Parido hizo una reverencia.
– Vuestro hermano y yo hemos estado hablando de vuestros asuntos.
– Sin duda El me ha bendecido, cuando tan grandes hombres dedican su tiempo a discutir mis asuntos -dijo Miguel.
Parido pestañeó.
– Vuestro hermano mencionó que teníais dificultades. -Y esbozó media sonrisa, aunque no por ello pareció menos agrio.
Miguel lo miró con frialdad, sin saber muy bien cómo responder. Si ese necio hermano suyo había estado hablando del café otra vez, lo estrangularía allí mismo.
– Creo -dijo- que mi hermano no está tan bien informado de mis asuntos como él quisiera.
– Sé que aún recibes cartas de ese hereje de Alferonda -dijo Daniel alegremente, como si ignorara que estaba revelando una información que podía poner a Miguel bajo el cherem.
Parido negó con la cabeza.
– Vuestra correspondencia no es de mi incumbencia, y creo que vuestro hermano, en su afán por ayudaros, habla de asuntos familiares que es mejor callar.
– En eso estamos de acuerdo -dijo Miguel con cautela. ¿Qué significaba aquella inusitada generosidad? Cierto que la ira de Parido parecía haberse apaciguado un tanto desde que Miguel perdió dinero por la caída del azúcar. Ya no se acercaba a los mercaderes -a veces incluso cuando Miguel estaba hablando con ellos- para aconsejarles que pusieran sus asuntos en manos de un corredor más honrado. Ya no dejaba una estancia simplemente porque Miguel entraba en ella. Ya no se negaba a hablar con Miguel cuando Daniel invitaba al parnass a comer.
Sin embargo, Parido podía encontrar otras formas de hacerle daño. Se mofaba abiertamente de él con sus amigos, desde el otro extremo del Dam, señalando y haciendo muecas como si fueran mocetes. ¿Y ahora quería que fueran amigos?
Miguel no se molestó en disimular sus dudas, pero Parido se limitó a encogerse de hombros.
– Creo que mis acciones os parecerán más convincentes que ninguna sospecha. Venid a dar una vuelta conmigo, Miguel.
No tuvo más remedio que ir.
Los problemas de Miguel con el parnass empezaron cuando aceptó el consejo de su hermano de tomar a Antonia, la única hija de Parido, por esposa. Casi habían pasado dos años y en aquel entonces Miguel era un próspero mercader, de suerte que se le antojó que la joven sería una buena esposa y que con el casamiento podría afianzar la posición de la familia en Amsterdam. Daniel ya estaba casado, por lo que no podía entrar personalmente en la familia de Parido, pero Miguel sí. Llevaba demasiado tiempo sin esposa, le decían las esposas del Vlooyenburg, y Miguel ya estaba harto de casamenteras. Además, Antonia aportaría una buena dote y podría contar con los contactos comerciales de Parido.
No había motivo para que Antonia le desagradara, pero lo cierto es que tampoco le gustaba. Era una mujer hermosa, aun cuando estar con ella no se le hacía experiencia particularmente hermosa. Miguel había visto un retrato en miniatura de ella antes de conocerla y se había sentido muy complacido, pero si bien guardaba parecido, el pintor había dado a sus rasgos mayor animación de la que les diera la naturaleza. Miguel se sentaba en la sala de recibir de Parido, tratando de entablar conversación con la joven, que no lo miraba a los ojos, que no preguntaba nada que no estuviera directamente relacionado con la comida o la bebida que traían los sirvientes y no podía contestar nada que no fuera «Sí, senhor» o «No, senhor» . Miguel pronto sintió curiosidad por hacer chanza con ella, y dio en preguntarle cuestiones relacionadas con la teología, la filosofía y el conservadurismo político del Vlooyenburg. Y las preguntas resultaron en el mucho más interesante «No sabría deciros, senhor».
