– Terrible.
– Y cuando quisieron considerar el tabaco un artículo de lujo sujeto a impuestos, luché como un perro salvaje. El tabaco no es un lujo sino una necesidad, grité, porque ¿acaso no gastan los hombres su dinero en tabaco antes que en pan, y a veces incluso antes que en cerveza? Y, puesto que tiene la virtud de mantener sanos y fuertes a nuestros trabajadores, sería terrible que estos hombres no pudieran permitirse comprarlo en grandes cantidades.
– Me habéis convencido, lo prometo.
Él rió cordialmente.
– Gracias, señor. Me precio de tener el don de la palabra en la Cámara. -Miró a su alrededor-. ¿Estáis disfrutando del juego?
– Si me permitís la descortesía, señor Hertcomb, nunca me han gustado los deportes que son crueles con las criaturas de la naturaleza.
Él rió.
– Oh, solo es un ganso, solo sirve para comer, no para cuidarlo como un perro faldero.
– Pero ¿significa eso que hay que atarlo a una rama y atormentarlo?
– Jamás lo había pensado -confesó-. No creo que signifique ni que hay que hacerlo ni que no. Pero sin duda el ganso está hecho para el disfrute del hombre, no a la inversa. Detestaría vivir en un mundo en el que se hicieran las cosas según la conveniencia de los gansos.
– Sin duda -objeté amablemente- hay diferencia entre actuar en beneficio de un ave y actuar de forma cruel.
– Que me aspen si lo sé. -Rió-. Creo que antes votaríais a un ganso para el Parlamento que a mí, señor.
– Yo también lo creo así -dijo el señor Dogmill, que se acercó a nosotros apartando a cuantos se ponían en su camino-. He oído decir que el señor Evans es tory. Eso hace inexplicable su aparición en mi casa, aunque no tanto como su aparición aquí.
– Señor Dogmill, he leído en los periódicos que todo el mundo estaba invitado.
– Sin embargo, se sobrentiende que estos actos son para los electores, y más concretamente para los que piensan apoyar al partido. Así es como se llevan los asuntos en los dominios civilizados de su majestad. En resumen, señor, no sois bienvenido.
– ¡A fe mía! -dijo Hertcomb-. Me gusta el señor Evans. No quisiera que obligarais al señor Evans a marcharse de forma tan descortés.
Dogmill musitó algo por lo bajo pero no se molestó en dirigirse al candidato. En vez de eso, se volvió hacia mí.
– Os lo repito, señor, no sé qué asunto puede haberos traído hasta aquí, a menos que vengáis en calidad de espía.
– Un acto del que va a hablarse en los periódicos difícilmente requiere la presencia de un espía -repliqué-. Había oído hablar de estos juegos crueles con animales, pero jamás había presenciado uno. Solo quería ver con mis propios ojos hasta dónde puede llegar una mente ociosa.
– Supongo que en las Indias Occidentales no practican ustedes deportes sangrientos.
Yo ni sabía ni me importaba si había deportes sangrientos en las Indias Occidentales, aunque se suponía que debía saberlo.
– La vida allí ya es bastante complicada. No necesitamos más brutalidad para entretenernos.
– Creo que un poco de diversión os ayudaría a aplacar esa brutalidad. No hay cosa más placentera que ver cómo dos bestias se matan. Y valoro mucho más mi placer como hombre que el sufrimiento de las bestias.
– Me parece muy triste maltratar a una bestia solo porque puede uno hacerlo, y llamarlo deporte por añadidura.
– Si los tories se salieran con la suya -dijo Dogmill-, los tribunales de la Iglesia probablemente nos condenarían por nuestros entretenimientos.
– Si hay que condenar un entretenimiento -repliqué, satisfecho por mi ingenio y rapidez-, poco importa si lo hace un tribunal religioso o uno civil. No veo nada malo en que un comportamiento inmoral sea juzgado por la misma institución que nos ayuda a tener unas normas de moral.
