Anchee Min - La Ciudad Prohibida

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La historia de la última emperatriz de China, una mujer ambiciosa que durante generaciones fue recordada como una gran seductora y una asesina sin escrúpulos. Anchee Min brinda el vívido retrato de un personaje fascinante y, a través de él, de la opulenta corte china del siglo XIX y de la vida sexual y política de las concubinas reales.
Finales del siglo XIX. Envuelta en el marasmo de las ambiciones europeas, el arcaísmo de sus estructuras y la impotencia política, la dinastía Qing está viviendo sus últimos días. Pero aún conserva todo su esplendor. Justamente en esos tiempos Orquídea, una bella joven de diecisiete años perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, es escogida para convertirse en concubina del Emperador.
Orquídea se introduce así en la Ciudad Prohibida de Pekín, un mundo de complejos rituales ancestrales que sugieren equilibrio y serenidad, pero tras los que se ocultan turbias intrigas que conducen a la traición y el asesinato. Todas las concubinas aspiran a ser la emperatriz, entre ellas Orquídea. La joven, con su belleza y talento innatos, llega a convertirse en maestra de la seducción y triunfa sobre sus rivales. Ya tiene el poder, pero es un poder sobre un país que se desmorona: Orquídea será la última emperatriz de China.
Partiendo de una recreación de la China imperial meticulosa y fiel, La Ciudad Prohibida es el relato de una ambición condenada por la historia y el cautivador fresco de un mundo desaparecido, en una novela absorbente e inolvidable…

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Con temor reverencial hacia el hijo del cielo, el eunuco jefe Shim cayó de rodillas. Los guardias lo imitaron y también la corte, incluidas Nuharoo y yo. La estancia se quedó tan quieta como una balsa de aceite. Los relojes de la pared empezaron a sonar. Durante un largo rato, nadie osó moverse. A través de las cortinas, los rayos del sol convertían los tapices en oro. De pie allí solo, Tung Chih no sabía qué más decir.

– Levantaos -ordenó por fin el niño, como si recordara una frase olvidada de sus lecciones.

La multitud se alzó.

– ¡Presento la dimisión, joven majestad! -Su Shun volvía a ser el mismo. Cogió su sombrero de plumas de pavo real y lo dejó en el suelo delante de él-. ¿Quién me sigue? -Y se dispuso a salir de la sala.

El resto de los miembros de la regencia se miraron. Miraban el sombrero de Su Shun como si vieran las joyas decorativas y las plumas por primera vez.

El príncipe Yee, primo hermano del emperador Hsien Feng, movió pieza. Persiguió a Su Shun, gritando:

– ¡Gran consejero, por favor! No tiene sentido que os rebajéis al capricho de un niño.

En el momento en que las palabras salieron de su boca, el príncipe Yee se percató de que había cometido un error.

– ¿Qué has dicho? -Tung Chih dio una patada en el suelo-. Has insultado al hijo del cielo. Zhen ordena que seas decapitado. ¡Guardias! ¡Guardias!

Ante las palabras de Tung Chih, el príncipe Yee se arrojó al suelo y golpeó con su cabeza fuertemente en él.

– Suplico a su majestad que me perdone, pues soy primo de vuestro padre y pariente de sangre.

Tras mirar al hombre en el suelo con la frente sangrando, Tung Chih se volvió hacia Nuharoo y hacia mí.

– Levántate, príncipe Yee. -Como si por fin se hubiera recuperado, Nuharoo se pronunció-: Su majestad te perdonará por esta vez, pero en lo sucesivo no te permitirá ninguna otra grosería. Confío en que hayas aprendido la lección. Aunque sea joven, Tung Chih es el emperador de China. Deberías recordar siempre que eres su sirviente.

Los miembros de la regencia se retiraron. En cuanto Nuharoo le devolvió el «olvidado» sombrero a Su Shun, este volvió a su trabajo y no se volvió a mencionar el incidente.

Se había programado que el cuerpo del emperador Hsien Feng fuese llevado desde Jehol a Pekín para su inhumación. Los ensayos de la ceremonia del traslado eran agotadores. Durante el día, Nuharoo y yo nos vestimos con túnicas blancas y practicamos nuestros pasos en el patio. En el pelo llevábamos cestas de flores blancas. Tuvimos que revisar innumerables aspectos: desde los trajes que vestirían los dioses de papel hasta los accesorios decorativos para los caballos; desde las cuerdas que atarían el ataúd hasta los propios porteadores del ataúd; desde las banderas ceremoniales hasta la selección de música fúnebre. Examinamos los cerdos de cera, las muñecas de algodón, los monos de arcilla, los corderos de porcelana, los tigres de madera y las cometas de bambú. Por las noches inspeccionábamos las figuras recortadas de cuero que usarían en el teatro.

