David Liss - El mercader de café

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Ámsterdam, 1659. En la primera bolsa de valores del mundo, la riqueza se hace y se pierde en un instante. Miguel Lienzo, un hábil comerciante de la comunidad judía de origen portugués, que en otro tiempo estuvo entre los mercaderes más envidiados, lo ha perdido todo por el repentino hundimiento del mercado del azúcar. Arruinado y escarnecido, obligado a vivir de la caridad de su mezquino hermano, está dispuesto a hacer lo que sea por cambiar su suerte.
En contra de las estrictas reglas de la comunidad judía, decide asociarse con Geertruid, una seductora mujer que le invita a participar en un osado plan para monopolizar el mercado de una nueva y sorprendente mercancía llamada café. Para triunfar, Miguel tendrá que arriesgar todo lo que valora
y poner a prueba los límites de su astucia en el comercio. Y también deberá enfrentarse a un enemigo que no se detendrá ante nada con tal de verlo caer.
Con ingenio e imaginación, David Liss describe un mundo de subterfugios y peligros, donde arraigadas tradiciones culturales y religiosas chocan con las exigencias de una nueva y emocionante forma de hacer negocios.

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No era yo el único. La Bolsa estaba repleta de grupos llamados asociaciones comerciales que manipulaban los mercados como mejor sabían. Una asociación podía hacer circular el rumor de que pensaba comprar, digamos, prendas de lana inglesa. La Bolsa, al oír que un importante grupo iba a comprar, respondía y en consecuencia el precio subía. Sin embargo, desde el principio, la verdadera intención de esta asociación era vender y, tan pronto alcanzaban los productos de lana un precio satisfactorio, vendían. Estas asociaciones, como bien verá el lector avisado, hacen muchos negocios por aparentar; sus hombres deben hacer lo que dicen las más de las veces, pues de lo contrario, los rumores que rodean sus movimientos jamás se tomarían en consideración.

Yo mismo no tardé en convertirme en abastecedor de rumores. Hacía bailar a mi antojo las mercancías y me daba buena maña en no dejar huellas. Comprobad los dados si queréis, caballero. Veréis que son completamente normales. Una palabra aquí, un rumor allá. No por mi boca, por supuesto, pero se hacía. Se apostaba por tal artículo, en contra de aquel otro. Un sistema muy útil.

Poco después de mi llegada a la ciudad, acabé pasando las horas muertas en un establecimiento de apuestas regentado por un sujeto llamado Juárez. El juego estaba estrictamente prohibido por el ma'amad, pero lo cierto es que muchas cosas prohibidas se toleraban siempre que se hicieran con discreción. Juárez tenía una taberna pequeña y discreta que atendía a los judíos portugueses. Les ofrecía comida y bebida conforme a las leyes sagradas y no permitía que las rameras practicaran allí su oficio, de modo que los parnassim no lo molestaban.

Allí, yo jugaba a las cartas, entre otros, con un mercader unos diez años mayor que yo llamado Saloma˜o Parido; ni yo le gustaba a él, ni él me gustaba a mí. ¿Por qué? No sabría decirlo. No hubo ningún agravio, ningún desaire que vengar. A veces es algo tan simple como que, por su natural carácter, dos hombres no pueden estar cerca, como imanes que se repelen. A mí, él, se me antojaba una persona agria; para su gusto, yo era demasiado entusiasta. Aun cuando nuestro trabajo y nuestra fe con frecuencia nos hacían coincidir, ninguno de los dos se sentía contento de ver al otro. A veces estábamos en una misma habitación y, sin ningún motivo, él me miraba con el ceño fruncido y yo le sonreía a él con descaro. Él decía que si los fulleros… queriendo azuzarme por mi pasado; y yo respondía que si los idiotas… pues sabía que su único hijo le había nacido corto de entendederas.

Quizá dirá el lector «Alferonda, es cruel burlarse del infortunio de un hombre», y tenéis toda la razón. Es cruel, pero fue Parido quien hizo brotar en mí la crueldad. De haberse mostrado más amable, tal vez lo hubiera mirado con más compasión. Acaso entonces hubiera visto sus riquezas -su inmensa casa llena de alfombras, cuadros y fruslerías de oro, su ostentoso coche de caballos, sus manejos en la Bolsa, los cuales prosperaban simplemente por el volumen de dinero que los apoyaba- como una pequeña compensación por sus cuitas domésticas. Hubiera tenido sus caros ropajes por una máscara tras la que ocultar su pena. Hubiera visto sus opíparos banquetes -comidas con docenas de invitados, toneles de vino, ruedas de queso, rebaños de ovejas asadas- con otros ojos, pues yo habría sido uno de los invitados y hubiera visto la satisfacción que ponía haciendo de huésped. Pero jamás recibí las invitaciones hermosamente caligrafiadas para visitar su casa. Mis amigos sí, os lo aseguro, y yo había de oírles contar maravillas. Pero Parido no tenía lugar para Alferonda en su magnífica casa. Así pues ¿por qué había de buscarle Alferonda un lugar en su magnífico corazón?

