Anchee Min - La Ciudad Prohibida

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La historia de la última emperatriz de China, una mujer ambiciosa que durante generaciones fue recordada como una gran seductora y una asesina sin escrúpulos. Anchee Min brinda el vívido retrato de un personaje fascinante y, a través de él, de la opulenta corte china del siglo XIX y de la vida sexual y política de las concubinas reales.
Finales del siglo XIX. Envuelta en el marasmo de las ambiciones europeas, el arcaísmo de sus estructuras y la impotencia política, la dinastía Qing está viviendo sus últimos días. Pero aún conserva todo su esplendor. Justamente en esos tiempos Orquídea, una bella joven de diecisiete años perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, es escogida para convertirse en concubina del Emperador.
Orquídea se introduce así en la Ciudad Prohibida de Pekín, un mundo de complejos rituales ancestrales que sugieren equilibrio y serenidad, pero tras los que se ocultan turbias intrigas que conducen a la traición y el asesinato. Todas las concubinas aspiran a ser la emperatriz, entre ellas Orquídea. La joven, con su belleza y talento innatos, llega a convertirse en maestra de la seducción y triunfa sobre sus rivales. Ya tiene el poder, pero es un poder sobre un país que se desmorona: Orquídea será la última emperatriz de China.
Partiendo de una recreación de la China imperial meticulosa y fiel, La Ciudad Prohibida es el relato de una ambición condenada por la historia y el cautivador fresco de un mundo desaparecido, en una novela absorbente e inolvidable…

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Mi petición de conocer a Robert Hart primero se retrasó, luego se pospuso y finalmente fue rechazada. La corte votó unánimemente que sería un insulto para China si yo me «rebajaba» a conocerle. Tendrían que pasar más de cuatro décadas hasta que por fin nos conociéramos. Entonces comuniqué a la corte que no podría morir en paz si no le daba las gracias a aquel hombre que me había ayudado a evitar que el cielo se cayera en pedazos.

Los crisantemos salvajes de color sangre florecían desaforadamente. Las plantas colgaban por encima de las vallas y cubrían el suelo del patio. Aún conmovida por el contenido de una carta que me acababa de enviar el príncipe Kung, no estaba de humor para apreciar las flores. En su carta, el príncipe me describía lo que le había ocurrido ese día, después de entregar los tratados firmados por su hermano agonizante, el emperador Hsien Feng.

«Me escoltaron hasta la Ciudad Prohibida el general Sheng Pao y cuatrocientos hombres a caballo. Luego tomé solo veinte hombres y entré en el salón principal del Consejo de Ritos para encontrarme con mi homólogo, lord Elgin. -A través de la elección de palabras del príncipe Kung notaba su rabia-. Era la primera vez que entraba en las dependencias celestiales después de que las asaltaran los extranjeros. Lord Elgin llegó con tres horas de retraso. Entró con doscientos hombres en una exhibición de pompa. Llegó en un palanquín carmesí llevado por dieciséis hombres, sabiendo que ese privilegio está reservado solo al emperador de China. Me esforcé en ser gentil, aunque estaba soberanamente enfadado. Hice una leve reverencia y estreché la mano de Elgin al modo chino. Intenté no traslucir mis emociones.»

Admiraba la sabiduría de sus palabras finales, dirigidas a Su Shun y a la corte: «Si no aprendemos a contener nuestra ira y continuamos con las hostilidades, estamos abocados a sufrir una catástrofe. Debemos aconsejar a nuestro pueblo en toda la nación que actúe según los tratados y no permitir que los extranjeros se excedan ni lo más mínimo en ellos. Nuestra expresión externa debería ser sincera y amistosa, pero serenamente deberíamos intentar mantenerlos a raya. Luego, en los próximos años, incluso aunque nos vinieran con exigencias, no nos causarían una gran calamidad. El tiempo es crucial para nuestra recuperación».

De nuevo sentí que Tung Chih era afortunado por tener un tío tan sensato. Su Shun tal vez aumentara su popularidad desafiando al príncipe Kung y llamándole «esclavo del diablo», pero ¿hay algo más fácil que burlarse de alguien? El príncipe Kung desempeñaba un trabajo desagradable, pero necesario. Su despacho estaba en los alrededores de un templo budista abandonado del noroeste de Pekín; un espacio sucio, sin encanto y yermo. Tenía demasiado trabajo y el resultado de sus negociaciones era de prever. Debía de ser insoportable. El número de extranjeros que exigían indemnizaciones y reparaciones era ridículo, superaba en exceso cualquier daño real o coste militar. Debía de estar pasándolo aún peor que yo.

Cuando dejé la carta, estaba tan agotada que me quedé dormida al instante. En sueños prendía fuego a todas las pilas de documentos de mi habitación.

Mi debilidad era anhelar un hombro masculino en el que apoyarme. Luchaba contra ello, pero mis sentimientos afloraban a la superficie. Buscaba distracciones y me enterraba en mi trabajo. Pedí a An-te-hai que me preparase un té más fuerte y mastiqué las hojas después de bebérmelo. Por fin conseguí vaciar el suelo de todos los documentos. No sabía si los asuntos de la corte se habían retrasado porque Su Shun no conseguía seguirme el ritmo o si había cambiado de táctica y dejaba de enviarme documentos.

