– El negocio de la Bolsa es como el tiempo -le había dicho Miguel en una ocasión-. A veces parece que habrá de llover, pero entonces sale el sol.
– ¿Pero qué ha pasado con mis florines? -repuso el otro, que había perdido quinientos insignificantes florines en un negocio con la Compañía que no salió como Miguel esperaba.
Miguel trató de reír.
– ¿Dónde está el viento después de haberos soplado en la cara?
Y estuvo a punto de añadir que cualquier hombre que se haga esa pregunta debiera retirar su dinero de la Bolsa y dedicarse a la venta. A Miguel, Joachim le parecía persona mal pertrechada para esta suerte de inversión, pero no tendría suficiente número de clientes como para poder permitirse prescindir de uno.
Y allí lo tenía, jadeando como un perro, echándole el aliento en la cara. A lo lejos, vio que las puertas de la Bolsa se abrían y los comerciantes empezaban a entrar, y algunos, de puro entusiasmo, alborotaban como niños traviesos.
Aunque todo el mundo tenía asuntos que atender, Miguel temió que alguien lo viera con aquel harapiento. Los burgueses de Amsterdam habían prohibido a los comerciantes judíos hacer de corredores para gentiles y, aunque el ma'amad decía castigar este delito con la excomunión, en opinión de Miguel debía de ser aquella la segunda ley más violada en la ciudad (después de la que prohibía a los corredores negociar para su propio provecho aparte de para el de sus clientes). Sin embargo, en su situación, cualquiera hubiera temido que se le persiguiera por un delito que otros perpetraban con impunidad. Aquella conversación con Joachim debía acabar enseguida.
– Lamento que las cosas os hayan ido tan mal, pero no tengo tiempo para hablar ahora -dijo, y dio un paso atrás para probar qué pasaba.
Joachim asintió y dio un paso adelante.
– Me gustaría hacer un negocio con vos para compensar lo que he perdido. Acaso, como decís, todo haya sido sin intención.
Miguel no supo qué contestar. «Acaso todo ha sido sin intención.» ¿Es que tenía la audacia de acusarle de haberle engañado, de haberle puesto alguna suerte de trampa, como si las pérdidas que él mismo sufrió en el negocio del azúcar no fueran más que un ardid para hacerse con los quinientos florines de Joachim? No pasa un día sin que algún corredor dé un consejo equivocado, arruinando tal vez a aquellos a quienes pretende ser útil. Quienes no son capaces de soportar el riesgo no tienen nada que hacer en el mercado.
– Quiero lo que me debéis -insistió Joachim.
Miguel reconoció al punto la voz áspera de Joachim. En su cabeza, la vio transfigurarse en una letra torpe e irregular.
– Vos enviasteis las notas.
– Quiero mi dinero. Quiero que me ayudéis a recuperar mi dinero. No es sino lo que me debéis.
Miguel no tenía ya sitio en su vida para más deudas, de modo que aquella conversación sobre lo que debía se le hizo muy desagradable. Había cometido un error de juicio, nada más. Los dos lo habían pagado; y ahí hubiera debido acabar todo.
– ¿Qué clase de asunto es este que os atrevéis a mandarme tales notas? ¿Cómo debo interpretar vuestras extrañas misivas?
Joachim no dijo nada. Miró a Miguel de la misma forma que un perro mira a un hombre que lo alecciona.
Miguel volvió a intentarlo.
– Hablaremos de esto cuando tenga tiempo -le dijo a Joachim, mirando a su alrededor con nerviosismo, pensando si habría por allí espías del ma'amad.
– Entiendo que sois un hombre ocupado. -Joachim extendió las manos-. Como veis, yo no tengo mucho que hacer.
Miguel lanzó una ojeada al edificio de la Bolsa. Cada minuto que pasaba allí podía significar dinero perdido. ¿Y si, en aquel mismo instante, el hombre sobre quien podía descargar sus futuros de brandy, perdiendo acaso poco dinero, estaba comprando esas acciones a otro?
– Pero yo sí -le dijo a Joachim-. Hablaremos después. -Dio otro paso atrás.