Tung Chih fue instruido para cumplir sus deberes filiales. Practicó el modo de andar, las reverencias y kowtows ante un público de cinco mil personas. Durante los descansos, se escabullía para ver el desfile de la Guardia Imperial, al mando de Yung Lu. Cada noche Tung Chih venía a manifestarme su admiración por Yung Lu.

– ¿Vendrás conmigo la próxima vez? -me preguntó.

Yo estuve tentada, pero Nuharoo acalló a Tung Chih.

– Sería impropio de nosotras aparecer con nuestros atuendos de luto.

Después del desayuno, Nuharoo se excusó para ir a rezar. Desde la muerte de Hsien Feng, se había enfrascado más en el budismo. Había cubierto las paredes con tapices de Buda. De haberle estado permitido, habría ordenado la construcción de un Buda gigante en mitad del salón de audiencias.

A mí me invadía el desasosiego. Una noche soñé que me convertía en abeja, atrapada dentro de un loto en forma de corazón. A cada esfuerzo por salir, las semillas del loto brotaban como pequeños pezones. Me despertaba y descubría que An-te-hai había colocado un cuenco de sopa de semillas de loto delante de mí y que había rellenado el jarrón con flores de loto recién cogidas.

– ¿Cómo sabías mi sueño? -pregunté al eunuco.

– Simplemente lo sabía.

– ¿Por qué todos estos lotos?

An-te-hai me miró y sonrió.

– Hacen juego con el color del rostro de su majestad.

Los sentimientos que había estado experimentando no hicieron más que agudizarse; ya no podía seguir negándome a mí misma que se centraban en la figura de Yung Lu. Me excitaba oír las noticias que me comunicaba Tung Chih. Mi corazón daba un brinco cada vez que se mencionaba el nombre de Yung Lu. Cuando Tung Chih me explicaba el dominio de los caballos de Yung Lu, yo deseaba conocer más detalles.

– ¿Lo mirarás desde lejos? -le pregunté a mi hijo.

– Ordenaré una demostración -respondió-. El comandante estará feliz cuando se la encomiende. ¡Oh, madre, deberías haberlo visto con los caballos!

Intenté no hacerle a Tung Chih demasiadas preguntas, ya que temía despertar las sospechas de Nuharoo. Para ella incluso pensar en cualquier otro hombre que no fuese nuestro marido muerto era un signo de deslealtad. Nuharoo dejó claro a las viudas imperiales que no dudaría en ordenar su ejecución por descuartizamiento si descubría una infidelidad.

An-te-hai dormía en mi habitación y era testigo de mi inquietud, pero nunca suscitó el tema ni mencionó nada de lo que yo pudiera decir en sueños. Sabía que solía agitarme y dar vueltas en la cama, sobre todo cuando llovía.

Una noche de lluvia, le pregunté a An-te-hai si había notado algún cambio en mí. El eunuco describió minuciosamente los «saltos» de mi cuerpo durante la noche. Me informó de que había gritado en sueños suplicando que me acariciaran.

El invierno llegó pronto. Las mañanas de septiembre eran frías y el aire era fresco y claro. Los arces empezaban a cambiar de color y decidí dar un paseo que me llevara hasta el campo de entrenamiento de Yung Lu. Cuanto más me advertía a mí misma de lo impropio de mi conducta, más me azuzaba el deseo de seguir adelante. Para disfrazar la intención de mi salida, la noche antes le dije a Tung Chih que quería llevarlo a ver un conejo de ojos rojos. Tung Chih me preguntó dónde se escondía y le respondí: «En la maleza, no lejos del campo de entrenamiento».

Al día siguiente nos levantamos antes del alba. Después de desayunar salimos en los palanquines y pasamos entre los árboles del color de las llamas. En cuanto vimos a los guardias de Yung Lu, Tung Chih salió disparado y yo le seguí.

El camino estaba lleno de baches y los porteadores se esforzaban por equilibrar el palanquín. Corrí la cortina y miré hacia fuera. Mis latidos se aceleraron.

An-te-hai me acompañaba. Su expresión me indicaba que conocía cuál era mi propósito y que sentía curiosidad y nerviosismo. Me conmovió tristemente ver que An-te-hai aún albergaba pensamientos masculinos. En realidad, si nos fijáramos en el aspecto, An-te-hai resultaba más atractivo para una mujer que Yung Lu. Mi eunuco tenía la frente despejada, la mandíbula perfecta y los ojos grandes y brillantes, lo cual era raro en un manchú. Muy educado en los modales cortesanos, siempre se comportaba de manera airosa. An-te-hai, que acababa de cumplir veinticuatro años la semana anterior, llevaba conmigo más de ocho años. A diferencia de muchos eunucos que parecían viejas damas, hablaba con voz masculina. No sabía si An-te-hai tenía aún necesidades físicas masculinas, pero era un ser sensual. Cuanto más tiempo llevábamos juntos, más me impresionaba la curiosidad que mostraba por lo que sucede entre un hombre y una mujer. Aquella sería la maldición de An-te-hai.

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