Anchee Min - La Ciudad Prohibida

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La historia de la última emperatriz de China, una mujer ambiciosa que durante generaciones fue recordada como una gran seductora y una asesina sin escrúpulos. Anchee Min brinda el vívido retrato de un personaje fascinante y, a través de él, de la opulenta corte china del siglo XIX y de la vida sexual y política de las concubinas reales.
Finales del siglo XIX. Envuelta en el marasmo de las ambiciones europeas, el arcaísmo de sus estructuras y la impotencia política, la dinastía Qing está viviendo sus últimos días. Pero aún conserva todo su esplendor. Justamente en esos tiempos Orquídea, una bella joven de diecisiete años perteneciente a una familia aristocrática venida a menos, es escogida para convertirse en concubina del Emperador.
Orquídea se introduce así en la Ciudad Prohibida de Pekín, un mundo de complejos rituales ancestrales que sugieren equilibrio y serenidad, pero tras los que se ocultan turbias intrigas que conducen a la traición y el asesinato. Todas las concubinas aspiran a ser la emperatriz, entre ellas Orquídea. La joven, con su belleza y talento innatos, llega a convertirse en maestra de la seducción y triunfa sobre sus rivales. Ya tiene el poder, pero es un poder sobre un país que se desmorona: Orquídea será la última emperatriz de China.
Partiendo de una recreación de la China imperial meticulosa y fiel, La Ciudad Prohibida es el relato de una ambición condenada por la historia y el cautivador fresco de un mundo desaparecido, en una novela absorbente e inolvidable…

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El sutil énfasis en su mayor prestigio con respecto a mí agradó a Nuharoo. Aunque ella había sido nombrada emperatriz durante el reinado de Hsien Feng, aquello no le aseguraba que conservase el mismo título tras el cambio de era. Al fin y al cabo, yo era la madre del heredero. Mi nuevo título inducía a la nación a creer que Tung Chih consideraba a Nuharoo por encima de mí, Su Shun se había salido con la suya.

Aún más alarmante para mí era el hecho de que Su Shun hubiera emitido un decreto sin obtener el sello de Nuharoo ni el mío. Nuharoo no quería enfrentarse al problema, pues ya tenía lo que deseaba, pero para mí aquello era una violación del principio: Su Shun no había ejecutado debidamente el testamento del emperador Hsien Feng. Tenía todo el derecho a poner en tela de juicio el decreto; sin embargo, si combatía en este sentido, proporcionaría a Su Shun una oportunidad para deteriorar mi relación con Nuharoo, así que, tras meditar la situación, decidí no hacer nada al respecto.

Después del anuncio de los honores, Nuharoo y yo debíamos ser tratadas como iguales. Yo me trasladé de mis dependencias hasta el ala oeste del salón de la Bruma Fantástica, conocida como Cámara Occidental de la Calidez, lo cual indujo a los ministros a llamarme «emperatriz de la Cámara Occidental». Nuharoo se trasladó a la Cámara Oriental de la Calidez y por ello la llamaron «emperatriz de la Cámara Oriental».

El 2 de septiembre de 1861 se publicó formalmente el primer decreto oficial anunciando la nueva era a la nación y la llegada del emperador niño. El decreto incluía los honores que el nuevo emperador había concedido a sus madres. Se otorgó diez días de vacaciones a la nación para celebrarlo.

Mientras el país aprendía cosas sobre Nuharoo y sobre mí, Su Shun convocó al Consejo de Regentes para celebrar una audiencia por su cuenta. Exigía que, a partir de entonces, Nuharoo y yo estampáramos nuestros sellos en los decretos que él escribía sin cuestionarlos.

Esta vez Su Shun también ofendió a Nuharoo, así que estalló una discusión en presencia de Tung Chih y toda la corte.

– Las mujeres permanecen al margen de los asuntos de la corte; esa es la tradición imperial.

Su Shun hacía hincapié en que la administración debía excluirnos por el bien del país. Dio la impresión de que Nuharoo y yo éramos las responsables de retrasar los procedimientos de la corte y de que yo, particularmente, era una fuente de problemas.

– Si no vamos a tomar parte en los asuntos de la corte -dijo Nuharoo a la audiencia-, entonces, ¿por qué se molestó el emperador Hsien Feng en dejar los sellos en nuestras manos?

Antes de que a Su Shun le diera tiempo a responder, me hice eco de Nuharoo.

– El propósito del emperador Hsien Feng es más que evidente. Los dos grandes sellos representan un juicio equilibrado. Su majestad quería que trabajáramos hombro con hombro, en colaboración. Los sellos son para evitar la autocracia y -dije levantando la voz y hablando lo más claro que pude-, evitar la posible tiranía de un solo regente. Los ocho sois hombres sabios, así que no es necesario que os recuerde las terribles lecciones que nos da el pasado. Estoy segura de que ninguno de vosotros desea imitar a Ao Pai, que pasó a la historia como un villano porque dejó que sus ansias de poder corrompieran su alma. -Miré a Su Shun antes de concluir-. La emperatriz Nuharoo y yo hemos decidido que, mientras vivamos, haremos honor a nuestro compromiso con nuestro marido.