– ¡Cuándo! -la palabra brotó con dureza, más como orden que como pregunta. Era palabra poderosa, como si hubiera gritado «¡Deteneos!». También el rostro de Joachim se había demudado. Ahora miraba a Miguel con severidad, como un magistrado que promulga un decreto. En los puestos de carne, varias personas tuvieron sus pasos y miraron. El corazón de Miguel empezó a latir desbocado.
Joachim avanzó con él en dirección al Dam.
– ¿Cómo os pondréis en contacto conmigo si no sabéis cómo encontrarme?
– Cierto -concedió Miguel con una risa tonta-. Qué inconsciente por mi parte. Hablaremos el lunes, después del cierre de la Bolsa, en la Carpa Cantarina. -Se trataba de una pequeña y apartada taberna que Miguel visitaba cuando necesitaba un lugar tranquilo donde beber y meditar.
– Bien, bien. -El hombre asintió con impaciencia-. Me ocuparé de que todo se haga bien. Lo que se ha hecho sin duda puede deshacerse, así que ahora nos daremos la mano como hombres de negocios.
Pero Miguel no estaba dispuesto a tocar a Joachim si podía evitarlo, de modo que se fue apresuradamente, fingiendo no haberlo oído. Después de abrirse paso entre la multitud que se agolpaba en el exterior de la Bolsa, se aventuró a mirar atrás y no vio rastro de Joachim, de modo que antes de entrar se tomó un instante para serenarse. Los mercaderes desfilaban junto a él, saludando muchos de ellos a voces de camino a la entrada. Miguel se enderezó el sombrero, tomó aliento y musitó en hebreo la oración para cuando se reciben malas noticias.
Hubiera debido saber que no debía pararse, pues en el momento en que dejó de moverse se vio asaltado por una docena de negociantes de baja estofa determinado cada uno de ellos a poner a prueba los límites de su gratitud.
– ¡ Senhor Lienzo! -Un hombre a quien apenas conocía estaba a escasos pasos, casi gritando-. ¡Permitidme un momento para hablar de un cargamento de cobre procedente de Dinamarca!
Un segundo comerciante empujó al primero a un lado.
– Buen senhor, sois la única persona a quien podría confiar esto, pero tengo motivos para creer que el precio del comino cambiará drásticamente en los próximos días. Pero ¿subirá o bajará? Venid conmigo y sabréis más.
Un joven negociante con ropas portuguesas, que no habría ni veinte primaveras, trató de apartarlo de la multitud.
– Quiero explicaros cómo se ha extendido en los últimos tres meses el mercado del sirope.
Tras su inquietante encuentro con Joachim, Miguel no estaba de humor para aquellos carroñeros. Los había de todas las procedencias y naciones, pues la hermandad de la desesperación no sabe de lenguas ni fronteras, solo de la voluntad de sobrevivir saltando de un precipicio al siguiente. Miguel estaba tratando de abrirse paso cuando vio que su hermano se acercaba, acompañado por el parnass Salomão Parido. Detestaba que Daniel y Parido lo vieran en tan deshonrosa compañía, pero no podía escapar, puesto que lo habían visto. Todo es saber estar, se dijo entre sí.
– Caballeros, caballeros -dijo al cúmulo de infortunados-, se equivocan si creen que soy persona a quien interese hacer negocios con ustedes. Buenos días tengan.
Se adelantó a empellones y casi topó con su hermano, que estaba a escasos pasos.
– Te he estado buscando -dijo Daniel, quien, desde la caída del azúcar, no se había dignado ni mirar a su hermano durante las horas de Bolsa. Ahora estaba muy cerca, y se inclinaba hacia él para no tener que gritar ante la algarabía del lugar-. Sin embargo, debo decir que no esperaba verte haciendo tratos con gente tan miserable.
– ¿Qué es lo que desean, caballeros? -preguntó él, dirigiendo su atención sobre todo a Parido, que hasta el momento guardaba silencio. El parnass había tomado por costumbre aparecer con demasiada frecuencia para su gusto.
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