– Creo que deberíamos esperar -aconsejó Nuharoo-. Deberíamos permitir que la maldad de Su Shun se pusiera en evidencia por sí misma. Necesitamos tiempo para demostrar a nuestros ciudadanos que Su Shun no merece nuestro respeto. Por otro lado, no deberíamos olvidar que fue el emperador Hsien Feng quien nombró a Su Shun. La situación podría volverse en nuestra contra si actuásemos sin el respaldo de la corte.
Intenté hacer ver a Nuharoo que su último decreto limitaba severamente las posibilidades de supervivencia del príncipe Kung. Si el príncipe Kung ignoraba a Su Shun y venía a Jehol, le acusarían de desobedecer el decreto y le arrestarían en cuanto cruzase la verja, y si se quedaba en Pekín, Su Shun ganaría el tiempo necesario para tener la corte entera en sus manos. No tardaría en encontrar una excusa para procesarnos.
– ¡Estás loca, dama Yehonala! -exclamó Nuharoo-. Su Shun no tiene ninguna razón legítima para procesarnos.
– Puede inventar una. Si es capaz de emitir decretos por su cuenta, no dudará cuando llegue la hora en quitarnos de en medio. Luego irá a por el príncipe Kung.
Nuharoo se puso en pie.
– Debo ir a rezar al ataúd de Hsien Feng. Debo contárselo a su majestad para que su espíritu nos ayude desde el cielo.
La guardia nocturna dio tres repiques de tambor: las tres de la madrugada. Aún era noche cerrada. En la cama pensaba en las palabras de Nuharoo. En realidad, Su Shun había sido elegido por nuestro marido. Hsien Feng había confiado en él. ¿Me equivocaba al dudar de Su Shun? ¿Serviría de algo que le expresase mi voluntad de trabajar con él a pesar de nuestras diferencias? Después de todo, ambos éramos manchúes. ¿Acaso no intentábamos sostener el mismo cielo?
No conseguía convencerme a mí misma. Nuharoo y yo actuábamos como regentes de Tung Chih nombradas por el emperador Hsien Feng, pero Su Shun nos consideraba meras figuras decorativas. No teníamos ni voz ni voto en los edictos y decretos. Pocos días antes, incluso se había negado a revisar un borrador que habíamos autorizado después de unos pequeños cambios. Las órdenes y peticiones que hacíamos por boca de Tung Chih circulaban por los meandros jerárquicos de la corte y volvían sin respuesta, mientras que las palabras de Su Shun eran llevadas inmediatamente a la práctica.
Nuharoo me sugirió que hiciéramos una última oferta para arreglar las cosas con Su Shun y yo acepté. A la mañana siguiente, vestidas con nuestras túnicas oficiales, Nuharoo y yo convocamos a Su Shun a una audiencia en nombre del joven emperador. Fuimos hasta el salón donde el ataúd de Hsien Feng descansaba detrás de un panel. Mientras aguardábamos, Tung Chih se subió encima del ataúd y se tumbó boca bajo.
Observé a mi hijo golpear el féretro y contarle entre susurros a su padre que tenía un nuevo amigo, el conejo de los ojos rojos. Luego invitó a su padre a salir y verlo: «Yo te abriré la tapa».
– Explícanos por qué se ha enviado un decreto al príncipe Kung sin nuestros sellos -exigió Nuharoo cuando apareció Su Shun.
Su Shun se quedó de pie con arrogancia, enfundado en su túnica de satén marrón larga hasta los pies con franjas doradas en la parte inferior. Llevaba un sombrero decorado con un botón rojo y una vistosa pluma de pavo real, que se quitó y sujetó en las manos. Se había afeitado el cráneo y lustrado la trenza. Su barbilla apuntaba al techo mientras nos miraba con los ojos entreabiertos.
– La corte tiene el derecho a emitir documentos de naturaleza urgente sin vuestros sellos.
– Pero eso viola nuestros acuerdos -rebatí, intentando controlar mi ira.
– Como regentes de su joven majestad -siguió Nuharoo-, tenemos que plantear una objeción al contenido del último decreto. El príncipe Kung tiene derecho a venir a Jehol a llorar a su hermano.
– Nos gustaría que el príncipe Kung pudiera cumplir su deseo -presioné yo.
– ¡Muy bien! -Su Shun dio una patada en el suelo-. Si deseáis mi puesto, es vuestro. ¡Me niego a seguir trabajando hasta que valoréis mi bondad!