– Solo un necio o un tory condenaría un entretenimiento por inmoral.
– Depende del entretenimiento -dije-. En mi opinión, la necedad está en permitir determinados comportamientos, a pesar del dolor que provocan, solo porque alguien los encuentra placenteros.
Supongo que Dogmill hubiera contestado a mi crítica con su habitual desprecio, de no ser porque una dama con unos hermosos rizos dorados y un ancho sombrero lleno de plumas oyó nuestra conversación. La mujer me estudió un momento, estudió a mi rival, y empezó a abanicarse mientras nosotros aguardábamos, expectantes, su comentario.
– Yo misma -le dijo a Dogmill- creo que estoy de acuerdo con este caballero. Este tipo de diversión es terriblemente inhumana. ¡La pobre criatura, tirar de ella de esa forma antes de que muera!
El rostro de Dogmill enrojeció; parecía confuso. Sin duda, a un hombre de su fuerza y su temperamento debía de resultarle insoportable este tipo de enfrentamiento verbal, sobre todo porque, como patrocinador electoral, no podía manifestar físicamente su desacuerdo conmigo. Por eso precisamente quise insistir.
– Sin duda sois una dama con un gran sentido común -dije con una inclinación-, puesto que reconocéis la bajeza de este entretenimiento. Espero que compartiréis mi desagrado.
Ella me sonrió.
– Ciertamente, señor.
– Os ruego que tengáis en cuenta que el señor Griffin Melbury también comparte este desagrado -añadí, con la poderosa sospecha de que mis palabras encenderían a Dogmill aún más.
Y en efecto lo hicieron.
– Señor -me dijo-, acompañadme un momento.
Lo más educado hubiera sido aceptar, pero era más provocador negarme. Así que me negué.
– Creo que prefiero hablar de tales materias aquí -dije-. No creo que haya nada en el trato que se da a unos gansos que no pueda discutirse abiertamente. No estamos hablando de asuntos de dinero o de amores para buscar un lugar más privado.
Dogmill no podía estar más perplejo. Dudo que nadie se hubiera burlado de esa forma de él en su vida.
– Señor, deseo hablar con vos en privado.
– Y yo deseo hablar con vos en público. Un gran dilema, pues desconozco cómo podrían reconciliarse nuestros deseos. Quizá un estado de semiprivacidad nos complacería a ambos.
La dama de los rizos dorados rió con disimulo; para Dogmill aquello fue como si le clavaran un puñal por la espalda. De no haber sido una mujer, estoy convencido de que hubiera dejado a un lado sus obligaciones como personaje público y la hubiera golpeado en la cara sin dudarlo ni un instante.
– Señor Evans -dijo finalmente-, esta es una reunión para partidarios del señor Hertcomb. Dado que vos no estáis entre ellos, y dado que habéis tenido la impertinencia de reclamar el voto por un tory, debo pediros que os marchéis.
– No soy partidario de los whigs, pero aprecio mucho al señor Hertcomb y le apoyo con todo mi corazón en otras empresas. Y por lo que se refiere a mis palabras a favor del candidato tory, no considero que sean ofensivas. No dudaré en asistir a alguno de los actos del señor Melbury y comentarle lo amable que me parece el señor Hertcomb.
Hertcomb sonrió y estuvo a punto de hacer una reverencia, pero cambió de opinión. Había visto lo bastante para saber que no debía apoyarme públicamente.
– He oído decir -proseguí- que sois un hombre de carácter violento. Os he visto tratar de una forma muy bárbara a vuestro sirviente. Tenéis fama de ser desagradable con los indigentes y los necesitados. Ahora veo que también lo sois con las bestias y quizá esto sea peor, pues ellas no tienen la posibilidad de decidir su camino. Se puede mirar a un mendigo y preguntarse hasta qué punto es responsable de no tener una vida más productiva, pero ¿qué ha hecho ese pobre pájaro para acabar de esa forma?
– Nadie me había hablado así jamás -me dijo Dogmill en un susurro ronco.
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