David Liss - La Conjura

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Una vez más, el aclamado autor David Liss combina su conocimiento de la historia con la intriga, atractivas caracterizaciones y un cautivador sentido de la ironía, que le permite sumergir al lector en una vivida recreación del Londres de la época y componer un colorido tapiz de las intrigas políticas, los contrastes sociales y la picaresca reinante.
«Los lectores de El mercader de café, y los amantes de la novela histórica y de intriga disfrutarán con la fascinante ambientación, los irónicos diálogos y la picaresca de un héroe inolvidable.»
Benjamin Weaver, judío de extracción humilde, ex boxeador y cazarrecompensas, es acusado injustamente de haber cometido un asesinato, y que se convertirá en un improvisado detective con imaginativos recursos. Conforme avance en su investigación, comenzará a emerger el turbio mundo portuario, la corrupción política y la sed de poder.

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Llegué a la taberna poco antes de las ocho de la mañana. Estaba en la zona este de Covent Garden, desde donde tenía una vista inmejorable del campamento electoral montado en la plaza. Aunque aún faltaba más de una semana para el comienzo de las elecciones, había una gran actividad, como si tuviera lugar una importante feria: solo faltaban los comedores de fuego y los equilibristas. Hombres ataviados con el verde y blanco de Melbury o el azul y el naranja de su oponente, Albert Hertcomb, desfilaban arriba y abajo con sus pancartas y repartían libelos. Bellas señoritas paseaban por allí, pidiendo el voto para uno u otro candidato. Los buhoneros empujaban sus carros entre la gente y, por supuesto, no faltaba un extenso surtido de carteristas y rateros, atraídos como era habitual por este tipo de acontecimientos. El aire frío olía a cerdo asado y a ostras pasadas.

Entré en la taberna y di mi nombre al hombre que estaba sentado junto a la entrada. El tipo examinó una lista escrita con una pulcra caligrafía y me hizo pasar. Me senté a una mesa vacía, pero no tardó en llenarse, puesto que no dejaban de entrar acaudalados individuos. Muchos parecían conocerse, pero otros iban solos, como yo. Después de que se sirvieran las primeras jarras de mala cerveza y algunas hogazas de pan blanco recién hecho, empecé a sentir más interés por la reunión.

El individuo que estaba a mi izquierda era un corpulento importador de curiosidades orientales, según me dijo. Elogiaba a Melbury por su ecuanimidad, su dedicación a la Iglesia y su deseo de denunciar la corrupción de los whigs. Desde luego, yo mismo pude oírlo, porque, poco después del refrigerio, vi que un atractivo caballero se dirigía a la parte frontal de la sala, saludando a unos y otros a su paso. No había duda, era Melbury; entonces sentí pánico. Ahí tenía al hombre que me había derrotado en la competición que yo consideraba más importante. Nunca lo había visto y, aunque me pareció que tenía un aspecto normal, que no tenía un brillo especial, ni un halo de divinidad, también me pareció inexplicablemente… «valioso», sí, esa es la palabra que me vino a la cabeza; yo me sentí pequeño e insignificante en comparación.

Cuando se puso a hablar, apenas escuché sus palabras, tan concentrado estaba en examinar su rostro, su aspecto y su forma de conducirse. Cuando me di cuenta de que su discurso estaba a punto de terminar, me obligué a salir de mis pensamientos para escuchar al menos algunos de sus comentarios.

– No diré que todos los electores de Westminster deban votarme -proclamó el candidato a modo de conclusión-, solo aquellos que detesten la corrupción. Si a alguno de los caballeros que están hoy aquí le gusta que la Cámara de los Comunes acepte dinero para llenar los bolsillos de miembros ladrones y sus secuaces, si le complace ver una Iglesia diezmada y débil, y si considera adecuado que unos hombrecitos ambiciosos decidan el curso que debe seguir la nación basándose en su codicia y poder adquisitivo, entonces sin duda debe votar por el señor Hertcomb. Nadie se enfadará por ello. Doy gracias al Creador por vivir en una tierra libre donde cada hombre puede decidir por sí mismo. Pero, si por el contrario, prefieren a alguien que combata activamente la corrupción y el deísmo impío, alguien que hará lo posible por restituir la antigua gloria de este reino antes de la llegada de los agiotistas, las deudas y las desgracias, entonces les animo a que voten por mí. Y si se sienten inclinados a votarme, les invito a tomar otro vaso de cerveza y a brindar por este gran reino.