Hizo una descuidada reverencia y se marchó. El resto de miembros del consejo, a quienes no habíamos invitado, lo recibieron con agrado en el patio.
Los documentos se apilaban; formaban muros en mi habitación. Todos requerían atención inmediata. Nuharoo se lamentaba de haber desafiado a Su Shun. Yo intentaba no dejarme dominar por el pánico. Revisé los documentos como cuando trabajaba para el emperador Hsien Feng. Tenía que demostrar a Su Shun que yo era apta para el trabajo. Necesitaba ganarme el respeto, no solo el de Su Shun, sino el de toda la corte. En cuanto empecé a trabajar, me di cuenta de que la empresa me superaba; Su Shun me había tendido una trampa.
Muchos casos eran imposibles de resolver. En aquellas circunstancias, era una irresponsabilidad emitir un juicio; solo provocaría injusticia y dolor innecesarios. Carecía de la información suficiente y evitaban que la recopilara. En un caso, un gobernador regional fue acusado de malversación y de más de una docena de homicidios. Necesitaba reunir pruebas y ordenar una investigación, pero no recibí ningún informe. Semanas más tarde, descubrí que mi orden nunca había sido cursada.
Llamé a Su Shun y le exigí una explicación. Su Shun negó toda responsabilidad y afirmó que no era asunto suyo. Me remitió al Ministerio de Justicia y, cuando pregunté al ministro, dijo que nunca había recibido la orden.
Llegaron cartas de todas partes del país quejándose de la lentitud de la corte. No cabía duda de que Su Shun sembró el rumor de que yo era la única culpable del retraso. Los rumores se difundieron como una enfermedad contagiosa. No me percaté de lo mal que se estaban poniendo las cosas hasta que un día recibí una carta muy franca del alcalde de una pequeña ciudad que cuestionaba mi formación y credenciales. El hombre jamás se habría atrevido a enviar una carta semejante de no estar respaldado por alguien como Su Shun.
Mientras paseaba por mi habitación atestada de documentos, An-te-hai volvió de llevar a Tung Chih a visitar a mi hermana. Estaba tan nervioso que tartamudeaba.
– En la ci… ciudad de Jehol corren ru… ru… rumores de una historia de fantasmas. Los aldeanos cre… creen que vos sois la reencarnación de una malvada concubina que está aquí para destruir el imperio. Por todas partes se habla de apoyar la acción de Su Shun contra vos.
Al darme cuenta de que ya no podía esperar más, fui a hablar con Nuharoo.
– Pero ¿cómo debemos actuar? -preguntó Nuharoo.
– Dicta un decreto urgente en nombre de Tung Chih convocando al príncipe Kung a Jehol -respondí.
– ¿Sería válido? -Nuharoo se puso nerviosa-. Suele ser Su Shun quien redacta las órdenes y prepara los edictos.
– Con nuestros dos sellos es válido.
– ¿Cómo harás llegar el decreto al príncipe Kung?
– Debemos pensar el modo.
– Con los perros guardianes de Su Shun por todas partes, nadie puede salir de Jehol.
– Debemos elegir a una persona en quien podamos confiar la misión -dije-, alguien que esté dispuesto a morir por nosotras.
An-te-hai solicitó ese honor. A cambio quiso que le prometiera que le dejaría servirme durante el resto de mi vida, de lo cual le di mi palabra. Le expliqué que si Su Shun lo atrapaba, esperaba que se tragara el decreto e hiciera todo lo posible para no confesar.
Con Nuharoo a mi lado, trabajé en los detalles del plan de huida de An-te-hai. Mi primer paso fue que An-te-hai propagara un rumor entre el círculo de Su Shun. Captamos a un hombre llamado Liu Jen-shou, con fama de chismoso. Divulgamos la historia de que habíamos perdido el sello más poderoso de todos, el sello de Hsien Feng, que escondimos cuidadosamente. Dimos la impresión de que habíamos ocultado la verdad porque sabíamos que la pena por perder el sello era la muerte. Barajábamos tres posibilidades sobre el paradero del sello. Una, que lo habíamos perdido en el trayecto de Pekín a Jehol; dos, que lo habíamos extraviado en algún lugar del palacio de la Gran Pureza en la Ciudad Prohibida; y tres, que lo habíamos olvidado en mis joyeros de Yuan Ming Yuan y probablemente lo habían robado los bárbaros.
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