Miguel sabía que no debía complacerse en torturar a su futura esposa, pero no había muchas más cosas interesantes que hacer con ella. ¿Cómo sería estar casado con una mujer tan insulsa? Sin duda podía moldearla para que fuera más de su agrado; enseñarle a decir lo que pensaba, a tener opiniones, puede que incluso a leer. De todos modos, una esposa solo sirve para dar hijos y mantener en orden la casa. La alianza con el patrón de su hermano sería buena para sus negocios y, si la mujer no servía para otras cosas, había rameras de sobras en Amsterdam.
Así pues, con toda la intención de ceñirse a su promesa, Miguel había sido sorprendido por Antonia en la habitación de su doncella… él con las calzas bajadas, ella con las faldas subidas. La impresión de entrar en la habitación y encontrarse mirando las posaderas desnudas de Miguel fue tal que Antonia se desmayó con un chillido, golpeándose al caer la cabeza contra la puerta.
El matrimonio ciertamente se arruinó, pero la desgracia podía haberse evitado, y Miguel consideraba que si el incidente se había convertido en escándalo había sido por culpa de Parido. Miguel le mandó una extensa carta pidiendo su perdón por haber abusado de su hospitalidad y haber provocado sin querer una situación tan embarazosa.
No puedo pediros que no penséis más en estos hechos o que los apartéis de vuestra mente. Lo único que os pido es que me creáis cuando digo que jamás quise haceros daño ni a vos ni a vuestra hija, y espero que algún día podré demostraros el grado de mi respeto y arrepentimiento.
Parido contestó con algunas líneas bruscas:
No os esforcéis por volver a poneros en contacto conmigo. No me importa en absoluto lo que vos consideréis respeto o cómo planeéis vuestro parco arrepentimiento. De ahora en adelante habremos de estar enfrentados en todas las cosas.
La carta, para deleite de las comadres del Vlooyenburg, no significó el final del conflicto. La doncella, según se supo muy pronto, estaba encinta, y Parido insistió públicamente en que Miguel mantu viera a la criatura una vez naciera. Parido tenía al pueblo de su parte porque había tenido las calzas bien puestas durante todo el asunto, así que durante una semana Miguel hubo de soportar que las viejas lo abuchearan y le escupieran, y que los niños le tiraran huevos podridos a la cabeza. Pero Miguel no estaba dispuesto a admitir las acusaciones. La experiencia le había enseñado un par de cosillas sobre la forma de hacerse los niños y sabía que ese niño no podía ser suyo. Se negó a pagar.
Parido, pensando más en la venganza que en la justicia, insistió en que Miguel fuera llevado ante el ma'amad , para el cual Parido aún no había sido elegido. El Consejo estaba acostumbrado a esas disputas de paternidad, y los investigadores descubrieron que el padre era el propio Parido, de suerte que, viéndose humillado públicamente, se rearó de la vida social durante un mes a la espera de que algún nuevo escándalo distrajera a los vecinos. Durante ese mes, pensando que acaso Antonia no pudiera encontrar marido en una ciudad donde todos sabían que había visto a Miguel Lienzo sin calzas, la mandó a Salónica a casar con el hijo de su hermana, un mercader de posición acomodada.
Todo el mundo conocía la historia: que Miguel tenía que casarse con Antonia Parido, que el compromiso se había roto, que Parido había hecho acusaciones que se habían vuelto en su contra. Pero había algo que no todos sabían.
Miguel no había querido quedarse sentado mientras el ma'amad decidía el caso, pues Parido era un hombre poderoso, destinado a llegar al Consejo, y Miguel no era más que un comerciante advenedizo. Así que fue a ver a la pequeña zorra y realizó su propia investigación. Después de azuzarla adecuadamente, ella confesó que no podía decir el nombre del padre. No podía decir su nombre porque no había niño. Había dicho que estaba embarazada solo por encontrar con qué sostenerse, pues se había de ver en la calle.
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