Tras el discurso, mi amigo el importador elogió sus palabras como si fuera un segundo Cicerón. Reconozco que era muy elocuente y tenía carisma, pero por el momento lo único que había despertado en mí era la envidia.

– Debéis saber -dijo mi compañero- que es incluso más imponente cuando se habla con él. Es una pena que todos los votantes de Westminster no puedan charlar cinco minutos con el señor Melbury. Estoy seguro de que el asunto se resolvería fácilmente, puesto que si alguna vez oís hablar al señor Hertcomb, os daréis cuenta de que no es más que un zoquete. En cambio Melbury siempre demuestra ingenio e inteligencia.

– Tendré que aceptar vuestra palabra -dije-, pues no lo conozco.

El hombre captó enseguida la indirecta y prometió presentármelo antes de que el almuerzo terminara. Y en ese mismo momento me arrancó de la silla y me arrastró al extremo más alejado de la taberna, donde el señor Melbury conversaba con un joven de aspecto lúgubre.

– Disculpadme, señor Melbury, pero hay una persona que desearía que conocierais.

Melbury alzó la vista y me dedicó su sonrisa de político. Reconozco que lo hacía muy bien pues, aunque solo fuera por un instante, cuando bajé la guardia, me pareció atractivo, con pómulos poderosos, una nariz masculina sin ser grande y unos llameantes ojos azules. Algunos hombres que se saben atractivos llevan su belleza con arrogancia, pero Melbury parecía satisfecho consigo mismo y con el mundo, y eso le daba un enorme encanto. Llevaba una elegante peluca corta con rizos, y un traje azul de buena calidad, pero lo más imponente era cuando mostraba sus dientes blancos en una sonrisa que irradiaba afabilidad y que detesté con toda mi alma. Reconozco que hasta yo empecé a sentir que mi desprecio por aquel hombre remitía, aunque me opuse con todas mis fuerzas a este sentimiento.

– Bien, hola, señor -le dijo al importador, a quien obviamente había olvidado. Sin duda se habían conocido en unas circunstancias muy parecidas a las que me iba a conocer a mí.

– Un discurso maravilloso, señor Melbury. Maravilloso. Ah, sí. Este es el señor Matthew Evans, que acaba de regresar de las Indias Occidentales y ha mostrado gran interés por la causa tory.

Melbury cogió mi mano derecha con las dos manos y me la estrechó.

– Me alegra mucho oír eso, señor Evans. Me parece que vuestro nombre no deja de circular por la ciudad. Es un placer conocer a un personaje tan importante, sobre todo cuando apoya nuestra causa. Quienes vuelven de las Indias Occidentales suelen ser whigs, pero me alegra saber que no es vuestro caso.

Desde el primer momento noté cierta frialdad en sus maneras. Su sonrisa encantadora y su cara bonita conseguían disimular cierta reserva que me alegró descubrir, pues al menos tendría algo donde basar mi desagrado y resentimiento. Pero mi misión no era encontrarle defectos a Melbury ni deleitarme poniendo al descubierto la rigidez de sus maneras… una rigidez que por otro lado era habitual entre los miembros de las familias de rancio abolengo. Tenía que caerle bien, convertirlo en mi aliado, y utilizar su apoyo cuando ganara las elecciones.

– Mi padre era tory, y mi abuelo luchó en la guerra a favor del rey. -No hay nada malo, pensé, en insinuar sangre realista. Justo el tipo de comentario que necesitaba para caerle en gracia-. He pasado casi toda mi vida en Jamaica y no he tenido ocasión de participar en la política.

Él sonrió, aunque yo sabía reconocer muy bien una falsa sonrisa.

– ¿Cuándo llegasteis a Inglaterra?

– El mes pasado.

– Entonces os doy la bienvenida. ¿Y qué negocios teníais en Jamaica, señor Evans?

– Mi padre poseía una plantación, y yo he participado en su gestión desde que era un crío, pero conforme ha ido prosperando, he ido dejando mis asuntos en manos de un sobrino mío muy de fiar. Ahora estoy decidido a recoger el fruto de tantos años de trabajo regresando al país de mis antepasados. Aunque apenas recuerdo otra tierra que no sea Jamaica, el clima de las Indias Occidentales es muy poco saludable, y he descubierto que, por naturaleza, me inclino más a la moderación británica.

– Muy comprensible. Hay algo muy británico en vos, si permitís que lo diga. El hombre de las Indias Occidentales, sin duda lo sabéis, tiene fama de no saber moverse en sociedad, pues no ha gozado de nuestras escuelas públicas y nuestras costumbres. Me alegra ver que vos rompéis el tópico.

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