David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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3

En la cocina, Hannah a punto estuvo de cortarse el dedo cuando troceaba unos espárragos. No atendía a lo que hacía, y el cuchillo, embotado después de meses de descuido de la criada, se le escurrió de la mano y fue a clavarse despiadadamente en su carne. Pero el mismo embotamiento que lo hacía peligroso le quitaba su fuerza, y el metal húmedo apenas le arañó la piel.

Hannah levantó la vista por ver si Annetje se había dado cuenta. No. La moza estaba ocupada gratinando queso, tarareando entre sí alguna cancioncilla de bebedores… muy apropiado pues había estado dándole al vino otra vez. De haber reparado en el pequeño accidente de Hannah, sin duda hubiera dicho algo. «¡Oh, qué torpe sois!» o «¡Cuánta finura, que no podéis ni manejar un cuchillo!». Y lo habría hecho con una risa, volviendo su linda cabeza, como si con reír y volver la cabeza todo quedara en cosa amable. Y Hannah la hubiera dejado fingir que su comentario era cortés, aunque se muriera de ganas de estamparle el queso en la cara.

Hannah oprimió la lengua contra la herida y empujó el espárrago al cuenco, donde había de mezclarlo con el queso y pan duro, y cocinarlo para hacer un flan como los que hacían en Portugal, aunque en Lisboa utilizaban verduras y quesos distintos. A Annetje le parecía que los flanes eran repugnantes… malsanos, palabra que utilizaba para describir cualquier alimento ajeno al lugar donde ella se crió, en Groninga.

– Algún día… -decía la moza en aquellos momentos- vuestro marido echará de ver que solo preparáis comidas elaboradas cuando su hermano os acompaña.

– Dos personas comen poco -repuso Hannah sin ponerse apenas colorada-. Tres comen mucho más. -Su madre se lo había enseñado, pero en el caso de su esposo era doblemente cierto. Si Daniel hacía según su antojo, no comían más que pan, queso viejo y pescado encurtido, cualquier cosa con tal que fuera barata. Y era él quien insistía en que preparara comidas de mayor sustancia cuando su hermano los acompañaba, sin duda por que no lo tuviera Miguel por avaro, que lo tenía.

Pero a ella también le gustaba alimentarlo bien. Miguel no comía adecuadamente cuando estaba solo, y a Hannah no le gustaba que pasara hambre. Además, a diferencia de Daniel, él siempre parecía disfrutar de la comida, como si fuera un placer y no una mera necesidad para pasar con vida otra jornada. Miguel le daba las gracias, la elogiaba. Se apartaba de su camino para decirle pequeñas cosillas, como que la nuez moscada con la que había preparado el arenque daba lumbre al plato o que la salsa de ciruela que había servido sobre los huevos estaba más deliciosa que nunca.

– Hay que cocer las zanahorias en ciruelas y uvas pasas -dijo Annetje al ver que Hannah se había tomado un momento de descanso.

– Estoy cansada -y suspiró para recalcar sus palabras. Detestaba mostrarse débil ante la moza, pero estaba encinta y eso hubiera de ser excusa bastante. Habría de serlo, pero nada lograría pensando en lo que habría de ser. Habría de ser, por ejemplo, que la esposa de un hidalgo portugués no estuviera en una cocina bochornosa y casi sin ventanas troceando espárragos con su criada. Sin embargo, eso era lo que él le exigía, y ella había de hacerlo. Mantener la casa en orden, mostrarse sin tacha a sus ojos, le producía una agria satisfacción.

Cuando se mudaron a Amsterdam, Daniel le permitió contratar muchos sirvientes, pero en pocas semanas descubrió que era costumbre entre los holandeses que las esposas, aun las de los más altos heren, compartieran las tareas domésticas con sus sirvientas. Una casa sin hijos jamás tenía más de una sirvienta. Y Daniel, ansioso por ahorrar su dinero, despidió a casi todo el mundo y conservó a la moza, por ser católica, para que ayudara a Hannah con sus tareas.

– Estáis cansada -repitió Annetje agriamente. Luego se encogió de hombros.