Sin trabajo en que ocupar mis noches, me volví nerviosa e irritable. Podía haberme dedicado a otras cosas: leer una novela, escribir un poema o pintar a la tinta. Sencillamente era incapaz de concentrarme. Me metía en la cama y miraba el techo. En la profunda quietud de la noche, desfilaba ante mis ojos el rostro de Yung Lu y el modo en que se movía a caballo, y me preguntaba cómo sería cabalgar con él.

– ¿Os gustaría que os diera un masaje en la espalda, mi señora? -susurró An-te-hai en la oscuridad.

Su voz me decía que había estado despierto.

No dije nada y él se puso a mi lado. Él sabía que yo no me lo permitiría, pero también sabía que estaba sufriendo una especie de agonía. Como una fuerza de la naturaleza, mi deseo debía seguir su propio rumbo hasta saciarse y agotarse. Mi cuerpo estaba preparado para abandonarse.

An-te-hai me abrazó en silencio. Dulce y despaciosamente me acarició los hombros, el cuello y luego bajó por la espalda. Mi cuerpo se sintió reconfortado. An-te-hai seguía dándome masajes, sus manos estaban por todas partes y me susurraba versos de una canción al oído como en un sueño de efectos balsámicos:

Él llegó a través de las exuberantes secoyas

Los bosquecillos de bambú que se levantaban entre las colinas

Un templo medio oculto entre las nubes verdes

Su entrada era una ruina .

El vacío se expandió en mi mente y flores de ciruelo danzaron en el aire como plumas blancas. An-te-hai fue más enérgico en el momento en que descubrió mi excitación. Respiró hondo como para oler mi aroma.

– Os amo tanto, mi señora -suspiraba mi eunuco una y otra vez.

Mis ojos veían a Yung Lu. Me llevaba con él en su caballo, como la esposa de un antiguo portaestandarte, me aferraba a su cintura entre las ollas y sartenes tintineantes que colgaban de la silla. Los dos nos movíamos a un ritmo perfecto, viajando por un desierto interminable.

Mi cuerpo se calmó, como un océano después de una tormenta. Sin encender una vela, An-te-hai se retiró de la cama. Un mechón de cabello húmedo había caído sobre mi rostro y probé mi propio sudor. A la luz de la luna, mi eunuco preparó una bañera de agua caliente. Me bañó tiernamente con una toalla. Lo hizo con tanta suavidad como si hubiera estado practicando toda su vida. Yo me sumí en un apacible sueño.

Capítulo 21

Me enviaron la copia de un decreto escrito por Su Shun para el príncipe Kung en nombre de Tung Chih. El decreto prohibía al príncipe Kung venir a Jehol y se había promulgado sin el sello de Nuharoo ni el mío. Aparentemente, se le había encargado al príncipe Kung la tarea más honorable -guardar la capital-, pero lo que se pretendía en realidad era evitar cualquier contacto entre él y nosotras.

Fui a ver a Nuharoo y le sugerí que debíamos mantener la comunicación con el príncipe Kung. Había ciertas decisiones que yo no podía tomar sin antes consultárselas. Nuestras vidas estaban en la cuerda floja, pues ahora Su Shun nos ignoraba abiertamente. Para demostrar mi argumentación, leí a Nuharoo el segundo artículo del decreto, una orden por la que se trasladaba a varios generales leales a Su Shun de Jehol a Pekín.

– ¿No te dice eso lo que Su Shun tiene en mente? -le pregunté.

Nuharoo asintió con la cabeza. Su espía le había informado de que el príncipe Kung había enviado mensajeros a Jehol, pero ninguno de ellos había llegado hasta nosotras.

Aquella misma mañana, mi hermana Rong me trajo nuevos datos. El príncipe Ch’un había recibido una orden de la corte dictada por Su Shun: al príncipe ya no se le permitía viajar libremente desde Jehol a Pekín. Por aquel motivo no estaba en Jehol con su esposa. El príncipe Ch’un se encontraba bajo la estrecha vigilancia de Su Shun. Nuestra conexión con el príncipe Kung se había cortado.

Los espías de An-te-hai en Pekín nos informaron de que el príncipe Kung trabajaba activamente en el reclutamiento de una fuerza para contrarrestar a la de Su Shun. Tres días antes, había organizado una reunión aparentando una ceremonia fúnebre para el emperador Hsien Feng. Además de a los líderes del clan real, el príncipe Kung había invitado a importantes comandantes militares como el general Sheng Pao, el guerrero mongol Sen-ko-lin-chin y el general Tseng Kou-fan, que ahora era el virrey de la provincia de Anhwei. El príncipe Kung había invitado también a los embajadores extranjeros de Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia, Italia y Japón. Robert Hart había sugerido la idea de la reunión. Durante algún tiempo, Hart había estado aconsejando al príncipe Kung sobre temas financieros y ahora ejercía de consejero político no oficial de Kung.

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