Antes de que la última palabra saliera de mi boca, Su Shun se puso en pie. Su tez normalmente olivácea se puso roja encendida y los ojos se le llenaron de una gran ira.

– En un principio no he querido revelar mis conversaciones privadas con el difunto emperador, pero no me dejáis más remedio, dama Yehonala. -Su Shun caminó hacia sus hombres y exclamó en voz alta-: El emperador Hsien Feng ya había visto la maldad de la dama Yehonala cuando vivía. Varias veces me habló de llevársela con él. Si ella no se hubiera aprovechado de la enfermedad de su majestad y lo hubiera manipulado para que cambiara de opinión, hoy podríamos hacer nuestro trabajo.

– ¡Su majestad debió de haber insistido! -afirmó la banda de los ocho.

Estaba tan furiosa que no podía hablar y a duras penas logré contener las lágrimas.

Su Shun prosiguió, con el pecho tembloroso.

– Uno de los ancianos sabios de China pronosticó que China sería destruida por una mujer. Espero que no adelantemos el día.

Aterrorizado por la expresión del rostro de Su Shun, Tung Chih saltó del trono y se abrazó primero a Nuharoo y luego a mí.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Tung Chih cuando notó que me temblaba el brazo-. ¿Estás bien?

– Sí, hijo mío. Estoy bien.

Pero Tung Chih empezó a llorar. Yo le acaricié la espalda para calmarlo; no quería que mi hijo diera a la corte la impresión de que yo era débil.

– Permitidme que comparta mis pensamientos con vosotros, caballeros -dije recuperando la compostura-. Antes de formaros una opinión…

– ¡Basta! -Me interrumpió Su Shun y se dirigió a la corte-. La dama Yehonala acaba de violar una regla de la cámara.

Enseguida supe adónde quería ir a parar Su Shun. Estaba utilizando una norma de la familia imperial contra mí.

– La norma ciento setenta y cuatro dice: «Una esposa imperial de menor rango será castigada si habla sin el permiso de la esposa de rango superior». -Mirando a Nuharoo, que lo observaba con los ojos en blanco, Su Shun prosiguió-: Me temo que debo cumplir con mi obligación. -Chasqueó los dedos-. ¡Guardias!

Irrumpieron varios guardias guiados por el eunuco jefe Shim.

– ¡Prended a la emperatriz de la Santa Amabilidad, la dama Yehonala, y lleváosla para castigarla!

– ¡Nuharoo, mi hermana mayor! -grité, con la esperanza de que ella saliera en mi defensa.

Lo único que debía decir era que yo tenía su permiso para hablar, pero Nuharoo estaba confusa y miraba como si no comprendiera lo que ocurría.

Los guardias me prendieron del brazo y empezaron a arrastrarme.

– Cielos superiores -dijo Su Shun, imitando el estilo de las óperas de Pekín-, ayudadnos a librarnos de la zorra malvada que ha confirmado las peores predicciones de nuestros antepasados.

– ¡Nuharoo! -Me debatí por librarme de los guardias-. Diles que tenía tu permiso para hablar. Diles que soy la emperatriz y no pueden tratarme así. ¡Por favor, Nuharoo!

Su Shun se acercó a Nuharoo, que seguía paralizada en su sitio, se inclinó hacia ella y le susurró algo al oído, mientras con las manos trazaba círculos en el aire y con su corpachón impedía que ella me viese. Estaba segura de lo que le estaba diciendo: cuanto antes me colgasen, mejor sería su vida; le describía una vida libre de rivales, en la que solo sus palabras tendrían valor. Nuharoo estaba demasiado asustada para pensar. Sabía que no confiaba en Su Shun, pero le estaba planteando una irresistible visión de su futuro.

Los guardias me arrastraban por el pasillo. Todo el mundo parecía absorto en el momento. Si se plantearon interrogantes, nadie los formuló. Sentía como si me estuviera cayendo en una fisura del tiempo y sabía que desaparecería antes de que la gente recuperara el sentido.

Luché para librarme de los guardias. Primero se me aflojaron los brazos, luego las piernas y, mientras mi cuerpo se desplomaba en el suelo, se me desgarró el vestido y se me cayeron las horquillas del pelo.

– ¡Alto! -Una voz de chiquillo taladró el aire-. Soy el emperador Tung Chih.

Estaba convencida de que se trataba de una alucinación. Mi hijo avanzó hacia el centro de la sala como un hombre maduro, con modales que me recordaban a su padre.

– La dama Yehonala no tiene menos derecho a hablar en esta corte que tú, Su Shun -le reprendió mi hijo-. ¡Ordenaré a los guardias que te destituyan si no corriges tu conducta!

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