Hannah conocía de forma muy limitada el holandés, y Annetje sabía aún menos portugués, por lo que sus intercambios solían ser escuetos y limitados. Pero no lo bastante. Hannah -estúpida, estúpida Hannah- había confiado demasiado en la moza aquellos primeros días. Había confiado en su bonita sonrisa, su dulce carácter y sus ojos verde mar. En las horas que pasaban juntas, trajinando como hermanas -fregando suelos, lavando el porche de la entrada, recogiendo el agua del suelo de la cocina-, Hannah había llegado a apreciar a la moza y acabó por confiar en ella. Annetje le enseñó tanto holandés como Hannah pudo aprender y con paciencia ella a su vez trató de aprender portugués. Le enseñó a Hannah cómo fregar los escalones de la entrada de una casa (cosa que nadie hacía nunca en Lisboa), cómo escoger los mejores productos de los mercaderes del Dam y a adivinar cuándo un panadero añadía tiza para blanquear su pan.

Hannah había llegado a verla como su única aliada. Encontró pocas amigas entre las otras mujeres judías del Vlooyenburg y, con tanto trabajo, apenas tenía tiempo para solazarse. Fregar suelos, lavar ropa, cocinar. El desayuno antes del amanecer, la comida cuando Daniel regresaba de la Bolsa -entre las dos y las seis, de modo que siempre tenía que estar a punto- y después, dependiendo de dónde cenara, un pequeño refrigerio. Además, estaban las comidas con invitados del sabbath, y los encuentros del havdalah. [5] A veces, cuando invitaba a amigos o a otros caballeros que trabajaban en la Bolsa, supervisaba el trabajo de Hannah y Annetje en la cocina, haciendo sugerencias absurdas y estorbando.

Hannah nunca había trabajado tanto en su vida. En Lisboa se le había pedido que cosiera y zurciera, y que ayudara en la cocina para las fiestas. Había cuidado a los hijos de parientes mayores, se había ocupado de enfermos y ancianos. Nada que ver con aquello. Al cabo de una semana, Annetje se la encontró acurrucada en un rincón, so Hozando tan fuerte que casi golpeaba su cabeza contra el muro de ladrillo que tenía detrás. La moza le había suplicado que le dijera que tenía, pero ¿por dónde empezar? ¿Cuál era el problema? Amsterdam Los judíos. La oración. La sinagoga. Cocinar. Fregar. Y Daniel Todo estaba mal, pero no podía decir nada de ello, así que dejó que la moza la consolara y le llevara vino caliente y le cantara nanas como si fuera una criatura.

Y entonces empezó a contarle secretos, como que había acudido a escondidas de su esposo a una bruja en las afueras de la ciudad para que le hiciera un conjuro que la ayudara a quedar encinta. Le habló de las manías y caprichos, y de la frialdad de Daniel. Por ejemplo, que nunca, bajo ninguna circunstancia, aceptaba quitarse todas las ropas. O que, después de utilizar el orinal, volvía hora tras hora a olerlo.

Y le contó otras cosas, las cuales deseó haber podido recuperar. Incluso cuando las decía, Hannah sabía que estaba hablando en demasía. Quizá esa fue la razón que la movió a hacerlo. La emoción de hablar de cosas prohibidas, de pedir ayuda para aquello que no ha de hacerse… Había sido demasiado bonito. Y seguramente sería su perdición.

– ¿Iremos mañana? -preguntó Annetje como si intuyera sus pensamientos.

– Sí -dijo Hannah. Aquellas visitas furtivas fueron divertidas al principio. Agradables, bienvenidas, pero también emocionantes, como suele ser todo lo vetado. Pero se había convertido en una terrible obligación que no podía evitar sin ver una pequeña chispa en los ojos de la mozuela, una chispa que decía «Haced lo que os digo o le diré a vuestro esposo cosas que no querríais que supiera». Solo en una ocasión pronunció aquella amenaza en voz alta, furiosa porque Hannah no quería subirle los diez florines de más que le pagaba a escondidas de lo que le pagaba su marido. Y con una vez fue suficiente. Ahora se limitaba a insinuar. «No me gustaría tener que decir cosas que es mejor callar», le decía a su señora; o «A veces temo que mi lengua sea demasiado suelta y si vuestro marido está por allí… bueno, mejor no hablar de eso».

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