, aunque no creo que vuestra interpretación haya engañado a nadie. Deberíamos romperos el dedo de verdad. Si acaso decide examinar vuestro dedo, se os hallará culpable de haber mentido en la sinagoga.

– Me he arriesgado por vos. Deberíais mostrar algo de gratitud.

– Tenéis razón. Si acaso inspecciona vuestro dedo y lo hallara íntegro, diremos que aquí se ha obrado un gran milagro.

Fueron cojeando hacia el patio y, por bien que quería tenerse, Miguel miró hacia el rincón donde había visto ocultarse a Parido. Pero el parnass ya se había ido.

– Que Parido os aceche es mal asunto -observó Nunes-, pero que os espíe y desaparezca entre las sombras… ha de ser mucho peor de lo que había imaginado.

Miguel ya tenía miedos suficientes sin necesidad de que su amigo los alentara.

– Y ahora me diréis que la luna en cuarto menguante es peor.

– La luna en cuarto menguante es un mal augurio -concedió Nunes.

Miguel profirió un sonido áspero, entre risa ahogada y carraspeo. ¿Qué querría de él el parnass ? No se le ocurría ninguna ley religiosa que hubiera podido violar abiertamente en el pasado reciente, aunque tal vez lo habrían visto en la calle con Hendrick. Y sin embargo, el contacto impropio con un gentil difícilmente justificaría aquella vigilancia. Parido tenía alguna otra cosa en las mientes, y si bien no acertaba a imaginar el qué, sabía que no sería nada bueno.

de

Las reveladoras y verídicas memorias

de Alonzo Alferonda

Al principio, mi traslado a Amsterdam resultó todo lo que hubiera podido desear. Después de pasar años entre los asquerosos fangos de Londres, pútrida capital de una nación pútrida, Amsterdam se me antojó el más limpio y hermoso de los lugares. Inglaterra se había convertido en un país desordenado, con revoluciones y regicidios. Cuando vivía allí, tuve ocasión de conocer a un hombre llamado Menaseh ben Israel, [4]que llegó de Amsterdam para convencer al rey guerrero-cura, Cromwell, de que permitiera a los ingleses judíos establecer allí su hogar. Por la forma en que Menaseh describía Amsterdam se hubiere dicho que era el mismísimo Jardín del Edén con casas de ladrillo rojo.

En mis primeros días en esta tierra, pensé que acaso tuviera razón. El ma'amad local, el Consejo Rector de los judíos, abrazaba cordialmente a los recién llegados. Hacía las diligencias para que amables desconocidos nos acogieran hasta que pudiéramos encontrar una casa. Enseguida evaluaba nuestro conocimiento de las costumbres y las santas leyes de nuestra raza, y empezaba a instruirnos en aquellos aspectos en los que manifestábamos ignorancia. La Talmud Torá, la gran sinagoga de los judíos portugueses, ofrecía la posibilidad de estudiar según el grado de conocimiento de cada uno.

Llegué a Amsterdam con unas cuantas monedas en mi bolsa y estaba a mi alcance establecerme como negociante, si bien aún no sabía a qué suerte de negocio pudiera dedicarme. Sin embargo, pronto descubrí algo que fue de mi agrado. En la Bolsa había surgido una nueva forma de comerciar, que consistía en comprar y vender cosas que nadie poseía y que, ciertamente, nadie tenía intención de poseer. Se trataba de algo muy semejante al juego y que recibía el nombre de «futuros». La persona tenía que apostar si el precio de un producto iba a subir o a bajar. Si el comerciante había supuesto correctamente, ganaba más dinero del que hubiera conseguido de haber comprado o vendido directamente. Si se equivocaba, el coste era formidable, pues no solo perdía el dinero invertido, también debía pagar la diferencia entre lo que había comprado y el precio final. Enseguida vi que no era este comercio para los tímidos ni tan siquiera para los valientes. Era un negocio para los afortunados, y yo me había pasado la vida aprendiendo a labrarme mi propia fortuna.

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