Una noche, el destino quiso que coincidiéramos en una partida de cartas. Yo había bebido más vino del que conviene a un jugador y, viendo que Parido miraba con buena cara a todos cuantos había en la mesa menos a mí, fui incapaz de tener las ganas de hacer trampa con él, aunque fuera un poco.

Si un hombre hace trampas en las cartas con la simple intención de ganar, suscitará la desconfianza de todos. Pero si hace trampas sin otro motivo que conseguir que otro pierda, seguramente encontrará más amigos que enemigos. Cuanto más desdén me demostraba Parido, más certificado estaba yo en que las cartas no iban por camino que le conviniera. La escalera o el número que él buscaba acababan siempre en manos de otro o, cuando me veía apurado, escondido en mi manga. Los momentos en que pensaba que todo saldría bien reventaban como simples burbujas. En más de una ocasión le vi mirar con recelo en mi dirección, pero yo no había logrado más que pequeñas ganancias. ¿Qué culpa podía tener?

Supongo que este asunto hubiera quedado en nada de haber terminado ahí. Aquella noche, él perdió unos cuantos florines, pero nada importante. Un hombre como Parido sabe que nunca ha de poner sobre la mesa más de lo que está dispuesto a perder como precio por la diversión de una noche. Sin embargo, unos meses después, las cosas tomaron otro cariz.

Yo sabía que Parido y su asociación de comerciantes tenían pensada una maniobra con la sal de Setúbal. El precio había caído en picado y las exportaciones se habían reducido. Por tanto tenía que subir, y los hombres de Parido querían provocar ellos mismos la subida en lugar de esperar a que los cogiera por sorpresa. La noticia me llegó por boca de un tabernero -uno de los muchos a quienes pagaba por tales informaciones- y vi en ello la ocasión de beneficiarme. Quiero dejar claro que jamás hice nada con el solo propósito de herir a Parido. El no me gustaba ni yo a él, pero eso no tiene importancia cuando se trata de negocios. Hice lo que hice buscando beneficios. Nada más.

La asociación de Parido hizo correr el rumor de que los últimos cargamentos de Setúbal estaban vendiéndose por un precio mucho más alto del que se esperaba. Con esto esperaban desatar el frenesí comprador de aquellos que en la Bolsa deseaban mantener los bajos precios del momento para beneficiarse de la sal que ellos habían adquirido y de sus opciones de venta, se daba por seguro que el precio subiría. Cuando ellos empezaron a vender la sal al nuevo precio, yo y mis agentes vendimos también, desbordando el mercado para poder sacar provecho de la diferencia de precios. Mi jugada me permitió hacer algunas ganancias gracias al plan de Parido. Y tuvo el inevitable efecto de hacer que su negocio no fuera rentable: sus opciones de venta acabaron por costarles más que una cantidad significativa. Pero fue el precio que tuvieron que pagar por sus astucias.

Yo siempre me aseguraba de ocultarme detrás de corredores desconocidos cuando ponía en ejecución alguna de estas maniobras, pero Parido se preciaba de tener muy buenos contactos y acabó por descubrirme. Al día siguiente vino detrás de mí en la Bolsa.

– Habéis contrariado al hombre equivocado, Alferonda -dijo.

Yo fingí no saber de qué hablaba. Mi padre me había enseñado a negarlo siempre todo.

– Vuestras mentiras no me impresionan. Habéis sacado provecho arruinando mi plan y haciéndome perder dinero, y me aseguraré de que tengáis lo que merece un fullero ruin como vos.

Yo me reí de sus amenazas, como me había reído de otras. Y ciertamente pasaron los meses e incluso los años hasta que acabé por olvidarlas. Nunca le gusté, renegaba de mí siempre que podía, pero jamás supe que hubiera actuado en mi contra en nada de importancia. Bien podía ser que estuviera detrás de ciertos negocios que se torcieron, pero también pudo ser el azar, y se me hace que no se habría comedido a la hora de alardear por cualquier mal que hubiera estado en su mano hacerme.

Y entonces fue elegido para el ma'amad. Como hombre rico que era y parnass tenía en sus manos todo el poder que un hombre podía aspirar a conseguir en nuestra comunidad. Yo no tenía motivos para alegrarme de su elección, pero tampoco los tenía para sospechar que pudiera utilizar su nueva posición para atacarme de forma tan despiadada.

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